Durante la campaña electoral Javier Milei planteó su propuesta de dolarización como estrategia para el ordenamiento de la economía argentina. Prometió que el ajuste que anunciaba como inevitable lo pagaría “la casta”. Apenas asumió, el 10 de diciembre de 2023, anunció algunas medidas. En primer lugar, una devaluación. Diez días después, la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, presentó el “Protocolo para el mantenimiento del orden público ante el corte de vías de circulación”, una reedición del protocolo antipiquetes que ella misma había establecido en marzo de 2016 [desde el mismo cargo en el gobierno de Mauricio Macri]. Esa misma noche, el presidente anunció un decreto de necesidad y urgencia (DNU) que reformaba cerca de 300 leyes, casi un golpe institucional. Y unos días después, el 27 de diciembre de 2023, envió al Congreso una ley ómnibus que, básicamente, implica una reforma constitucional de hecho y un pedido de poderes extraordinarios que supondría una concentración de decisiones nunca vista. Todas estas acciones entran en la cuenta de su legitimidad electoral: según la última encuesta de Zuban Córdoba y Asociados, el 45,9 por ciento atribuye la mala situación económica al gobierno anterior, aunque el 54,4 por ciento cree que el gobierno actual está yendo en una dirección incorrecta1.
Las decisiones oficiales tienen una orientación muy clara: reordenar la sociedad argentina en su conjunto. Todos los días los argentinos escuchan una noticia de cómo se está ejecutando el desmantelamiento del país que conocían hasta ahora, tal vez la mayor ofensiva de los sectores dominantes desde la última dictadura militar. La transformación societal que propone el gobierno no se limita a una transferencia significativa de ingresos de los sectores populares y medios a los grupos más concentrados, como ocurrió en la gestión de Cambiemos, la coalición de Macri (2015-2019). Más bien propone una transmutación total de la sociedad en sus aspectos sociales, culturales, económicos y políticos. Un “segundo tiempo”, como propuso Macri en su libro [Para qué, 2022], pero más radical, que implica no sólo un ajuste económico sino también el desmantelamiento de los dispositivos y estrategias de contención frente a la crisis, tanto los que llevan adelante las organizaciones sociales como los que gestiona el Estado.
Estrategias sociales frente a la crisis
La gravedad de la situación es total: no hay resto social para el ajuste. Como señaló Verónica Gago2, los sectores populares han logrado hasta ahora sortear la crisis apelando a dos estrategias: el endeudamiento por diferentes vías y la red de la economía popular, tanto por el trabajo que genera como por el acceso a comedores y merenderos.
Los trabajadores asalariados formales, en tanto, cuentan con las paritarias, que aunque no alcanzan a compensar la inflación, al menos evitan que el deterioro del poder adquisitivo sea mayor. Por eso los asalariados informales fueron quienes más perdieron en este tiempo debido a su exclusión de las instituciones laborales básicas, como el convenio colectivo o la paritaria3. Asimismo, la desocupación se mantiene, por el momento, en niveles bajos, mostrando que el problema es más bien la sobreocupación. ¿Cuántas horas más puede trabajar una persona?
Revisando entonces las estrategias de contención social frente a la crisis, parece evidente que el endeudamiento alcanza ya niveles insoportables. Pero además, entre las leyes que propone reformar el megaproyecto ómnibus está la desregulación del interés que pueden cobrar las tarjetas de crédito, que dificultaría el endeudamiento por ese medio y obligaría a recurrir a los canales informales, que cobran intereses todavía más altos. Como señala Gago, el endeudamiento se viene volcando a la compra de alimentos, medicamentos y alquileres, es decir, a sostener gastos corrientes.
Por otro lado, y aunque alguien podría pretender trabajar más horas, esto se vuelve difícil en un contexto en el que muchas personas acumulan más de un trabajo, sobre todo considerando que el DNU y la “ley ómnibus” plantean una reforma laboral de hecho que propone, entre otras cosas, eliminar las horas extras y modificar la jornada laboral. En otras palabras, las estrategias sociales que hasta ahora han funcionado como amortiguadores de la crisis parecen llegar a un límite.
El Estado frente a la crisis
Esta no es la primera crisis que atraviesa Argentina, ni el primer intento de profundizar el modelo excluyente heredado de la dictadura. Sin embargo, los gobiernos que impulsaron políticas de ajuste estuvieron dispuestos también a llevar adelante estrategias de contención, incentivos para que las organizaciones contribuyan con el Estado a sostener a la sociedad, o concesiones para que esas organizaciones desarrollen sus propias estrategias de contención.
Una revisión rápida de los dos últimos ajustes en Argentina nos lleva a enero de 2002, luego de la asunción de Eduardo Duhalde, y a diciembre de 2015, con Mauricio Macri. En ambas situaciones el ajuste se combinó con asistencia social y un fuerte dispositivo represivo. En el primer caso, luego de la devaluación asimétrica, el gobierno implementó el programa social de mayor despliegue de la historia, el plan Jefas y Jefes de Hogar Desocupados, que llegó a unos dos millones de personas. Al mismo tiempo, lanzó los Consejos Consultivos, a los que se incorporaron organizaciones como la Federación de Tierra, Vivienda y Hábitat y la Corriente Clasista y Combativa. El gobierno de Cambiemos, en tanto, reforzó el dispositivo de contención mediante diversas políticas sociales, como el plan Hacemos Futuro y el Salario Social Complementario que habían impulsado las organizaciones de la economía popular a través de la Ley de Emergencia Social. A fines de 2015, antes de la llegada de Macri al poder, había 207.842 titulares de programas sociales; en 2019 esa cantidad se había triplicado hasta llegar a 641.7624.
Milei, en cambio, se limita al dispositivo represivo, e incluso despliega un fuerte discurso de estigmatización de las organizaciones gremiales y sociales mientras desmantela áreas estatales que podrían ofrecer contención y amortiguar los efectos de la crisis.
El gobierno disolvió el Ministerio de Desarrollo Social y en su reemplazo creó la Secretaría de la Familia y la Niñez, que opera en la órbita del Ministerio de Capital Humano. Esto implica menos financiamiento, pero también una restricción de su capacidad de acción e injerencia. Junto con la desjerarquización del ministerio, se degradaron también la Secretaría de Economía Social y la Secretaría de Integración Socio-Urbana, esta última reconvertida en subsecretaría y transferida recientemente al Ministerio de Economía, sin funcionarios designados y desfinanciada por completo. De esta secretaría dependía, entre otros programas, Mi Pieza, un plan de obra pública para el mejoramiento habitacional. La parálisis de las obras en los alrededor de 5.500 barrios populares afectaría el trabajo de unas 70.000 personas, sin contar el trabajo indirecto que generaba.
El segundo eje tiene que ver con la dimensión alimentaria: aunque el gobierno mantiene la Tarjeta Alimentar y actualizó los montos, detuvo la provisión de alimentos a comedores y merenderos, a los que asisten cerca de diez millones de personas según datos proporcionados por la Unión de Trabajadores de la Economía Popular (UTEP). Dada la gravedad de la situación, la UTEP sostiene que es necesario declarar la emergencia alimentaria si consideramos que en diciembre pasado una familia tipo necesitó 500.000 pesos para no ser pobre y 240.600 para no caer en la indigencia.
Además de la disolución del Ministerio de Desarrollo Social y la falta de entrega de alimentos, el tercer eje tiene que ver con el deterioro del poder adquisitivo de los trabajadores de la economía popular. El gobierno, en efecto, dispuso el congelamiento del Salario Social Complementario, que quedó fijo en 78.000 pesos. Esta decisión se potencia con la desarticulación de los programas socioproductivos que generaban trabajo directo e indirecto. Por último, el 22 de enero se anunció que 27.200 titulares del programa Potenciar Trabajo serían dados de baja, sin un programa de reemplazo.
Contra el feminismo
Aunque disponen de paritarias, los trabajadores asalariados no están mucho mejor. El Ministerio de Trabajo también fue rebajado a secretaría, bajo la órbita del Ministerio de Capital Humano, conservando su nombre y a su vez con las secretarías convertidas en subsecretarías. La segmentación por sector laboral complica el panorama. Por un lado, algunos sindicatos –sobre todo los estatales como ATE, UPCN y SECASFPI, que nuclea a los trabajadores de la Administración Nacional de la Seguridad Social, Anses– enfrentan una fuerte ofensiva por la desestructuración de las áreas ministeriales y los despidos, que el gobierno justifica en su lucha contra “la casta”. Otros sindicatos, como el sindicato de prensa, Sipreba, o la Asociación Bancaria, se encuentran en un proceso de resistencia ante las amenazas del cierre de la Agencia de Noticias Télam y de los medios públicos y la privatización del Banco Nación.
Hasta ahora, las paritarias han sido claves para mantener el poder adquisitivo. Sin embargo, en algunas actividades de las ramas de transporte y logística (por ejemplo, en peajes), la discusión está trabada según el origen de la empresa, dependiendo de si es privada, estatal nacional o estatal provincial. El gobierno Nacional ofreció 16 por ciento de aumento y la provincia de Buenos Aires acordó un 25.
En un contexto de caída del ingreso real, el gobierno intenta reponer el pago de la cuarta categoría del impuesto a las ganancias, que implicaría aproximadamente una reducción del 25 por ciento de los ingresos, aunque el tema todavía deberá definirse en las negociaciones en el Congreso. Asimismo, desde el 1° de diciembre de 2023, por instrucción del entonces presidente Alberto Fernández, el salario mínimo, vital y móvil (SMVM) asciende a 156.000 pesos, sin que la gestión de Milei, en un contexto de altísima inflación, haya convocado todavía a una reunión del Consejo del Salario para discutir un nuevo aumento.
Finalmente, la prédica antifeminista se ha reflejado en una política de desmantelamiento del Ministerio de Mujeres, que se convirtió en la Subsecretaría de Protección contra la Violencia de Género, también dentro de Capital Humano, sin funcionario o funcionaria a cargo. El único programa que se mantuvo –sin la autorización de nuevas altas– es el Acompañar, orientado a mujeres y LGBTI+ en situación de violencia de género. Otros programas, como Registradas (orientado a disminuir la informalidad laboral en el servicio doméstico), Generar (que buscaba fortalecer la institucionalidad de género y diversidad en las provincias y los municipios) e Igualar (que apuntaba a reducir las brechas y segregaciones estructurales de género en el mundo del trabajo) van siendo dejados de lado. La decisión de abandonar estas políticas es grave, porque la experiencia muestra que las mujeres y diversidades sufrimos las crisis en mayor medida que los hombres.
Reiniciar el partido
Volviendo al comienzo, ¿cuál es entonces la estrategia de contención del gobierno frente al ajuste? Como vimos, el ajuste económico se profundiza con un ajuste de los dispositivos estatales que permitían contener la crisis en sus diversas dimensiones. Como me dijo un dirigente que consulté para esta nota, estamos retrocediendo 20 casilleros en la discusión.
En un conocido videojuego de fútbol, cuando el jugador pierde un partido el sistema le ofrece la posibilidad de reiniciar el partido. Eso parece ofrecer el gobierno: un ajuste brutal junto con la instalación de un debate en el que la libertad queda reducida a la libertad de mercado y el Estado retrocede más de un siglo. Si bien no es una disputa sólo local, sino una tendencia que atraviesa Occidente, esta estrategia omite tradiciones políticas, concepciones sobre lo público y formas estandarizadas de relación entre el Estado y la sociedad civil. Esto es lo que el gobierno –y los sectores que lo apoyan– no ven: los datos de la encuesta ya citada confirman que sigue existiendo un consenso en torno a que el Estado debe intervenir en áreas estratégicas. Por otro lado, el 80 por ciento de los encuestados manifestó que el ajuste no lo está pagando la casta sino la gente (ambas entidades abstractas, pero que se materializan a medida que se profundiza la crisis).
En este contexto, la multiplicación de los agravios infligidos en 50 días de gobierno ha generado una movilización transversal como hace mucho que no se veía, que incluye desde la CGT (Confederación General del Trabajo) y las dos CTA (Central de Trabajadores de la Argentina y Central de Trabajadores de la Argentina Autónoma) a las organizaciones de la economía popular y las mujeres, que han activado de forma temprana un plan de lucha para frenar esta dislocación total que se pretende imponer. Tal vez allí pueda encontrarse (otra vez) el germen de las nuevas estrategias de contención frente a la crisis.
Ana Natalucci, investigadora independiente del Conicet, directora del Observatorio de Protesta Social y docente de la Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires.
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Zuban Córdoba y Asociados, “Informe Nacional-Enero 2024. Los límites del consenso”, enero de 2024. ↩
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Verónica Gago, “¿Quién resiste más sacrificio?”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, enero de 2024. ↩
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Ana Natalucci y Ernesto Mate, “La Argentina que no llega a fin de mes”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, mayo de 2022. ↩
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Ana Natalucci y Ernesto Mate, “La experiencia de la CTEP: imaginando nuevas formas de integración social (2011-2019)”, Revista Miríada, Vol. 15, N° 19, 2023. ↩