En 1955 la cadena ABC transmite Man in Space [El hombre en el espacio]. Unos 42 millones de telespectadores miran este documental [de Ward Kimball] producido por los estudios Disney; la mitad de los estadounidenses lo habrá visto tras su retransmisión en 1956, y el 38 por ciento de ellos estimará que es posible ir próximamente a la Luna contra el 15 por ciento que lo pensaba en 19491. De las novelas de Julio Verne a Interestelar (Christopher Nolan, 2014), la ficción presenta la conquista del espacio como la realización de un sueño. La satisfacción de un deseo natural, universal, atemporal. Sin embargo, fue necesario generar un consentimiento respecto del espacio. Contribuyeron a este los resultados científicos que permitirían su exploración y la conciencia mundial originada por las imágenes satelitales de la Tierra. Así como la figura del astronauta y la construcción de su perfil heroico.

Los astronautas no sólo encarnan el viaje hacia el espacio en sí, sino también los valores de su país de origen. Yuri Gagarin, el primer hombre puesto en órbita en 1961 por la Unión Soviética (URSS), es elegido, sobre todo, por su modesto origen campesino y por un recorrido que coincide en mucho con el ideal del hombre soviético. Bellos, casados con lindas mujeres, leales, patriotas, blancos, estables en lo emocional, dispuestos a correr riesgos... En 1959 Estados Unidos selecciona a los siete astronautas del grupo Mercury Seven –los primerísimos– con esa misma idea de representar al pueblo estadounidense. Talentosos pilotos de caza, personifican la competencia en materia tecnológica, el sentido del deber y el coraje necesario para el cumplimiento de una misión sagrada al servicio de su país. Las multitudes los idolatran incluso antes de que hayan recorrido un solo kilómetro en vertical.

Sin embargo, aún no están del todo claros los criterios fisiológicos tenidos en cuenta para su selección. Los primeros testeos realizados por el National Advisory Committee for Aeronautics (el NACA, devenido National Aeronautics and Space Administration, NASA, en 1958), que debían acreditar su fiabilidad, parecieran haber sido concebidos para condicionarlos y humillarlos al máximo: son fotografiados desnudos, sometidos a diferentes aparatos intrusivos y a toda clase de experimentos. La idea misma de reclutar pilotos de caza no es obvia. Antes de que el presidente Dwight Eisenhower validara esta elección, se consideró de todo: jugadores de béisbol, trapecistas, alpinistas, médicos o profesores. Pero, a fines de los años 1960, la agencia buscaba en primer lugar un perfil de “superman ordinario”, según la fórmula del historiador Gerard DeGroot2: el yerno ideal y normal con el que todos pueden identificarse, de preferencia no demasiado exuberante. Por tanto, los pilotos son militares, dóciles, con las habilitaciones de seguridad adecuadas y familiarizados con los trajes presurizados.

Sus primeros pasos en el entorno emergente de la astronáutica no son sencillos. A inicios de la era espacial, los Mercury Seven se enfrentan al doble desafío de demostrar su utilidad tanto externamente, frente al público en general, como al interior, ante los científicos e ingenieros cuyas labores ya están establecidas. Los primeros seres vivos enviados al espacio por los estadounidenses fueron monos y para los astronautas se trata de explicar de qué modo su presencia allá arriba tiene mayor valor agregado que la de esos primates. La realidad del oficio se resume entonces a sentarse en una cápsula exigua y soportar turbulencias hasta la puesta en órbita. Una vez en el espacio, aún no es tiempo de juguetear en gravedad cero. Luego, vienen el descenso y nuevas turbulencias durante esta muy arriesgada operación de reingreso en la atmósfera terrestre. Los científicos, poco entusiasmados con la idea de preocuparse por sistemas de supervivencia para vuelos ampliamente automatizados, incluso piensan en drogar a los astronautas dentro de la cápsula, no para protegerlos de las molestias del viaje sino para evitar que aprieten el botón equivocado. A bordo, en ese entonces no tienen mayor autonomía que la de un pasajero de una compañía aérea clásica, quien es “autorizado a acomodar su asiento, su mesa y bajar o subir la ventanilla”, afirma de forma irónica DeGroot.

Sin mujeres en el espacio

A priori, la idea de hacer pública la vida de los astronautas no es bien recibida por los dirigentes políticos estadounidenses ni por los de la NASA. En un primer momento reacios a dejar que se filtre la imagen de sus pupilos en los medios de comunicación masivos, terminan, no obstante, por resignarse a ello al ver allí una clara ventaja para mantener el interés del público por el vuelo humano. Los Mercury Seven son autorizados a vender su imagen a Life en 1959, siempre y cuando la revista se ciña a sus vidas privadas y al apoyo incondicional de sus familias y de sus hijos respecto de sus peligrosas hazañas. Los numerosos amoríos extraconyugales, a pesar de ser bien conocidos por los periodistas, se mantienen en silencio. Por lo general, la vida de los astronautas es idealizada, mientras que sus tareas se amplían a lo que es apropiado llamar una “función promocional”: se van de gira y repiten sin cesar los mismos discursos en escuelas o durante seminarios de motivación en empresas...

En apenas algunos años, se transforman en íconos culturales: nuevos héroes que simbolizan la omnipotencia tecnológica de Estados Unidos, así como cierta idea de la masculinidad y de la virilidad. Los primeros trajes de astronautas del programa Mercury son pintados con atomizadores plateados para darles un aspecto más futurista. En el cine son expertos en combate cuerpo a cuerpo en el James Bond de 1967, Sólo se vive dos veces, y armados con láser en una escena épica de Moonraker en 1979, de la misma franquicia. Para la NASA aún está fuera de cuestión enviar mujeres al espacio, a pesar de rendimientos físicos similares, si no mejores que los de los hombres, y a pesar del primer vuelo espacial de la soviética Valentina Vladimirovna Tereshkova en 1963: habrá que esperar aún 20 años para que una estadounidense, Sally Rider, pueda ir.

Tras la conquista de la Luna, en 1969, la celebridad y el heroísmo no bastan para legitimar la presencia de astronautas en el espacio. Para cosechar un máximo de apoyo, la NASA necesita un nuevo relato y emplear metáforas que superen las habituales referencias a la frontera. Desde los años 1970, y más aún en los años 1980, este relato valoriza la rutinización del acceso al espacio (a bordo de la nave espacial) y su declinación humana, el astronauta como trabajador orbital, encargado de montar la estación y de realizar experimentos científicos a bordo. “Ir al espacio rima con ir al trabajo”, escribe la historiadora Valerie Neal3. Durante años los astronautas construyen estaciones en órbita, parte por parte, una actividad ilustrada por numerosas e incesantes imágenes. Del lado soviético, cosmonautas provenientes de países aliados son invitados a la estación Saliut, entre ellos el vietnamita Pham Tuan en julio de 1980, piloto que abatió un avión estadounidense B-52 durante la guerra de Vietnam y primer asiático en el espacio: la máquina simbólica funciona a todo ritmo. Desde la órbita constata los daños medioambientales producidos por el uso del agente naranja, un defoliante vertido por el ejército estadounidense sobre bosques vietnamitas y sobre cultivos destinados a la alimentación de 1962 a 1971.

En las décadas de 1980 y 1990 también se ve volar a más mujeres y personas no blancas. La NASA comprende a la perfección la necesidad de representar mejor la diversidad de la población en el espacio, mientras que las críticas avanzan a buen ritmo respecto de la utilidad de la nave espacial y, de un modo más amplio, de la ciencia en órbita. La idea de que cualquiera puede volar al espacio llega a su paroxismo en 1986 cuando la profesora de escuela Christa McAuliffe es seleccionada para un vuelo en el Challenger, con el objetivo de inspirar a los alumnos del país. La nave explota tras 73 segundos de vuelo. Es un drama nacional que recuerda que a pesar de la rutinización del vuelo espacial (aún lejos de haberse alcanzado), no es una actividad como cualquier otra.

Es necesario interpretar el rol actual de los astronautas en Estados Unidos, Francia e incluso China a la luz de estos acontecimientos. Como Gagarin y los Mercury Seven, el astronauta Thomas Pesquet ocupa hoy, en Francia, una triple posición de héroe, estrella y hombre común. Se es fan suyo de la misma manera en que se adora a la cantante Jenifer, al abate Pierre y al músico Jean-Jacques Goldman, siempre reconociendo que el hombre del espacio es fruto de una superselectividad. Así, este estatus de héroe moderno se combina de un modo perfecto con el ideal del hombre simple, al que se aprecia precisamente porque no acompleja a sus admiradores. En un libro en el que se preguntaba sobre la utilidad del viaje a la Luna, el filósofo Günther Anders ya señalaba que los astronautas eran “heroizados” tanto como “mediocrizados” porque, “para ser admirado como un héroe en las democracias de masa, los individuos deben tener una naturaleza tal, o al menos ser presentados de tal manera, que todo el mundo pueda reconocerse en ellos e identificarse”4.

Esos chicos de barrio están a la altura e inspiran seguridad, tanto por su capacidad como por su cercanía y su normalidad, a imagen del canadiense Chris Hadfield que, desde la estación espacial internacional, explica la importancia de vincularse con la gente, incluso “filmándose al afeitarse, tomando y comiendo maní en gravedad cero”5. Porque el astronauta del siglo XXI también es un influencer adepto a las redes sociales digitales, a pesar de que sus intervenciones estén muy restringidas por las líneas directrices de las agencias empleadoras: tener una actitud positiva, ceñirse a las declaraciones convenidas sobre la belleza de la Tierra y la fragilidad de su clima, no hablar demasiado de la contaminación debido al creciente número de escombros en el espacio. La astronauta italiana Samantha Cristoforetti decidió alentar a las jóvenes generaciones a interesarse por las carreras científicas: sirve de “modelo de identificación” (role model), en especial mediante una colaboración con la firma Mattel, que vende una muñeca Barbie con su imagen.

Millones de dólares diarios

Estos elementos explican por qué Thomas Pesquet, el hombre número 550 en ir al espacio –décimo francés–, goza, desde los años 2010, de una gran celebridad, mucho más fuerte que la de sus predecesores. Una celebridad orquestada a la perfección y coreografiada por la Agencia Espacial Europea (ESA). Ya sea que se trate de deportes, música o cuestiones caritativas como los Restos du cœur, Pesquet está en todas partes y cultiva esa imagen de tipo simpático al que razonablemente no se le puede reprochar nada. El astronauta sabe cómo actuar, despertando los sentimientos patrióticos o regionalistas con sus fotografías seleccionadas (Borgoña y sus vinos de reputación internacional “ampliamente” merecida; Bretaña, esa “silueta familiar” que sería un lindo protector de pantalla), revelando sus poéticos pensamientos acerca del cambio climático a la vez que inmortaliza los incendios en Grecia, Canadá, California o Turquía en 2021.

El doble rol de estrella nacional y embajador de los programas espaciales humanos presenta la ventaja de adaptarse a las diferentes reivindicaciones sociales que puedan emerger aquí y allí. La dirección de la NASA, por ejemplo, es lúcida por completo respecto de la falta de representatividad de sus astronautas que son, aun hoy, en su mayor parte, hombres blancos. Nadie lo expresa mejor que Lori Garver, administradora adjunta de la agencia de 2009 a 2013: “Diversificar la tripulación de astronautas brindará role models y alientos de esperanza para las personas que rara vez se ven representadas en posiciones como estas”6. En efecto, es por esta razón que Estados Unidos ambiciona enviar a la Luna a la primera mujer y a la primera persona “de color” en el marco del programa Artemis, que prevé el regreso de astronautas a la Luna en 2026. Tras haber seguido la línea de los actores de la pequeña y la gran pantalla, tras haber interiorizado las inquietudes ecológicas, la figura del astronauta podría encarnar el apaciguamiento respecto de las injusticias de género, raza y oportunidades.

En cuanto a saber para qué sirven los astronautas, sus estaciones, sus investigaciones, se trata, en efecto, de un tema recurrente. El costo diario en la estación espacial internacional se eleva a 7,5 millones de dólares por astronauta, incluido el lanzamiento, es decir 315.000 dólares por hora. Con este precio, resulta algo difícil de justificar por los estudios científicos llevado a cabo a bordo7. Un argumento a menudo empleado para encontrarles una utilidad consiste en recordar que fueron cinco visitas humanas desde la nave espacial las que permitieron reparar en órbita el telescopio Hubble en 1993. Sin embargo, eso se hizo, en su momento, al precio de la construcción y envío de siete telescopios similares...

Irénée Régnauld y Arnaud Saint-Martin, respectivamente, consultor y sociólogo. Autores de Une histoire de la conquête spatiale. Des fusées nazies aux astrocapitalistes du New Space (La Fabrique, París, 2024), del que se extrajo este texto. Traducción: Micaela Houston.

Punto uy

En su número del 18 de agosto de 1961, el semanario Marcha publicaba una doble página titulada “¿Qué utilidad tuvo el vuelo de Titov?”. Escribía Albert Ducrocq al inicio del artículo: “Para algunos, la circunvalación de la Tierra por el comandante Titov a bordo del ‘Vostok ll’ es sólo una proeza técnica y deportiva. Incluso los más entusiastas calculan mal cuánto les afecta el acontecimiento. Creo que les falta imaginación. La astronáutica no es un deporte espectacular, y aun menos una actividad marginal. Es el porvenir de la aventura humana, aun si a nuestra conciencia actual le cuesta concebir que haga falta buscar tan alto en el cielo la solución a los problemas de nuestra vida terráquea”.

Pasó el tiempo y cuando el primer latinoamericano llegó al espacio hacía seis años que Marcha estaba clausurada por la dictadura. El viaje lo protagonizó un cubano, Arnaldo Tamayo, que en setiembre de 1980 fue parte del programa espacial soviético. En 1985 fue el turno del mexicano Rodolfo Neri Vela, en este caso para Estados Unidos. En mayo de 2012 Franklin Chang, estadounidense y costarricense, con siete vuelos espaciales, se convirtió en el primer hispanoamericano en ingresar al Salón de la Fama de la NASA.

Alejandro Garbino es un médico y físico que investiga las caminatas espaciales en el Centro Espacial Johnson de la NASA y alguna vez fue señalado como “el uruguayo más cerca de ser astronauta” (El País, 30-7-2015). A su vez, en 2019, su compatriota Ana Mosquera estuvo encerrada 45 días en un simulador estadounidense que buscaba obtener información sobre cómo se comportaría el organismo de una astronauta en un viaje a Fobos, una de las lunas de Marte.


  1. David Meerman Scott, Richard Jurek, Marketing the Moon: The Selling of the Apollo Lunar Program, The MIT Press, Cambridge, 2014. 

  2. Gerard DeGroot, Dark Side of the Moon: The Magnificent Madness of the American Lunar Quest, Vintage, Londres, 2008. 

  3. Valerie Neal, Spaceflight in the Shuttle Era and Beyond: Redefining Humanity’s Purpose in Space, Yale University Press, New Haven, 2017. 

  4. Günther Anders, Vue de la Lune. Réflexions sur les vols spatiaux, Héros-Limite, Ginebra, 2022. 

  5. Olivier Dessibourg, “L’exploration spatiale n’a rien de magique, c’est juste de l’exploration”, Le Temps, Ginebra, 22-5-2016. 

  6. Lori Garver, Escaping Gravity: My Quest to Transform NASA and Launch a New Space Age, Diversion Books, Nueva York, 2022. 

  7. Donald Goldsmith y Martin Rees, The End of Astronaut: Why Robots Are the Future of Exploration, Harvard University Press, Cambridge (Massachusetts), 2022.