El derecho internacional en su acepción contemporánea evoca, de manera inevitable, la idea de relaciones entre estados soberanos. En Occidente se cree que estas empezaron a tomar una forma más o menos codificada con los Tratados de Westfalia, firmados en 1648 para poner fin a la Guerra de los Treinta Años. Sin embargo, el nacimiento de un corpus teórico sobre el tema precedió este momento fundacional, remontándose a la década de 1530 y a los escritos del teólogo español Francisco de Vitoria. En lugar de analizar las relaciones entre los estados de Europa –de los que España era por lejos el más poderoso en aquella época–, Vitoria se interesó por las relaciones entre los europeos (empezando, desde ya, por los españoles) y los pueblos de las Américas recién descubiertas [según el punto de vista europeo de la época].

Basándose en el ius gentium romano, o “derecho de gentes”, Vitoria repasó los posibles fundamentos de la conquista española del Nuevo Mundo. ¿Fue que las tierras arrebatadas estaban deshabitadas? ¿Fueron concedidas por el papa a la corona española? ¿Era el deber de los cristianos convertir a los paganos, por la fuerza de ser necesario? Rechazó todas estas razones y esgrimió otra: que los “salvajes” que poblaban las Américas habían violado un derecho universal, el “derecho de comunicación” (ius communicandi), que correspondía a la libertad de viajar y comerciar donde se quisiera, unida a la libertad de predicar la verdad cristiana a los indígenas. Dado que los indios, como los llamaban los conquistadores, obstaculizaban el ejercicio de estas libertades, los españoles estaban en su derecho a tomar las armas, construir fortalezas y confiscar tierras. Y si persistían, merecían el destino reservado a sus peores enemigos: la depredación y la esclavitud1. En otras palabras, la dominación española era perfectamente legítima.

El primer pilar real de lo que seguirá llamándose “derecho de gentes” durante unos 200 años se construyó, por tanto, para justificar el expansionismo español. El segundo, y aún más crucial, fue obra del diplomático neerlandés Hugo Grocio a principios del siglo XVII. En la actualidad, Grocio es más conocido –y admirado– por su tratado El derecho de la guerra y de la paz (De iure belli ac pacis), que data de 1625, pero fue con una obra escrita unos 20 años antes con la que empezó a dejar su impronta en el derecho internacional moderno. En El derecho de presa (De iure praedae), sentó las bases jurídicas de un acto de saqueo sin precedentes que había causado sensación en toda Europa: uno de sus primos, capitán de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, había atacado un navío portugués y había secuestrado su cargamento de cobre, seda, porcelana y plata por un valor total de tres millones de florines –el equivalente a los ingresos anuales de Inglaterra–. En el decimoquinto capítulo de su ensayo, luego publicado por separado como La libertad de los mares (Mare liberum), Grocio explicaba que la alta mar debía ser una zona de total libertad tanto para los estados como para las compañías privadas que mantenían ejércitos. Por tanto, su primo estaba en su derecho. Y así, el imperialismo comercial holandés fue validado jurídicamente a su vez.

Cuando se publicó Del derecho de la guerra y de la paz, Países Bajos había ampliado sus pretensiones a posesiones terrestres, en particular arrebatando parte de Brasil a los portugueses. En su célebre tratado, Grocio proclamó el derecho de los europeos a declarar la guerra a cualquier pueblo cuyas costumbres consideraran bárbaras, incluso en ausencia de provocación. Se trataba del ius gladii, o “derecho de la espada”: “Debe saberse también que los reyes, y quienes tienen un poder igual al de los reyes, tienen derecho a infligir castigos no solamente por las injurias cometidas contra ellos y sus súbditos, sino también por las que no los afecten particularmente y que violen excesivamente la ley de la naturaleza o de las gentes con respecto a cualquier persona”2. Dicho de otro modo, daba licencia para atacar, conquistar y matar a quien se interpusiera en el camino de la expansión europea.

A estos primeros fundamentos del derecho internacional moderno (ius communicandi y ius gladii) se agregaron otros dos argumentos que justificaban las expediciones colonizadoras. Thomas Hobbes utilizó la demografía como pretexto: mientras que Europa estaba superpoblada, las lejanas tierras de los cazadores-recolectores tenían tan pocos habitantes que los colonos europeos tenían derecho, no a “exterminar a los que allí encuentren, sino [a] obligarlos a cohabitar estrechamente, y ello sin ocupar vastas extensiones de territorio, arrebatándoles lo que encuentren”3 –un camino claro hacia la creación de reservas como aquellas en las que más tarde se asentaría a los amerindios–. (Por supuesto, si esas tierras pudieran declararse baldías, no habría necesidad de molestarse con semejantes razonamientos.) John Locke reforzó esta idea comúnmente aceptada al señalar que era por completo legal confiscar los territorios codiciados a las poblaciones que se habían asentado en ellos si estas no los habían aprovechado al máximo. Mejorar la productividad de los suelos equivalía a cumplir la voluntad divina4. A fines del siglo XVII, la ideología colonialista europea contaba con un buen arsenal de justificaciones.

Un (tímido) giro ilustrado

En el siglo siguiente, las relaciones entre los estados europeos se habían convertido en el tema central de los escritos sobre derecho internacional, mientras que varios pensadores de la Ilustración, entre ellos Denis Diderot, Adam Smith e Immanuel Kant, cuestionaban la moralidad del dominio colonial (aunque sin exhortar a que se revirtiera). El tratado más notable escrito durante este período fue El derecho de gentes (1758) del filósofo suizo Emer de Vattel. Allí, Vattel observaba con frialdad: “La Tierra pertenece al género humano para su sustento: si cada nación hubiera querido desde el principio asignarse un país vasto, para vivir en él solamente de la caza, la pesca y los frutos silvestres, nuestro globo no bastaría para la décima parte de los hombres que hoy lo habitan. Así pues, no nos desviamos de la visión de la naturaleza al confinar a los salvajes dentro de límites más estrechos”5. Aunque en este punto Vattel siguió los pasos de sus predecesores, su obra marcó un giro conceptual al proponer una versión más laica del derecho internacional. El expansionismo seguía basándose en la religión, pero esta pasaba a un segundo plano.

Conforme a las convenciones diplomáticas de su época, Vattel partía del principio de que todos los estados soberanos eran iguales. El Congreso de Viena de 1814-1815 rompió con esta visión e instauró una jerarquía oficial dentro de la propia Europa al definir cinco “grandes potencias” –Inglaterra, Rusia, Austria, Prusia y Francia– a las que se concedieron privilegios especiales. Este sistema, concebido al inicio para consolidar la coalición contrarrevolucionaria que había derrotado a Napoleón y restablecido las monarquías en todo el continente, continuó mucho más allá del período de la Restauración stricto sensu. En 1883, el gran jurista escocés James Lorimer podía escribir con confianza que el principio de igualdad de los estados había sido refutado por la historia.

En un contexto en que el imperialismo europeo ya no se dirigía únicamente contra los pueblos indefensos, sino contra vastos imperios (sobre todo en Asia) y otras naciones desarrolladas mucho más capaces de resistir sus ataques, se planteó una nueva cuestión: ¿cómo clasificar estos estados?, ¿gozaban de los mismos derechos que las potencias europeas? El Congreso de Viena había respondido de modo implícito a esta pregunta al prohibir al Imperio otomano participar en el concierto de naciones que estaba organizando. Aunque esta prohibición podría haberse explicado por consideraciones religiosas, fue otra doctrina la que tomó forma en las décadas siguientes, la del “criterio de civilización”: los europeos aceptarían tratar como iguales solamente a aquellos estados que consideraran “civilizados”.

El criterio de civilización permitía excluir tres categorías de estados: los estados criminales (o estados canallas en la terminología contemporánea), como la Comuna de París o las sociedades musulmanas fanáticas, a las que se uniría Rusia si sucumbiera a los cantos de sirena nihilistas; estados “semibárbaros”, que no desafiaban las normas civilizatorias europeas de la misma manera que las precedentes, pero tampoco las encarnaban, como en el caso de China y Japón; y, por último, estados impotentes o decadentes (hoy en día se hablaría de estados fallidos), a los que decididamente no se podía exigir responsabilidades. Además de ser excluidas de la comunidad internacional propiamente dicha, las naciones del primer y tercer grupo debían ser sofocadas por la fuerza de las armas. Como explicó Lorimer, “el comunismo y el nihilismo están condenados y prohibidos por el derecho internacional”6.

Reparto, guerras y reconfiguración

En 1884, la Conferencia de Berlín selló el destino de África, al igual que el Congreso de Viena lo había hecho con Europa. Los estados europeos reunidos en la capital alemana se repartieron la torta colonial: la porción más grande fue a Bélgica –el mismo país donde el derecho internacional estaba en vías de establecerse como disciplina– en forma de sociedad privada dirigida por el rey. El Instituto de Derecho Internacional, fundado en Bruselas una década antes, aplaudió estas nuevas adquisiciones.

La Primera Guerra Mundial estuvo seguida de una nueva cumbre internacional: la Conferencia de Paz de París. Organizada por las potencias vencedoras –Inglaterra, Francia, Italia, Japón y Estados Unidos–, condujo a la firma del Tratado de Versalles en 1919, que fijó las sanciones impuestas a Alemania, redibujó el mapa de Europa del Este y repartió los territorios creados por el desmembramiento del Imperio otomano. Y, sobre todo, dio origen a la Sociedad de las Naciones (SDN), organismo internacional encargado de garantizar la “seguridad colectiva” y velar por el establecimiento de una paz y una justicia duraderas entre los estados. Washington se aseguró de que la Doctrina Monroe, que hizo de América Latina su patio trasero, se incorporara al propio pacto de la Sociedad como instrumento “para el mantenimiento de la paz”. En cuanto a la Corte Permanente de Justicia Internacional creada en La Haya por la misma conferencia, el artículo 38 sigue haciendo referencia, en la actualidad, a los “principios generales del derecho reconocidos por las naciones civilizadas”. Entre los redactores de sus estatutos figura el autor de una memoria de 600 páginas que defiende el admirable historial de la administración belga del Congo.

Por último, el Senado de Estados Unidos votó en contra de la adhesión a la SDN, pero el nuevo organismo reflejó fielmente las demandas de los vencedores de la guerra. A los otros cuatro vencedores se les concedió la condición de miembros permanentes exclusivos del Consejo de la SDN, precursor del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Indignada por este flagrante desequilibrio, Argentina se negó a participar desde el principio, seguida en 1926 por Brasil (cuya petición de que se concediera un puesto permanente a un país latinoamericano había sido rechazada). A 20 años de la creación de la SDN, no menos de otras ocho naciones del subcontinente, grandes y pequeñas, habían desertado.

Al final de la Segunda Guerra Mundial, las cartas se habían barajado de nuevo. La supremacía de los países europeos, en su gran mayoría arruinados o endeudados, había desaparecido. Creada en San Francisco en 1945, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) perpetuó el principio jerárquico heredado de la SDN. Los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad tenían aún más influencia que sus predecesores, gracias a su derecho de veto. Sin embargo, el nuevo sistema supuso la muerte del monopolio occidental, ya que la Unión Soviética y China se sentaron junto a Estados Unidos y una Francia y un Reino Unido muy mermados. Durante las dos décadas siguientes, a medida que se aceleraba el proceso de descolonización, la Asamblea General de la ONU se convirtió en un foro para expresar demandas y votar resoluciones cada vez más incómodas para Washington y sus aliados.

Derecho y fuerza

En su imponente estudio El Nomos de la tierra, publicado en 1950, Carl Schmitt subrayó hasta qué punto el concepto de derecho internacional del siglo XIX estaba específicamente centrado en Europa. Según Schmitt, nociones supuestamente universales como “civilización”, “humanidad” y “progreso”, que impregnaban el pensamiento y la fraseología diplomáticas, sólo se consideraban válidas cuando se les añadía el adjetivo “europeo”. Pero Schmitt agregaba que, en el momento en que escribía, este viejo orden estaba en declive7. Desde ya, Europa no ha desaparecido; apenas ha sido engullida por una de sus propias extensiones territoriales: Estados Unidos. Esto plantea la cuestión de hasta qué punto, desde 1945, el derecho internacional ha seguido siendo una pura criatura de Occidente, gobernada ahora por la superpotencia estadounidense.

Pero ¿cómo definir la naturaleza de este derecho? La respuesta de Thomas Hobbes a esta pregunta es inequívoca: no es la verdad sino la autoridad la que hace el derecho –o, como él dice: “Las convenciones, sin la espada, no son más que palabras”8–. En ausencia de una autoridad identificable investida del poder de enunciar el derecho internacional o de velar por su cumplimiento, el derecho internacional deja de ser un derecho y se reduce a una mera opinión. A menudo se olvida que, por chocante que pueda resultarles a los abogados y juristas internacionales abrumadoramente progresistas de nuestro tiempo, el mayor filósofo liberal del siglo XIX, John Stuart Mill, compartía esta conclusión. En respuesta a las críticas a la efímera Segunda República Francesa, que se había puesto del lado de los insurgentes polacos contra la dominación prusiana, Mill escribió en 1849 que “sólo es posible mejorar la moral internacional violando, en nombre de nuevos principios, las reglas establecidas”9.

Mill hablaba en un espíritu de solidaridad revolucionaria, en un momento en que el derecho internacional, desprovisto de cualquier dimensión institucional, era poco más que una fórmula hueca blandida por los dirigentes políticos para justificar acciones al servicio de sus intereses, y cuando aún no había abogados especializados en este campo. A principios de la década de 1880, Lord Salisbury pudo afirmar ante el Parlamento británico: “El derecho internacional en el sentido habitual de la palabra ‘derecho’ no existe. Deriva, en esencia, de las ideas preconcebidas de quienes redactan los manuales, y ningún tribunal de justicia puede aplicarlo”10. Un siglo después, la institucionalización estaba en pleno apogeo. A la Carta de las Naciones Unidas y la Corte Internacional de Justicia (CIJ) se habían unido una armada de abogados profesionales y una disciplina académica en constante expansión.

Según Carl Schmitt, el derecho internacional tal y como se desarrolló a partir de 1918 –cuya evolución seguimos experimentando en la actualidad– se caracterizaba por su naturaleza que era discriminatoria en profundidad11: las guerras libradas por los amos del sistema eran intervenciones desinteresadas destinadas a preservar el derecho internacional; aquellas libradas por cualquier otro eran empresas criminales que violaban ese mismo derecho. Desde entonces, este carácter distintivo se ha visto reforzado a dos niveles. Por un lado, hay un derecho que ni siquiera pretende tener aplicabilidad en el mundo real, lo que la convierte en una aspiración sin sustancia –es decir, pura y simple opinión–. Por otro lado, las potencias dominantes actúan más que nunca a su antojo, ya sea en nombre de o en desafío al derecho internacional. Además, recurrir a la agresión no es patrimonio exclusivo de las potencias, ya que se han visto guerras de invasión lanzadas de forma unilateral, eludiendo o infringiendo abiertamente las normas del derecho: Inglaterra y Francia contra Egipto, China contra Vietnam, Rusia contra Ucrania, por no hablar de actores de menor envergadura como Turquía contra Chipre, Irak contra Irán o Israel contra Líbano.

Un mal comienzo

En el mismo momento en que se creaba la ONU, máxima encarnación del derecho internacional cuyos estatutos consagran la soberanía e integridad de los países miembros, Estados Unidos se dedicaba a violar estos principios. A pocos kilómetros de la sede de la conferencia inaugural, un equipo de inteligencia militar estacionado en el Presidio, antiguo fuerte español convertido en base militar, interceptaba la mayor parte de los telegramas intercambiados entre las delegaciones y sus países de origen. Las comunicaciones descifradas llegarían a la mañana siguiente a la mesa del secretario de Estado Edward R. Stettinius, que las consultaba mientras tomaba el desayuno. Como describe alegremente el historiador Stephen Schlesinger al hablar de esta operación de espionaje sistemático, la ONU fue “desde el comienzo un proyecto de Estados Unidos, concebido por el Departamento de Estado, piloteado con habilidad por dos presidentes implicados en persona [...] e impulsado por el poder estadounidense”12.

Transcurridos 60 años, nada había cambiado. Aunque la Convención sobre Prerrogativas e Inmunidades de las Naciones Unidas, aprobada en 1946, estipula que todos los bienes y activos de la organización, “dondequiera que se encuentren y quienquiera que los tenga en su poder, gozarán de inmunidad frente a registros, requisas, confiscaciones, expropiaciones o cualquier otra forma de coacción ejecutiva, administrativa, judicial o legislativa”, en 2010 se descubrió que Hillary Clinton, entonces secretaria de Estado estadounidense, no tenía en cuenta esta norma. En un telegrama enviado en julio de 2009, había dado instrucciones a la Agencia Central de Inteligencia (CIA), al Buró Federal de Investigaciones (FBI) y a los servicios secretos no sólo para que obtuvieran las contraseñas y claves de cifrado del secretario general y de los embajadores de los otros cuatro miembros permanentes del Consejo de Seguridad, sino también para que recopilaran informaciones personales (datos biométricos, direcciones de correo electrónico, números de tarjetas de crédito, etcétera) de una multitud de funcionarios que ocupaban puestos clave y de dirigentes implicados en operaciones de mantenimiento de la paz o en misiones de contenido político. Naturalmente, ni Clinton ni el gobierno de Estados Unidos han tenido que rendir cuentas por esta burda violación del derecho internacional –que supuestamente protege su santuario: las Naciones Unidas–, al igual que ningún responsable político estadounidense ha sido cuestionado por las atrocidades cometidas durante las guerras de Corea y Vietnam.

Mateo Etchegoyhen durante la actividad “Poesía por Palestina: versos contra el Genocidio”, que reunió a decenas de poetas en la plaza de las Pioneras, Montevideo, el 20 de enero.

Mateo Etchegoyhen durante la actividad “Poesía por Palestina: versos contra el Genocidio”, que reunió a decenas de poetas en la plaza de las Pioneras, Montevideo, el 20 de enero.

Foto: Marina Pose

Justicia flechada

Creado en 1993 por el Consejo de Seguridad, el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia (TPIY) tenía como misión enjuiciar a los autores de crímenes de guerra cometidos durante el desmembramiento del país. La procuradora general canadiense, en estrecha colaboración con la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), se aseguró de que la mayoría de las condenas por limpieza étnica recayeran sobre los serbios, némesis de los estadounidenses y europeos, mientras que perdonaba a los croatas, armados y entrenados por Washington para llevar a cabo sus propias operaciones de limpieza étnica. En 1999 también se preocupó de excluir del ámbito de sus investigaciones todas las acciones cometidas por la OTAN durante su guerra contra Serbia, incluido el bombardeo de la embajada china en Belgrado. Esto no podía ser más lógico: como señaló el responsable de prensa de la OTAN, “el Tribunal fue creado por los países de la OTAN, que lo financian y defienden a diario”13. Una vez más, Estados Unidos y sus aliados utilizaban estos juicios para criminalizar a sus adversarios vencidos, al tiempo que se aseguraban de permanecer ellos mismos fuera del alcance de la Justicia.

Ocurrió exactamente lo mismo con la Corte Penal Internacional (CPI), creada a instancias de Washington, que jugó un rol crucial en su desarrollo a partir de 1998. Cuando se modificó un proyecto inicial de estatutos para ampliar el ámbito de acusación a los residentes de los estados no signatarios –lo que podría haber puesto a soldados, pilotos, torturadores y otros criminales estadounidenses en el punto de mira de la Corte–, la administración de Bill Clinton (1993-2001), furiosa, se apresuró a concluir acuerdos bilaterales con más de un centenar de países en donde estaba o había estado presente el Ejército estadounidense para proteger a los ciudadanos estadounidenses de tales enjuiciamientos. Por último, unas horas antes de abandonar la Casa Blanca, Bill Clinton dio instrucciones al delegado de Estados Unidos para que firmara los estatutos de la futura Corte, sabiendo perfectamente que esta decisión no tenía ninguna posibilidad de ser validada por el Congreso. Creada de manera oficial en 2002, la CPI, que cuenta con un personal muy conciliador, se ha negado, sin grandes sorpresas, a investigar las operaciones estadounidenses o europeas en Irak y Afganistán, reservando su ira para los países africanos, de acuerdo con la máxima tácita: un derecho para los ricos, otro para los pobres.

En cuanto al Consejo de Seguridad, garante (en teoría) del derecho internacional, su historial habla por sí solo. Mientras que la ocupación de Kuwait por parte de Irak en 1990 supuso sanciones inmediatas contra Bagdad, unidas a una respuesta militar que movilizó casi un millón de soldados, la ocupación israelí de Cisjordania se ha prolongado durante más de medio siglo sin que el Consejo mueva un dedo. En 1998-1999, al no conseguir que se votara una resolución que los hubiera autorizado a atacar Yugoslavia, Estados Unidos y sus aliados recurrieron a la OTAN, en flagrante violación de la Carta de las Naciones Unidas, que prohíbe las guerras de agresión. Kofi Annan, secretario general de la ONU designado por Washington, explicó con tranquilidad que, aunque la acción de la OTAN no hubiera sido legal, era por lo menos legítima. Cuatro años después, luego de que Estados Unidos y Reino Unido atacaran Irak esquivando el Consejo de Seguridad, donde Francia amenazaba con utilizar su derecho de veto, Annan consiguió que la operación se ratificara de manera retroactiva mediante la adopción unánime de la resolución 1483, que reconocía a estos dos países como “potencias ocupantes” y les aseguraba el apoyo de las Naciones Unidas. Se puede prescindir del derecho internacional a la hora de lanzar una guerra, pero resulta útil cuando se trata de legitimarla a posteriori.

En ninguna parte se hace más patente el carácter discriminatorio del orden mundial nacido de la Guerra Fría que en el Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares (1968), que reserva el derecho a poseer y desplegar bombas de hidrógeno sólo a los miembros permanentes del Consejo de Seguridad. Israel, pisoteando este acuerdo, se ha dotado desde hace tiempo de un vasto arsenal nuclear, pero está fuera de cuestión mencionar el tema. Al mismo tiempo, las grandes potencias sancionaron a Corea del Norte e Irán por pretender hacer lo mismo, en una elocuente ilustración de las paradojas del derecho internacional.

Bemoles

¿Significa esto que este derecho está desprovisto de toda universalidad en la práctica? No, porque es universal por lo menos en un aspecto: todos los estados del mundo lo utilizan para garantizar la inmunidad diplomática a su personal en el exterior –un principio que se respeta de manera incondicional, incluso cuando el país anfitrión declara la guerra al país representado–. Naturalmente, las embajadas de los grandes estados (y la mayoría de los más pequeños) están llenas de agentes empleados de forma exclusiva en misiones de espionaje, sin ninguna base legal. Tales incoherencias no contribuyen en absoluto a mejorar la imagen del derecho internacional.

Analizado desde un punto de vista realista, el derecho internacional no es ni verdaderamente internacional ni verdaderamente un derecho. No es, sin embargo, una cantidad despreciable, sino una fuerza esencialmente ideológica al servicio de la hegemonía y de sus aliados. Hobbes la llamaba opinión y la consideraba crucial para la estabilidad política de un reino: “El poder de los poderosos solamente se funda en la opinión y creencia del pueblo”14. Por muy fantasioso que pueda parecer, el derecho internacional no debe tomarse a la ligera.

Según Antonio Gramsci, el ejercicio de la hegemonía implica hacer pasar un interés particular por un valor universal –tal y como hace la expresión “comunidad internacional”–. Por definición, la hegemonía siempre supone una mezcla de coerción y consentimiento. En la arena internacional, la coerción suele escapar a la cuchilla de la ley, mientras que el consentimiento, si es que puede obtenerse, es necesariamente más frágil y precario. El derecho internacional sirve para disimular ese desajuste, ya sea proporcionando a los estados pretextos convenientes para excusar cualquier acción que les plazca emprender, ya sea envolviéndose en un manto de moralidad, en total desconexión con la realidad. También puede fusionar las dos posturas: no utopía o excusa, sino la utopía como excusa: la responsabilidad de proteger para legitimar la destrucción de Libia, la búsqueda del apaciguamiento para justificar el estrangulamiento de Irán, y así.

Sus defensores gustan de afirmar que es mejor tener un derecho del que en la realidad abusan los estados que no tener derecho alguno, invocando la famosa máxima de La Rochefoucauld: “La hipocresía es un tributo que el vicio paga a la virtud”. Pero bien podría invertirse el adagio y definir la hipocresía como la falsificación de la virtud por el vicio para ocultar mejor las intenciones maliciosas. ¿No es eso lo que demuestra el ejercicio arbitrario del poder por parte de los fuertes sobre los débiles, o las guerras despiadadas emprendidas o provocadas en nombre de la salvaguardia de la paz?

Perry Anderson, historiador. Una versión más extensa de este texto fue publicada en New Left Review, 143, Londres, setiembre-octubre de 2023. Traducción: Emilia Fernández Tasende.


  1. Francisco de Vitoria, Relecciones sobre los indios [1538-1539], Madrid, 1946. 

  2. Hugo Grocio, El derecho de la guerra y de la paz, Reus, Madrid, 1925. 

  3. Thomas Hobbes, Leviatán, parte II, “Del Estado”, cap. 30, “De la misión del representante soberano”. 

  4. John Locke, Dos tratados sobre el gobierno civil, cap. IV, “De la propiedad de las cosas”. 

  5. Emer de Vattel, El derecho de gentes, tomo I, cap. XVIII, “Del establecimiento de una nación en un país”. 

  6. James Lorimer, Principes de droit international, Bruselas/París, 1885 (1ª ed. 1883). 

  7. Carl Schmitt, El Nomos de la tierra, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1979. 

  8. Thomas Hobbes, Leviatán, parte II, “Del Estado”, cap. 17, “De las causas, generación y definición de un Estado”. 

  9. John Stuart Mill, La Révolution de 1848 et ses détracteurs, Librairie Germer Baillière, 1875. 

  10. Lord Salisbury, discurso en la Cámara de los Lores, 25 de julio de 1887. 

  11. Carl Schmitt, Die Wendung zum diskriminierenden Kriegsbegriff, Berlín, 1988. 

  12. Stephen Schlesinger, Act of Creation: The Founding of the United Nations, Boulder, Westview, 2003. 

  13. James Shea, 17-5-1999. 

  14. Thomas Hobbes, Behemoth. El largo parlamento, diálogo I.