La declaración del toque de queda en Haití el 2 de marzo, ante una crisis de seguridad que incluyó la fuga de más de 3.000 pesos de su principal cárcel, volvió a colocar a ese país del Caribe en las noticias. La asonada la encabezó el líder pandillero Barbacue, de quien la revista Lento publicará este mes un perfil escrito por Jon Lee Anderson. Aquí, un relato de ficción del traductor al francés de la saga del comisario Montalbano1 parece sugerir que el camino al infierno está empedrado de conexiones.

El dolor era cruel, el calor lo aturdía y el olor de las alcantarillas, la carroña y la podredumbre vegetal se amontonaban sin fundirse en una atmósfera confinada. El hedor le daba ganas de vomitar y no podía ver nada, sólo la oscuridad de abajo, donde sus pies se hundían en una sustancia viscosa, y la oscuridad de arriba. Entonces hubo un breve destello allá encima y una voz dijo, tartamudeando:

– ¡Acá no a...aa...agarra, acá no agarra!

Paul giró la cabeza y respondió:

– Andate entonces, Simón, andá más lejos, buscá un lugar donde puedas llamar. Me duele.

– No te puedo dejar... dejarte solo en el fondo… en el fondo de este agujero, Paul. Voy a intentar bajar.

– ¡No! Así de borracho te vas a romper la cara vos también, está demasiado resbaladizo y además no vas a poder volver a subirme. Debo haberme roto algo, la puta madre mi pierna. Me duele.

– No es p...prudente que me vaya lejos.

– No hay nadie en la calle, apurate Simón, te lo ruego, buscá un lugar en donde agarre y llamá a Bigote.

Paul intentó incorporarse, soltó un grito de dolor y, de repente, tras haber intentado con calma hasta entonces, esta vez articuló bien a pesar de la borrachera que se le pegaba a la lengua y estalló.

– ¿Vas a hacer lo que te digo? –gritó.

– Ok, ok, no te enojes, ahí v...voy.

– Ya era hora.

Paul hizo una mueca de dolor y fastidio. “Bigote, llamá a Bigote”, refunfuñó. El reflejo de un expatriado en Haití: ¡ayuda, tío Bigote! Cuando le habían presentado al sargento de gendarmería, sus bigotes negros le habían hecho sonreír por dentro, de tanto que se parecían a los de los policías de los grabados anarquistas del siglo XIX. “¡Muerte a la yuta, muerte a la cana!”, pensó mientras le tendía la mano con una gran sonrisa. Ahora, aquellos adornos peludos se convertían para él en lo que ya eran para cientos de franceses de la isla: el símbolo de la protección paternal que el Estado francés extendía a sus ciudadanos por todo el planeta Tierra. Era en sus puntas dobladas donde los expatriados franceses depositaban sus esperanzas cuando los zenglendos2 rodeaban su quinta, o cuando acababan de asaltarlos en un retén, o cuando les habían robado la 4x4 en algún rincón perdido de la ciudad en el que su deber de ayudar a las poblaciones en peligro les generaba un alto salario. Bigote, encargado de la seguridad de la embajada, había estado presente en varios lugares en donde la diplomacia de la patria de los derechos humanos se había ilustrado a fines del siglo XX, como en Ruanda, durante el genocidio de los tutsis, o en Camboya, durante el golpe de Estado de Hun Sen. El gendarme ponía una cara compungida cuando se le preguntaba por lo primero, y una mirada socarrona cuando se le preguntaba por lo segundo (se rumoreaba que tenía algo que ver con el hecho de que el embajador en Phnom Penh estuviera convenientemente fuera del país en el momento del golpe y del misil disparado contra su oficina). Hacía excelentes carnes a la parrilla en el jardín de su espléndida quinta y, como le insistía a cada recién llegado, tenía el teléfono prendido las 24 horas del día.

***

Una nueva puntada en la pierna convenció a Paul de moverse. Recorrió la oscuridad con las manos y sus dedos tocaron una superficie húmeda y dura e identificó un bidón. Consiguió sentarse, lo que le alivió al instante la pierna herida. Este asiento improvisado le recordó su visita del día anterior al pueblo del bossmétal, los artesanos que hacían prodigiosos encajes de metal barnizado representando figuras del panteón vudú a partir de las tapas y los fondos de los dwuons, los bidones de nafta.

Para este tipo de visitas, Paul iba acompañado por Simón. Simón, que trabajaba en el Instituto Cultural Francés, declaraba su amor por la cultura del país y “la extraordinaria creatividad de un pueblo que parece que producirá más escritores y artistas que cualquier otra mercancía comerciable en el mercado internacional”. De hecho eso era lo que intentaba hacer, en paralelo a las obligaciones de su trabajo: identificar a los futuros Laferrière, Frankétienne o Trouillot3 entre los estudiantes de escritura del Instituto, tratar de ponerlos en contacto con editores franceses y convertirse con el tiempo en su agente; identificar a los artistas en medio de la producción masiva de “pintores ingenuos” destinados al público turístico que serían absorbidos por las galerías parisinas; e identificar las obras hechas a mano que las tiendas de Arles o Miami revenderían por diez o 100 veces su valor de compra. Se llevaba un porcentaje por sus esfuerzos, por supuesto: quería poner “el comercio al servicio del arte y la cultura”, sostenía y parecía creérselo.

Los sentimientos de Paul hacia él eran contradictorios, pero como dibujante en un viaje subvencionado por una beca del Ministerio de Asuntos Exteriores, apreciaban tener un guía que lo ayudara a orientarse en un país que le era a la vez profundamente extraño y amablemente familiar. Desde el avión, no le costó distinguir el territorio de Haití del de la República Dominicana. Esta última ocupaba dos tercios de la isla que comparten los dos Estados y estaba casi totalmente cubierta de campos y bosques. El otro tercio, donde habían desembarcado, era casi todo tierra desnuda. ¿Dónde había ido a parar la vegetación haitiana?, le preguntó a Simón en el taxi, a lo que Simón respondió “Ya lo vas a ver”, y bastaron unos diez minutos de tráfico interminablemente caótico para que interrumpiera su charla anunciando: “Ahí termina el verdor de Haití”. Atravesaban una zona en la que hombres negros trabajaban bajo una negrura redoblada, con la piel reluciente de hollín y sudor y la espalda doblada bajo bolsas de carbón con el borde atado a la frente. En esta atmósfera de hollín poblada de siluetas oscuras, espesada hasta el horizonte por el humo de los braseros, una angustia profunda se había apoderado de él, profundamente nueva, y reaccionó sacando su libreta de dibujo. Mientras Simón le explicaba que la deforestación de Haití se debía a la fabricación de carbón de vegetal, único combustible para las clases bajas, es decir la inmensa mayoría de la población, se puso a dibujar.

Desde entonces, nunca dejó de hacerlo. Simón, cuya pasión por el país era sincera y su erudición incuestionable, se volvía a menudo verborrágico. Mientras hablaba de la geopolítica de la droga, del exterminio de los cerdos negros autóctonos en beneficio de los cerdos rosas estadounidenses, del clérigo que defendió al pueblo contra un déspota corrupto que a su vez se convirtió en un déspota corrupto4, de las consecuencias catastróficas hasta nuestros días del rescate impuesto por Francia en 1825 a su excolonia para hacerle pagar su independencia, de la presencia contemporánea de la jerarquía pigmentaria derivada de la nomenclatura de Louis-Élie Moreau de Saint-Méry5, Paul dejó que su atención vagara y se dedicó a dibujar los objetos de la vida cotidiana del pueblo haitiano, el sustrato concreto de sus vidas.

Ahora, en las profundidades de su agujero negro, el vértigo del alcohol volvía a medida que el dolor de la pierna se hacía más agudo, a Paul le parecía que el tiempo no pasaba. En un gesto que se le había vuelto instintivo, buscó bajo su remera la cartera en la que tenía un fajo de gourdes haitianos, sus documentos y tarjetas de crédito y, sobre todo, su libreta de dibujos. Le hubiera encantado hojearlo, detallar los bocetos y releer los pies de foto.

La barra de jabón que se vende en la vereda: lavarse y lavar la ropa en los ríos y lagunas, actividad al aire libre para una población que en su mayoría no tiene acceso individual al agua; el azúcar en bolsas de papel marrón: contiene unas treinta cucharaditas, suficiente para endulzar seis tazas para un haitiano; el diente de ajo se vende por pieza y el cubito de caldo deshidratado también; la carretilla, enorme y pesada, tirada y empujada por dos hombres, evoca inevitablemente los tiempos de la esclavitud; el pequeño almohadón para llevar objetos sobre la cabeza: se lleva todo lo posible a imaginable en la cabeza; el tacho de plástico blanco con su tapa: para ir a buscar agua en las largas filas al lado de los caminos, una tarea reservada primero a las niñas, luego a las mujeres y por último a los niños; la fosa en medio del campo: a veces se utiliza para secar el café; las cintas, mariposas y bolitas de plástico de colores en el pelo de las niñas de camino a la escuela; el carbón vegetal que se vende en una lata oxidada; el machete del campesino solitario de mirada sombría que ve pasar la 4x4 que transporta al dibujante; los sombreros de las señoras muy elegantes y dignas, cada una sentada en un burro apenas más grande que un perro (van de dos en dos); el turbante de la dueña del hotel del Cabo Haitiano y sus zapatillas, que desde el alba oigo frotar contra el suelo; las pirámides de naranjas, verdes y grandes como pomelos, con un jugo delicioso; las pirámides de cáscaras de naranja enrolladas en bolas perfectas, alineadas a lo largo de la ruta y en los mercados, usadas en las mermeladas, y también producto de exportación, cuyo mayor comprador es Cointreau; los trozos de caña de azúcar, descortezados a pedido; los minúsculos peces de color aluminio que se secan al sol y las moscas; el “lomo de burro”, obstáculo muy peligroso que se agrega a los montones de piedras y agujeros que hacen que la ruta y las veredas sean tan peligrosas, sobre todo de noche.

Sobre todo, de noche cuando uno está borracho. Aquella noche, Simón había ido a buscar a Paul a su hotel y, siguiendo lo que se estaba convirtiendo en un ritual bisemanal, lo había llevado a cenar a su casa antes de alargar la velada con unas copas. Cada vez, Paul se sentía culpable por haber aceptado, debería trabajar en la novela gráfica que había desarrollado en los talleres que había impartido en las Alianzas Francesas, pero la negra noche que caía de repente a las seis de la tarde, el silencio sepulcral que se apoderaba de la residencia con seguridad donde se alojaba, sólo interrumpido por jadeos y ladridos provenientes de la calle y la implacabilidad muda de los innombrables insectos sobre los mosquiteros lo sumían en una ansiedad paralizante. Era mejor remitirse a los alegres bocinazos de Simón, que ya no se molestaba en anticipar con una invitación formal durante el día.

***

Como siempre, los ingredientes de la comida, servida por Capucine, la cocinera evangélica originaria de Jérémie, provenían del supermercado que estaba únicamente reservado al personal de las embajadas y a los ejecutivos de las ONG de la ONU: boeuf bourguignon australiano, precedido de una ensalada de salmón orgánico y palta, noruego el primero y californiana la segunda, con un queso camembert bien francés para cerrar, todo regado con un burdeos chileno y, después del café italiano, unas copas de ron Barbancourt, única concesión a los productos locales. Cuando se fueron, el guardia de la quinta dormitaba en su cabina, con la frente apoyada en el cañón de su pistola, como congelado en el acto de volarse los sesos. Tras saludarlo —los modales democráticos sirven también para despertarlo—los dos compinches habían dejado el calor sofocante del jardín para entrar en el aire acondicionado instantáneamente helado de la todoterreno blanca con patente diplomática en la que iban a recorrer los 400 metros que los separaban del centro de Pétion-Ville.

Durante el viaje, la conversación tomó un cariz menos amistoso de lo habitual. Mientras Simón, manejaba, prendiéndose un porro, Paul tuvo la mala idea de preguntar:

– ¿Nunca comés comida haitiana?

Simón le dio una calada al porro y la soltó riéndose:

– Ah, ya sabés, uno se aburre en seguida de la malanga y el joumou. ¿Querés que desayune spaghetti con salsa de tomate?

La pregunta había sido formulada con un tono tan hosco que Paul, desconcertado, permaneció en silencio.

– Porque ya sé lo que estás pensando –prosiguió Simón–. Que los expatriados vivimos en una burbuja, que acá no servimos para nada, que con nuestros sueldos abultados podríamos mantener a dos docenas de familias haitianas. ¿Qué querés que hagamos, que los dejemos a su suerte con sus líderes corruptos, sus zenglendos y sus criminales internacionales?

Paul no respondió. En la oscura noche de las calles de Pétion-Ville, las vidrieras de los negocios que seguían abiertos despedían retazos de luz violenta. El dibujante pensaba en su incursión del día anterior en una comisaría. Un representante de la Micivih, la Misión Civil en Haití, que le había presentado su mentor, se había ofrecido a acompañarlo. El funcionario de la ONU estaba ahí para informarse sobre la suerte de uno de los líderes de una asociación que, ante la evidente falta de viviendas, había ocupado un gran terreno con el objetivo de construir una serie de viviendas populares. La acción contó inicialmente con el apoyo del alcalde local de Aristide6. Pero luego perdió su puesto y el propietario del terreno, la familia Meuse, una de las más ricas de Haití, consiguió el apoyo de Aristide, y el activista fue encarcelado bajo un pretexto falaz. En las celdas de la policía, donde los detenidos podían permanecer hasta seis meses, estaban tan hacinados que pasaban los días en cuclillas sin nunca poder acostarse. Cuando todos aquellos rostros negros se giraron hacia él a través de los barrotes, Paul se dio cuenta de que le habían permitido acompañar al representante occidental de derechos humanos sin pedirle ningún documento, simplemente porque era blanco. Por el mismo motivo, pensó, por muchas transgresiones que pudiera cometer, estaba seguro de que nunca se encontraría en la situación de quienes lo observaban: “A 200 años de la revuelta de Toussaint Louverture, aquí estoy, en la piel del blanco libre frente a negros encarcelados en condiciones inhumanas (y no puedo decir que me sienta más tranquilo cuando recuerdo cómo el pueblo haitiano sabe amontonarse en los tap-taps o taxis compartidos más allá de lo que yo podría soportar)”.

Paul no dijo nada de todo esto. Se conformó con fumar una calada del porro y después, cuando hubieron llegado a Le Petit Paris, y una vez pedidos los gin tonics, le habló a Simón sobre los loas7 del vudú y, más concretamente, sobre las diferencias y disputas entre el Barón Samedi y el Barón Cimetière, entre Ogún y Papa Legba. Pero pronto lo que pasaba en una mesa cercana llamó la atención de los dos hombres. Cuatro mujeres jóvenes celebraban a una quinta, copas en mano, alrededor de una torta con forma de falo: una despedida de soltera. Las teces blanquecinas las situaban claramente muy arriba en la jerarquía de Moreau de Saint-Méry, y los elegantes vestidos confirmaban que pertenecían a la clase dirigente haitiana. Con sus abundantes cabelleras y gestos gráciles ligeramente afectados, las mulatas eran hermosas y les lanzaban largas miradas, riéndose detrás de sus uñas alargadas. “Creen que somos gays”, dijo Simón. Paul se abstuvo de preguntar: “¿No lo somos?”. Lo que siguió fue una comedia del tipo que se ve en todos lados: Simón levanta el brazo, el dueño —otro francés bigotudo— lleva un champán a las damas de parte de la mesa de al lado, las copas se levantan a la distancia, la distancia nunca se cruza y las cinco bellezas se van de repente, apenas saludan al pasar, con sus suntuosos labios rebosantes de morbo recién descubierto, los dos varones siguen tomando, abatidos, hasta que los echan, y ¿dónde mierda dejé el auto? Unos pasos al azar en la noche haitiana y...

***

Y heme aquí, en el fondo del agujero, recapituló Paul. Su celular había quedado en el fondo de la valija porque no funcionaba en esta parte del mundo. No tenía ni idea de la hora que era, pero el tiempo empezaba a parecerle eterno. “Los autos marcados con el logotipo de la ONU, que parecían traer consigo un soplo de aire fresco, ya no encarnaban a los ojos de la gente de la calle más que la arrogancia de una burbuja de riqueza que les estaba herméticamente cerrada”, objetó pensando en Simón, cuya ausencia empezaba a irritarlo seriamente. Contra la creciente marea de ansiedad, volvió a pasar en su mente las hojas de su libreta. El cuaderno escolar, que todas las tardes tienen en sus manos cientos de adolescentes que aprovechan la iluminación de las tiendas y las Alianzas Francesas para leer y repetir en voz alta las lecciones que tienen que aprender de memoria; la pistola de bombeo de calibre 12, utilizada por los guardias afuera de bancos, tiendas, domicilios particulares e incluso pastelerías; la caja de helado picado con jarabe, decorada con la inscripción “Dios salva”; las proclamaciones de fe en todo: “Dios me espera exprés”, nombre de un barco, “Cristo única esperanza – Salón de peluquería”, “Gracias Jesús” en un taxi colectivo, “Jesús primero, Fotocopia Tratamiento de Textos Cosméticos”; la tarjeta MCI para llamar a la persona amada (un dólar el suspiro).

A esa altura Paul sintió que las lágrimas le corrían por las mejillas y estaba a punto de gritar cuando alguien lo llamó. Reconoció la voz al instante: ¡Bigote! “Te vamos a sacar de ahí”, anunció con calma.

Con el intenso alivio que siguió, llegó un torrente de pensamientos contradictorios de los que no pudo desprenderse hasta que estuvo sentado en la 4x4 de la embajada, después de ser extraído de las oscuras entrañas de una isla de la que en este momento no podía decir si amaba con locura o si odiaba. La odiaba. Sus pensamientos se nublaban. Mientras le clavaban una aguja en el muslo, pensó muchas cosas, y tal vez fuera el efecto de los analgésicos, pero pensó que estaba equivocado, después de todo: con gente como Bigote, muchos Bigotes, y muchos Simones bienintencionados, y vehículos blancos marcados con logotipos humanitarios o de seguridad, Haití saldría pronto del agujero. Por supuesto, sería difícil que una clase política cleptómana renunciara a sus privilegios, que las mafias mundiales aflojaran el cerco, que funcionarios de la ONU con sueldos de ejecutivos estadounidenses convencieran a jueces que cobran 100 veces menos de renunciar a la corrupción, que los representantes de una economía mundial que había destruido el campo consiguieran que se aceptaran sus soluciones, pero se lograría. Era el último año del siglo XX. Paul estaba dispuesto a apostar a que en los diez primeros años del XXI la ayuda de la ONU y las ONG, con todos sus defectos, haría por fin mella definitiva en la inseguridad y la miseria. Con esta bella esperanza, se durmió.

Serge Quadruppani, traductor, novelista y ensayista. Sus últimas publicaciones son: Maldonnes, Métailié (2021) y Une histoire personelle de l’ultragauche, Divergences (2023). Este relato de ficción está basado en las notas que tomó durante una visita a Haití en 1999. Traducción: Emilia Fernández Tasende.

Bruno Widmann

Nacido en Montevideo en 1930 y fallecido en la misma ciudad en 2017, Widmann obtuvo la Medalla de Oro en el XXX Salón Nacional, en 1966, entre otros reconocimientos. Una antología de su obra se podrá ver en el Museo Nacional de Artes Visuales del Parque Rodó desde el 14 de marzo al 16 de junio. Una de las piezas ahí seleccionadas ilustra estas páginas, sin relación directa con el tema, siguiendo una costumbre de estos primeros dos años de Le Monde diplomatique, edición Uruguay.


  1. Novelas policiales de Andrea Camilleri (1925-2019). Todas las notas son de la redacción. 

  2. Ladrones armados. 

  3. Escritores haitianos publicados fuera de fronteras. Existe edición argentina de la obra de Dany Laferrière (Mitologías americanas, El cuenco de plata, 2021; traducción de Javier Ignacio Gorrais). 

  4. Referencia al sacerdote Jean-Bertrand Aristide, presidente de la República de Haití en 1991, de 1994 a 1996 y de 2001 a 2004, conocido por haber denunciado la violencia del régimen de François Duvalier (1957-1971) y de su hijo Jean-Claude (1971-1986). 

  5. Abogado esclavista que clasificó las 128 combinaciones del mestizaje negro-blanco en nueve categorías. 

  6. Ver nota anterior. 

  7. Espíritus de la religión vudú.