Los sabores de una nación. De Gustavo Laborde. Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo, 2022. 313 páginas, 890 pesos.

Subtitulado “Cocina e identidad en la historia del Uruguay”, viene de obtener el Premio Nacional de Literatura 2023 en Obras sobre Ciencias Sociales, categoría edita, y de ser finalista en los Premios Bartolomé Hidalgo. Haber sido destacado por dos ternas de jurados habla de la merecida buena recepción de un libro que se disfruta de principio a fin, como uno de esos banquetes de la identidad que el autor, antropólogo y comunicador, analiza con mano de experto cocinero.

Sin prejuicios, Laborde se pregunta sin existe una cocina uruguaya y en la persecución de la respuesta empieza por desmitificar el carácter eurocéntrico de una cocina que, supuestamente, “bajó de los barcos” y pone de relevancia el aporte de los guaraníes. Ya que fue del ámbito misionero que llegó mucho de lo que estará en la mesa del país naciente. Desde la hoy olvidada carbonada –y sus variantes de olla con acento en el maíz– hasta elementos que se ha querido ver como gauchescos, pero que tienen una impronta indígena, como el mate, pero también el primer formato ganadero, con mucha incidencia misionera al norte del río Negro, insumo central para el criollísimo asado. En ese punto cabe destacar que el libro, además de involucrarse en los fogones, trabaja mucho en las capas sociológicas y antropológicas del país, sin desdeñar la historia económica y la historia a secas.

Después de plantear las narrativas culinarias y pasar revista a los principales libros de cocina del Uruguay naciente, analiza la formulación de la cocina criolla. En ese campo deja en evidencia el gauchismo de domingo que se fue construyendo con muchos intereses soterrados, incluso espurios, pero también la necesidad de los inmigrantes de abrazar esas narrativas para encontrar en lo criollo un espacio de integración.

Se fue formando en esos cruces, en lo que llegó, en lo que había y en lo construido, un espacio, en lo principal urbano, que permitió que empezara a hablarse de “cocina uruguaya”. Una instancia primero en tensión y luego, en cierta manera, superadora del gesto criollista. Los discursos, claro está, siguieron contaminándose y siguieron siendo un poco nacionales y bastante regionales. Así, el autor sitúa el país en su contexto geográfico y cultural, apoyándose siempre en referentes de la historia gastronómica y de la antropología, para ir cuestionando medias verdades asumidas como axiomas y para ir encontrando, en el trabajo de campo, herramientas para el análisis.

El capítulo final es el más audaz. Se anima con algo que aún no está definido por completo e intenta sentar ciertas bases de lo que algunos están intentando hacer en el campo del rescate de (lo que piensan que podrían haber sido) ingredientes autóctonos de una provisoria cocina imaginada. Se recuesta entonces en las vanguardias rochenses y se concentra en lo que él mismo ha llamado “la cocina nativa del Uruguay”.

Por su actualidad muchos encontrarán en este segmento las páginas más vitales de Los sabores de la nación, con sus incursiones a Rocha, sus indagaciones etnográficas, su narración de las aventuras comerciales de pioneras que fueron haciendo del camarón y del fruto nativo productos emblemas para comer de un modo novedoso. En ningún momento, sin embargo, el autor cede a la novelería, sino que siempre está amparado en su marco teórico (que explicita en una amplia bibliografía) sin que esto le quite agilidad a la prosa. Es de esos libros que a medida que se van leyendo requieren intercambiar con alguien en la sobremesa, discutir conceptos, añadir memoria, y que después de leídos dejan con ganas de cocinar y probar platos nuevos o volver a las comidas de la infancia.