Mesas cuadradas, azulejos naranjas, escaleras estrechas de hierro forjado. A primera vista, el pequeño comedor no parece gran cosa. Pero Steki Pinoklis es toda una institución en Atenas. Esta taberna es famosa por sus conciertos, que se disfrutan hasta altas horas de la noche mientras se saborean manjares tradicionales, una cerveza o un vaso de raki. El gerente, plantado detrás del mostrador frente a la humeante parrilla de la cocina, no es muy elocuente. Vestido de negro, con una gorra atornillada a la cabeza, impone silencio a los clientes demasiado ruidosos con un gesto de la mano. Aquí, o se canta o se calla. Un método que parece haber demostrado su eficacia: en Atenas, todo el mundo está de acuerdo en que no hay mejor lugar para escuchar rebétiko.
El rebétiko es un conjunto de expresiones musicales tradicionales que se extendió por toda Grecia en el siglo pasado, convirtiéndose en parte fundamental de la identidad del país. Aunque hay muchos relatos sobre la aparición de estas formas y pocas pruebas históricas en las que basarse, los especialistas coinciden en que nació en la década de 1920 como consecuencia del éxodo rural de campesinos arruinados y la emigración masiva de refugiados griegos expulsados de Turquía al final de la segunda guerra greco-turca en 19921. Este choque de culturas y la mezcla musical resultante se extendieron con rapidez a los suburbios de las recién urbanizadas ciudades de Atenas y Tesalónica, así como a las afueras de puertos como El Pireo. Cantan la precariedad de estas vidas en rápida transformación, los avatares de la existencia y las convulsiones sociopolíticas de la época. Y todo con la ayuda de dos aliados emblemáticos: el buzuki (un instrumento de mango largo compuesto por tres pares de cuerdas y una caja de resonancia en forma de pera) y su hermano menor, el baglama (un buzuki en miniatura de unos 30 centímetros, afinado una octava más arriba).
Bajo la dictadura de Ioannis Metaxas (1936-1941), el rebétiko fue calificado de inmoral y los “rebetes”, sus practicantes, perseguidos, acusados de llevar una vida disoluta e incitar al desenfreno. El motivo eran las letras que cantaban, sobre el hachís y los encontronazos con la policía o la miseria de las vidas en los márgenes. Instrumentos rotos, letras censuradas: las raíces orientales del rebétiko se consideran contrarias a los valores de Grecia, que el gobierno alineaba con los de Occidente2. Sin embargo, el género perduró de manera clandestina, y los baglamas, más manejables, circulaban a escondidas.
Durante la Segunda Guerra Mundial y la ocupación alemana, la crudeza de la vida cotidiana fue una nueva fuente de inspiración: en 1941, el compositor Vassilis Tsitsanis (1915-1984) escribió “Domingo nublado”, una oda a la melancolía con tintes baudelairianos. La canción se convirtió en un éxito. Denunciando, entre otras cosas, la impotencia de los individuos ante una sociedad injusta, la traición del poder y la desigualdad, las quejas del rebétiko son políticas, casi a su pesar.
Después de la guerra, las letras se orientaron hacia temas más convencionales, como el amor y el dolor de la pérdida. El rebétiko dejó de estar confinado a los pequeños antros de los bajos fondos, empezó a sonar en las tabernas elegantes de Atenas, y la industria musical se apoderó del género, que acabó despojándose de todas sus connotaciones incendiarias. En los años 1950, la misma élite que lo había despreciado empezó a abrazarlo. Hoy, nadie en Grecia discute este marcador de identidad cultural y geográfica, que une las regiones del país a pesar de sus particularidades musicales o políticas. En 1984, Tsitsanis recibió un funeral de Estado a escala excepcional, y desde 2017 el rebétiko figura en la lista del patrimonio cultural inmaterial de la Unesco.
Se puede oír incluso en uno de los temas de culto de la película Pulp Fiction (1994), de Quentin Tarantino. “Misirlou” (palabra que deriva del árabe y el turco que significa “la egipcia”) pasó por varias versiones en rebétiko en los años 1920 y 1930, culminando en la versión orquestada en jazz de Nikos Roubanis en 1943, que se convirtió en el estándar entre las varias grabaciones realizadas por la diáspora griega en Estados Unidos, en especial en Nueva York. La canción se volvió un éxito con la versión instrumental en guitarra eléctrica de Dick Dale en 1963, seguida por la de los Beach Boys al año siguiente, antes de la versión de Pulp Fiction 30 años más tarde. Música nacional ancestral, el rebétiko se encontró así en el centro de una gran producción estadounidense, convirtiéndose en un elemento de marketing de una industria cultural hegemónica.
A taberna llena
Este lunes por la noche, Fotis Vergopoulos, reconocido intérprete de buzuki, actuará en Steki Pinoklis en dúo con Yannis Niarchos, quien hará la voz y tocará la guitarra. Antes del concierto, tomando una copa, los músicos repasan el orden de su performance, que dura varias horas. El set comienza con taximia, una especie de introducción a ritmo libre, donde las canciones se armonizan a dos voces. En busca de la reinvención, Vergopoulos da protagonismo a los solos y otras áreas de improvisación. Mientras que en los años 1970 y 1980 el objetivo era imitar a la perfección los íconos del rebétiko, los músicos actuales se permiten un cierto margen de libertad para reinterpretar este repertorio del pasado. Sin distorsionar los textos ni estructuras originales, los intérpretes de renombre pueden existir por sí solos, con un virtuosismo que nada tiene que envidiar al de sus mayores. A medida que el restaurante se va llenando, nuestra conversación vira con rapidez hacia las virtudes del silencio. Aquí, el rebétiko se escucha de un modo casi religioso, sin duda debido a un cierto uso social de la música. “El músico es el médico del corazón”, resume Stefanos Floras, artista franco-griego. “En Francia, la condición de artista se defiende a menudo en términos políticos, pero sigue siendo una categoría aparte. Aquí, el músico tiene que estar en contacto con la gente, produciendo varias veces por semana contenidos artísticos inseparables de la sociedad y sus males”. En 2010, en plena crisis económica, el rebétiko estaba en todas partes y la gente seguía acudiendo a las tabernas. Hoy, Atenas sigue siendo la excepción en Europa: son pocas las capitales en donde se puede escuchar música en vivo hasta tan tarde, en cualquier lugar de la ciudad, de lunes a domingo.
Porque el rebétiko es más que un entretenimiento: funciona como una válvula de escape. “Hay un júbilo, una comunión que emana de la interpretación de estas penas”, subraya el especialista Nicolas Pallier. Cuando se instaló en Atenas en 2011, el movimiento de ocupación de las plazas estaba en pleno apogeo y las emblemáticas melodías del rebétiko sonaban en las asambleas y resonaban en las manifestaciones. Cautivado, desarrolló una pasión por el género y su historia y actualmente trabaja en la traducción de una biografía de Markos Vamvakaris (1905-1972), una de sus figuras de referencia. “Lo que fascina del rebétiko es la brecha entre la expresión del sufrimiento y el placer que produce a cambio: la inquietante sencillez de las letras, por muy serias que sean, y las melodías, con su juego de ecos y repeticiones, pueden hacernos sentir eufóricos rápidamente”. Según Haroula Tsalpara, cantante y acordeonista cada vez más conocida, este repertorio es único porque consigue mezclar sentimientos opuestos. “Incluso existe una palabra para designarlo: harmolypi”, acuñada a partir de las palabras tristeza y alegría. “Y los lugares donde vienen a escuchar este organismo vivo que es el rebétiko concentran la gracia de la vida social: comida, alcohol, música, baile. En Grecia, la taberna funciona como el corazón de una forma diferente de pensar, más cercana a lo humano, bien lejos del pensamiento prefabricado de ciertos grandes proyectos de la industria musical”.
Con la leyenda en el aparador
En su amplio apartamento situado en las inmediaciones del parque Pedion tou Areos, en pleno centro de Atenas, Panagiotis Kounadis exhibe las reliquias de otra época. En los años 1960, este coleccionista que ahora tiene 80 años creó una asociación para volver a poner en escena las grandes leyendas del rebétiko, y su colección seguirá trabajando por su memoria mucho después de su muerte. Carpetas, archivos, recortes de prensa de todo tipo abarrotan las estanterías y hay decenas de modelos de gramófonos por doquier. El lugar es un auténtico museo, con el añadido del polvo y los gatos echados en el sofá. Incluso hay una habitación dedicada a un archivo de más de 10.000 discos, la pieza central de esta colección. El fervor con que Kounadis hizo campaña por esta memoria contribuyó al resurgimiento del género en los años 1970 y 1980 (el rebétiko había caído en desgracia en los años 1950, superado por su derivado más reciente y ligero, el laiko). Hoy, este anciano de espeso bigote blanco es un testigo vivo de otra época, cuando el rebétiko, espejo de pronunciadas divisiones políticas, aún podía expresar la protesta popular. Ciertas figuras icónicas llevaban la voz del pueblo: Mikis Theodorakis es un ejemplo de ello. Este compositor de sinfonías, óperas y música de cine incorporó, de manera bastante tardía, elementos del rebétiko a su música, pero su alto perfil jugó a favor del género a fines de los años 1960. “Theodorakis tenía mucho interés en que ciertas piezas volvieran a ser tocadas por los trabajadores, los rostros de un proletariado sin el cual el rebétiko no existiría”, cuenta el historiador Olivier Delorme. “La derecha se escandalizaba, pero en aquel momento el mensaje caló: estos artistas creían en la música como medio de poder para educar a las masas”.
Hoy en día no hay ningún discurso político detrás de la escucha o la práctica del rebétiko. “Ya no es un marcador eficaz”, afirma Nicolas Pallier. “Antes, la burguesía se espantaba ante este imaginario popular. Ahora, son muy pocos los círculos sociales en los que se sigue despreciando este estilo”. Sin embargo, hay una seriedad en estas letras que contrasta con las letras más ligeras del laiko, un trasfondo político casi involuntario que parece gustar, a su pesar. “El rebétiko es la única música griega que trata sobre la justicia para todos y la igualdad de oportunidades”, explica Stelios Papadopoulos, cantante y buzuquista. “Pobreza, inmigración, drogas, muerte, enfermedad: tanto los intérpretes como el público encuentran consuelo y equilibrio en la verdad de estas letras”. Hoy en día es difícil atribuir un sesgo político al rebétiko, pero la mayoría de sus seguidores quieren recuperar el espíritu subversivo de los primeros tiempos. “Es como volver a aprender tu idioma materno, redescubrir tu identidad”, analiza Haroula Tsalpara. “Formar parte de esta comunidad de artistas también significa defender un modelo anticapitalista que existe sin tener que gritarlo a los cuatro vientos”. En su nacimiento en los años 1920, el rebétiko representó la primera revolución cultural de la clase obrera, “un evento político clave”, afirma Argiris Nikolaou, músico comprometido en términos políticos. Pero reconoce que el género no está exento de limitaciones: “No logra señalar culpables o proponer una solución articulando un pensamiento político efectivo, aunque representa una resistencia frente a los subproductos artísticos del imperialismo cultural que contaminan la industria musical”.
La herida de la identidad
A las paredes de Pi Steki, de color verde manzana, rosa pálido y marrón glasé, no les vendría mal una mano de pintura. Pi Steki es un centro autogestionado en el norte de Atenas que propone diversas actividades para todo público. Angelos Skouras, músico de una larga cabellera castaña recogida en una coleta, dicta una clase de buzuki todos los viernes por la tarde a precio libre. A sus 36 años, se define músico profesional, pero dice que se gana la vida arreglando equipos electrónicos en un estudio en el centro de la capital. Esto no sorprende a nadie: aquí, como en todas partes, la única forma de salir adelante en un contexto socioeconómico agobiante es arreglárselas y ayudarse mutuamente. Esta noche son diez los músicos que rasguean sus instrumentos, intentando traducir en acordes las notas escritas en la gran pizarra blanca. Sobre la mesa, ceniceros medio llenos, botellas de coca cola y vasos de plástico llenos de vino tinto. A medio camino entre una escuela y una casa ocupada, este centro comunitario apunta a unir a la gente en torno a valores comunes e intereses compartidos, y el buzuki es uno de ellos. Este instrumento emblemático ha tenido una carrera accidentada, por lo menos sorprendente. Prohibido por las autoridades en los años 1930, hoy es motivo de orgullo nacional. Su ambivalente historia resuena con la del rebétiko y, por extensión, con la de Grecia y su herida entre Oriente y Occidente.
Al principio, los buzukis de Anatolia no tenían trastes, esos elementos metálicos que se encuentran en los mangos de las guitarras, mandolinas y banjos que marcan los intervalos entre las notas. Como mucho, utilizaban trastes móviles (berdèdes), colocados de manera irregular en medios y cuartos de tono, los intervalos típicos de las escalas orientales, más complejas. En Grecia, en la década del 1920, los instrumentos fueron “trasteados” por los luthiers según intervalos y una cuadrícula que permitía tocar las principales escalas occidentales, denominadas “templadas”. Esta modificación empobreció las posibilidades musicales, pero facilitó la armonía con otros instrumentos europeos, en particular la guitarra. Por eso, quienes pretenden borrar una influencia turca o persa impopular atribuyen al buzuki ancestros de la Grecia Antigua como la pandura, cuando en realidad desciende en igual medida del saz, ese laúd oriental que desempeñó un importante rol en la cultura otomana. La historia del rebétiko ha estado marcada por desacuerdos sobre su uso y sus orígenes, que reflejan el recorrido de la identidad colectiva de Grecia.
A menudo descrita como la “mala alumna de Europa” y otras como la “potencia de los Balcanes”, a caballo entre dos orillas, dos historias y dos continentes, Grecia siempre ha navegado entre Oriente y Occidente, apoyando los valores occidentales para socavar su cercanía con una Turquía en declive, o, por el contrario, afirmando su historia oriental cuando se desploma la confianza en la posibilidad de la integración europea. Esta división existencial y geopolítica se refleja en el rebétiko. La prohibición de los años 1930 se basó, sobre todo, en sus influencias orientales. En 1949, el compositor Manos Hadjidakis le dio sus cartas de nobleza comparándola con la tragedia griega: como ella, lograría unir letra, música y danza y sería, así, “auténticamente griega”. En ese entonces, y hasta su entrada en la Comunidad Económica Europea en 1981, Grecia hizo hincapié en sus tradiciones antiguas, señalando que fue la “cuna de la democracia occidental”. En los años 1980 se produjo un cambio de rumbo, al agotarse la fascinación por Europa, y un retorno a ciertas raíces otomanas, sobre todo a través de instrumentos como el laúd árabe.
Hoy, los griegos, tanto de forma individual como colectiva, aceptan esta doble identidad. Esta evolución forma parte de un trabajo anterior sobre la memoria de Turquía y ciertas subculturas que quedaron deliberadamente fuera del relato nacional. “Hasta la década del 1950, se quiso suprimir el aporte de los refugiados de Anatolia y la doble cultura greco-turca para afirmar una identidad griega ‘pura’”, analiza Olivier Delorme. “El redescubrimiento de esta herencia llegó más tarde, con la segunda generación en busca de sus raíces. Un recorrido más bien clásico: los descendientes directos quieren olvidar e integrarse, mientras que los nietos buscan justamente recordar”. Aun hoy, ahondar en el pasado no tiene nada de neutro, y optar por revisitar Turquía demuestra una sensibilidad en gran medida política. La música puede ser un vehículo para esta búsqueda del recuerdo, sirviendo como recordatorio de que los griegos de hoy no son todos originarios del territorio actual. “Uno de cada cuatro griegos es descendiente directo de un refugiado”, señala Delorme. “¡Hay que imaginarse un millón y medio de inmigrantes en un país de sólo cuatro millones de habitantes! Las tragedias de la Grecia contemporánea están más o menos ligadas a esta desestabilización inicial de la sociedad por una afluencia de personas que provenían de familias que tenían una buena situación social y llegaron a un país en donde no eran nada”. Al cantar este exilio y desarraigo, el rebétiko sigue hablando.
En constante reinvención
El rebétiko no ha perdido ni un ápice de su relevancia quizás porque ilustra a la perfección estos bucles temporales y el ritmo interno de su país. Logra la proeza de ser algo que a la vez está inmóvil y en movimiento: inmutable, sacralizado, intocable y, al mismo tiempo, en constante reinvención, modificado por la historia, su público, la evolución de la sociedad y el nivel técnico de sus intérpretes. Sin desembocar en ninguna lucha política tangible, esta música refleja la dificultad de salir del estancamiento, de convertir la desesperación en rabia. “Durante ocho años, desde el referéndum de 2015 y la traición que le siguió3, todo el mundo ha bajado los brazos”, afirma Nicolas Pallier. “Hay luchas microscópicas aquí y allá, pero nadie parece creer en una lucha posible. La clase política ha invisibilizado demasiado la resistencia y ha aplastado demasiado a la gente. En febrero de 2023, la catástrofe ferroviaria de Tempe [una colisión entre dos trenes que causó 57 muertos y puso de manifiesto los problemas estructurales de la red ferroviaria del país] provocó un resurgimiento de la rabia y la movilización, pero en general la gente ya no tiene nada para dar”. Maltratados por un gobierno que liquida los logros sociales y los condena a la precariedad y al trabajo informal, las nuevas generaciones parecen tener una sensibilidad particular para el rebétiko. Entre los jóvenes hay una convicción que se repite de manera incansable: Grecia siempre estará en crisis. Y cada vez que hay una crisis, el rebétiko está allí: nunca falla.
Copélia Mainardi, periodista. Traducción Emilia Fernández Tasende.
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NdR: Tragedia cantada en el disco Mikra Asia (Asia menor, 1972) por Giórgos Ntaláras y Haris Alexiou en base a composiciones de Apostolos Kaldaras. ↩
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Élèn Cohen, Rébètiko, un chant grec, La Simarre, Christian Pirot, Joué-lès-Tours, 2008. ↩
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Situación reflejada en la película Adults in the room (2019), de Costa-Gavras, disponible en Netflix con el título A puertas cerradas. ↩