Él vino para cambiar todo. No obstante, sus apoyos legislativos y territoriales son exiguos, por lo que las dos fuentes de su poder político, además de las facultades constitucionales del cargo que ocupa, son su propia voluntad, que es evidente, y su popularidad en la calle. Ambas, voluntad y popularidad, se basan en la creencia: él cree en sí mismo, y sus seguidores creen en él.
Este carácter volitivo del proyecto de Milei es clave para entender en qué consisten todos estos cambios en la economía cotidiana que los argentinos viven desde el 10 de diciembre de 2023. La inflación no es nueva, y el presidente tiene razón cuando denuncia que él la heredó de sus predecesores. Pero lo que sí es nuevo es el cambio de los precios relativos. Algunos productos aumentaron un poco y otros multiplicaron su valor varias veces, lo que deja en la gente una sensación angustiante. Ese “enloquecimiento” de los precios es parte de un cambio de modelo económico, según el cual el Estado deja de regular ciertos mercados, vía subsidios, controles o intervenciones directas, para liberarlos a la decisión de los que ofertan y la paciencia de quienes demandan. Cambio de modelo que es resistido por la mayor parte de la dirigencia política, y que se motoriza en la voluntad presidencial y el apoyo popular que recibe.
Este proceso, que de por sí es incierto, forma parte de un reacomodamiento político general. No sabemos aún quiénes saldrán perdiendo ni quiénes ganarán en la Argentina libertaria de Milei, aunque tengamos algunas sospechas, y tampoco sabemos cuál será la base social definitiva del experimento político. No sabemos siquiera cuántos lo apoyarán. El país se lanzó a un camino de búsqueda. Nada en aguas desconocidas. Sólo podemos esbozar algunas conjeturas, y esperar.
El ajuste como medio para otro fin
La palabra “ajuste” tiene diferentes connotaciones. A veces se usa para hablar de las decisiones fiscales que toma un gobierno, otras para tratar de explicar cómo opera el equilibrio general de la economía, y algunos prefieren mezclar ambas apelando a lo “estructural”. Todas, y sobre todo cuando pensamos al ajuste como una decisión de la política, nos remiten a tomar medidas que sacrifican algo en nombre de un futuro mejor. Milei extiende esta última noción: pensando en lo fiscal, bajar el gasto público y equilibrar las cuentas del Estado son, para él, un medio para lograr un fin más grande. Lo dijo en más de una oportunidad, quizás sin ser correctamente escuchado, en la campaña y ya como presidente: “Si no puedo avanzar con las reformas de primera y segunda generación, voy a sobreajustar el frente fiscal”.
En este punto Milei se distingue de los economistas ortodoxos convencionales. Para ellos, que son mayoría entre los graduados de las facultades de Ciencias Económicas que participan en la conversación pública, el ajuste fiscal es una decisión política, valga la redundancia, “fiscalista”. Una decisión que ocurre cuando un gobierno pone la Secretaría de Hacienda a cargo de tecnócratas de lápiz rojo, orientados a reducir el gasto público en tantos “ravioles” del Estado como sea posible. Al economista fiscalista no le importan el qué ni el cómo, y en el fondo tampoco le incumbe si la economía a ser ajustada es la de una democracia liberal, un régimen comunista o una teocracia islamista. El ajustador ajusta. Se trata de un técnico del Excel cuyo objetivo es sanear las cuentas, convencido –y con razón– de que el déficit es el origen de innumerables males: endeudamiento, inflación, desinversión. Los economistas del Fondo Monetario Internacional son los típicos representantes de este arquetipo.
Milei se formó como economista convencional y comparte el principio de que el déficit es malo en sí mismo. Pero ahora no es sólo un ajustador. Su meta es más ambiciosa. Él no quiere equilibrar las cuentas de la economía tal como las recibió del gobierno anterior: su propósito es cambiar todo el régimen económico. El Antiguo Régimen del Estado regulador. Milei es, en este sentido, un revolucionario. Y aunque a muchos les incomode este término, porque consideran que la revolución es un ideal con un aura de santidad que no merece un líder libertario y derechista, lo cierto es que, en sentido estricto, Milei lo es. Revolucionario es alguien que se vuelca a la política para cambiar un sistema político o socioeconómico de raíz. Revolucionarios fueron Maximilien Robespierre y también Napoleón Bonaparte. Revolucionario fue Juan Domingo Perón y también quienes lo derrocaron en 1955. Todos ellos, de hecho, hicieron lo que hicieron en nombre de una revolución.
Milei parte de un diagnóstico sistémico y radical sobre los males argentinos y propone soluciones igualmente radicales. No hay misterio acerca de sus ideas revolucionarias, porque las viene difundiendo de forma obsesiva e incansable en los medios y las redes sociales desde hace al menos diez años. Para Milei, Argentina está infectada de colectivismo, un término genérico para englobar a varias formas de intervencionismo estatal, donde él ubica principalmente al socialismo y al keynesianismo. La solución es una revolución que libere a la economía de sus cadenas. En esta revolución liberal es más importante sacar que poner cosas. Hay que liberarnos del Antiguo Régimen. Por culpa de él, sobra Estado, sobran leyes, sobran reglas distorsivas.
Obsérvese que el puntapié inicial del gobierno de Milei, que fue el plan de su ministro de Finanzas, Luis Caputo, tuvo su centro en una medida de liberación. Abrió –de modo parcial– el mercado cambiario, al llevar el dólar oficial a 800 pesos argentinos y reducir inicialmente la brecha con el paralelo. Esa medida, una devaluación, implicó un cambio en los precios relativos, que fueron acercándose a sus valores dolarizados. Algunas cosas subieron muchísimo, como la nafta y algunos alimentos, y otras no tanto. Los precios se enloquecen, el consumidor oscila entre la angustia y la confusión; avanza el mecanismo de mercado y retrocede el Estado regulador. De a poco vamos viendo los otros componentes de esa primera decisión de liberalización, como los aumentos de los precios del transporte y los servicios, que pasan a recibir menos subsidios estatales, con la expectativa de llevarlos a cero algún día.
Luego llegó el decreto de necesidad y urgencia (DNU), y días después se conoció el texto del proyecto de “ley ómnibus”. Con ellos, el presidente puso todas sus intenciones sobre la mesa. Los frondosos textos de esas dos piezas constituyen en los hechos su programa de gobierno, o al menos una parte de él. Todos sus capítulos persiguen el mismo fin de cambiar el sistema y reconvertirlo hacia uno que se acerque lo más posible al ideal del Estado mínimo, con los mayores niveles disponibles de libertad económica. Una libertad que requiere, naturalmente, ser protegida de sus enemigos a través de las políticas de seguridad y defensa. Milei sabe hacia dónde quiere llevar a Argentina. Pero, como todo revolucionario, también sabe que las tácticas y las estrategias son adaptables al contexto. El instrumento puede ser un partido bolsonarista [por el expresidente brasileño Jair Bolsonaro, 2019-2022] o una alianza con el PRO [Propuesta Republicana, sector del expresidente Mauricio Macri, 2015-2019]. Un decreto, una ley o una consulta popular. Se irá viendo sobre la marcha; los fracasos son temporarios mientras la llama siga viva. Milei tiene los principios y los valores, pero por definición no tiene plan. Construir un plan para realizar una revolución libertaria sería, en sus propios términos, una fatal arrogancia.
Julio Burdman, politólogo. Una versión ampliada de este artículo (“Ganadores y perdedores de la ‘Revolución Milei’”) apareció en Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, febrero de 2024.