Desde su llegada al poder, diez años atrás, el primer ministro indio, Narendra Modi, está llevando a cabo un proceso caracterizado por darle un enfoque étnico a la democracia, que persigue a los musulmanes, y por el surgimiento de una forma de autoritarismo que socava al conjunto de las instituciones.

El éxito electoral de Narendra Modi en 2014 se basa en la combinación inédita de un estilo populista y del hindutva. Este nacionalismo hindú tiene como matriz el Rashtriya Swayamsevak Sangh (Asociación de Voluntarios Nacionales, RSS), un movimiento nacionalista con aires paramilitares nacido en 1925 que tenía por vocación fortalecer a los jóvenes hindúes, tanto en el plano físico como en el moral, para “resistir” a los musulmanes acusados de poner en riesgo a la mayoría.

Modi se unió al RSS de niño, dedicó su vida al movimiento (al punto de no vivir con su esposa y de no embarcarse en ninguna otra carrera profesional): superó todos los escalafones hasta convertirse en el principal dirigente en Guyarat, su provincia de origen, en donde tomó las riendas del gobierno en 2001. Al año siguiente presidió un pogromo antimusulmán que tuvo como resultado alrededor de 2.000 víctimas. Fue parte de una estrategia de polarización religiosa que le permitió ganar las elecciones regionales en diciembre de 2002. Alcanzó logros comparables en 2007 y 2012, convirtiéndose en el candidato natural de su partido, el Bharatiya Janata Party (Partido del Pueblo Indio, BJP), para el puesto de primer ministro en 2014.

Sin embargo, Modi rompió con el acento que el RSS ponía sobre la disciplina colegiada. Buscaba protagonismo y se esmeró en conectar directamente con “su” pueblo: en vez de apoyarse en la red de militantes, multiplicó las reuniones en las que desplegaba su arte oratorio. Creó su propio canal de televisión, hizo un uso asiduo de las redes sociales e incluso recurrió a una técnica revolucionaria: los hologramas, que le permitieron llevar a cabo la misma reunión en cientos de lugares diferentes al mismo tiempo. Mejor aún, distribuyó máscaras con su imagen para lograr que sus partidarios fueran mejor identificados. De este modo, saturó la escena pública de manera tal de encarnar al pueblo, con mayor facilidad porque él mismo procede de ese origen, pero limitado a la mayoría hindú, a la que enfrenta contra un único objetivo: los musulmanes.

Tanto en 2014 como en 2019, lo que es llamado la “Moditva” –la hibridación de la ideología de la derecha nacionalista, la hindutva, con el personalismo que desarrolló Modi– triunfó en las elecciones gracias a que el BJP arrasó en el norte y en el oeste. Este éxito le permitió al primer ministro imponer su voluntad tanto al RSS como al BJP, cuyos diputados le debían su elección. Desde entonces el gobierno está compuesto únicamente por sus seguidores y el Parlamento se transformó en una cámara de registro.

Control total

Las demás instituciones tampoco resisten a este fenómeno, comenzando por la Corte Suprema, conocida por su independencia. Desde el verano boreal de 2014, Modi intentó una reforma constitucional con el objetivo de cambiar el modo de designación de los jueces, hasta entonces seleccionados por sus pares reunidos en un Colegio, en una forma de cooptación que desagradaba a toda la clase política. Hoy en día esta selección es realizada por un comité de cinco personas. Si bien la Corte Suprema finalmente declaró este proyecto inconstitucional, Modi logró su cometido ya que su gobierno nombró, entre los jueces seleccionados, sólo a aquellos que le convenían. Desde entonces, la Corte se resignó a proponer sólo candidatos susceptibles de convenirle al poder.

La sociedad experimenta el mismo sometimiento, sobre todo la enseñanza superior, barriendo con la creatividad y vitalidad intelectual que caracterizaban a la India. Las universidades públicas sufren el dictado de presidentes elegidos de forma sistemática entre los miembros o simpatizantes del movimiento nacionalista hindú. Los financiadores de instituciones privadas –la mayoría de ellos procedentes de círculos empresariales– están bajo presión, la que trasladan a los académicos. En efecto, un industrial no puede permitirse el lujo de perder la simpatía del poder.

Mil y una pequeñas maniobras permitieron diezmar a la oposición. Las más comunes toman la forma de un ajuste fiscal o de una investigación policial y se llevan a cabo con diversos pretextos para intimidar a los miembros del Partido del Congreso (centroizquierda) o a las asociaciones regionales. ¿El objetivo? Alentar a los opositores a abandonar su familia política para unirse al BJP, lo que también puede implicar el otorgamiento de una cartera ministerial u otra ventaja si la “presa” lo justifica. Los opositores que eligen las zanahorias conocen el garrote: la mayoría de las veces en forma de procesamientos que podrían llevarlos a prisión o al congelamiento de las cuentas bancarias de sus asociaciones.

A pesar del autoritarismo del gobierno de Modi, las elecciones siguen siendo el método para designar a los líderes políticos. Los países que hoy experimentan una trayectoria comparable están procediendo de la misma manera, ya sea la Turquía de Recep Tayyip Erdoğan o la Hungría de Viktor Orbán. La organización de elecciones tiene dos ventajas principales. En primer lugar, permite reclamar el estatus de democracia, “la más grande del mundo”, dicen los medios de comunicación occidentales sobre la India. En segundo lugar, Modi –al igual que Erdoğan u Orbán– apuesta por las elecciones porque su legitimidad, como la de todos los populistas, proviene de ellas: el mandato del pueblo lo autorizaría a aplastar a los demás centros de poder, en particular, a aquellos garantes del Estado de derecho. ¿Cómo podría el Poder Judicial, por ejemplo, atreverse a levantarse contra aquel que es el pueblo? Aquí la legitimidad prima sobre la legalidad.

No obstante, el riesgo que corre Modi al someterse al juego electoral es calculado. En primer lugar, porque las instituciones que supervisan el proceso han perdido su esplendor. La comisión electoral, que en el pasado complicó la vida de muchos primeros ministros, se muestra dócil desde que los funcionarios que la dirigen sufren las mismas presiones que los opositores políticos. Ya nadie imagina, por ejemplo, que un líder del BJP sea multado por haber recurrido a argumentos religiosos en el marco de su campaña. No obstante, es ilegal.

Modi también sabe que puede contar con un poder financiero incomparable durante las campañas. El BJP habría gastado casi 3.000 millones de euros en 2019, es decir, casi tanto como el conjunto de todos los demás partidos. Para alcanzar estas cifras, el gobierno de Modi aprobó una ley en 2017 que establece un sistema que garantiza el anonimato de los donantes, los electoral bonds (bonos electorales). En 2024, la Corte Suprema declaró inconstitucional esta práctica –una decisión antigubernamental como la que el Tribunal no había tomado desde 2015– pero cuyo efecto es cuestionable porque el State Bank of India (el organismo por el que pasan los fondos) ha solicitado un largo plazo antes de revelar los nombres de los donantes. Incluso si este sistema llegara a su fin, el BJP todavía se beneficiaría de otros canales de financiación privada, sin mencionar los considerables drenajes que el gobierno realiza al sector público para financiar sus campañas.

Dinero y panóptico

En el sector privado, el dinero proviene de un puñado de empresarios que gozan de la condición de oligarcas. Ayudan al poder financiándolo a cambio de innumerables prebendas y a través de los medios de comunicación que poco a poco van controlando. En 2022, el último canal de televisión masivo que todavía se atrevía a ser crítico respecto de Modi, New Delhi Television (NDTV), quedó bajo el control del cuarto hombre más rico del mundo, Gautam Adani. Periodistas que gozaban de gran popularidad lo abandonaron tan pronto como se convirtió en la voz de su dueño.

Los canales de televisión y los grupos de prensa se sumergen en la autocensura ante las primeras presiones para evitar las visitas de agentes fiscales o las redadas de la Policía que sufren rectores universitarios y líderes de la oposición.

Este sistema de poder se basa en una red de militantes disciplinados que fueron formados dentro del RSS. Su principal tarea es ejercer una forma de vigilancia cultural sobre el terreno. El blanco preferido de estos “vigilantes”: los musulmanes, a quienes se les impide juntarse con jóvenes mujeres hindúes en las universidades o en la calle en nombre de la lucha contra la “love jihad” (supuesta estrategia de los musulmanes que tendría como objetivo seducir a las mujeres hindúes para incitarlas a convertirse y casarse con ellas); a quienes se esfuerzan por (re)convertir al hinduismo; a quienes se les impide establecerse en barrios mixtos (de ahí su creciente guetización); a quienes se persigue en las autopistas del norte de la India cuando se sospecha que están llevando una vaca (animal sagrado en el hinduismo) al matadero... Todas estas prácticas han desembocado en ocasiones en linchamientos de sorprendente violencia, filmados y transmitidos en las redes sociales.

Supervisados por el movimiento nacionalista hindú, estos militantes trabajan en concierto con el partido-Estado en el que se está convirtiendo el BJP. Así, este panóptico social ofrece al Estado una profundidad ciudadana sin precedentes: más allá de la administración, el mantenimiento del orden (cultural) está garantizado por militantes a los que únicamente les falta el uniforme y que sirven de relevo a quienes llevan uno.

Esta transformación de la esfera pública nos lleva a cuestionar los efectos reales que podría tener una eventual alternancia: ciertamente la oposición, si ganara las elecciones, podría cambiar las leyes aprobadas por el BJP, pero ¿cómo evitar que quienes se erigen como defensores del hinduismo sigan actuando como policías en las calles? La primacía de lo legítimo sobre lo legal podría seguir siendo la regla si la mayoría hindú se mantuviera apegada a los dogmas que el BJP estableció como imperativos.

Christophe Jaffrelot, director de investigación en el Centro de Investigaciones Internacionales, Sciences Po-Centro Nacional de Investigación Científica, autor de L’Inde de Modi. National-populisme et démocratie ethnique, Fayard, París, 2019 y Modi’s India – Hindu Nationalism and the Rise of Ethnic Democracy, Princeton University Press, 2021. Traducción: Micaela Houston.

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Dominación colonial

En su thriller histórico L’attaque du Calcutta-Darjeeling (Liana Levi, 2019), el novelista Abir Mukherjee investiga la sociedad colonial india tras la Primera Guerra Mundial. La agitación independentista provocó entonces una fuerte reacción de las fuerzas armadas de Su Majestad. Con cinismo, un comerciante de Londres expone su análisis de la situación a un policía:

“Si me preguntan mi opinión, los nativos violentos no son los peores. El verdadero peligro proviene de aquellos que predican la no violencia. Quizás lo llamen ‘no cooperación pacífica’, pero en realidad es una guerra económica. El boicot a los tejidos ingleses, por ejemplo. Es desastroso para la profesión. [...] Y esto no ocurre sólo aquí en Bengala, sino en todo el país. Y lo peor es que no podemos hacer nada al respecto. [...] Como comerciante textil puedo asegurarle que no tengo la más mínima simpatía por ellos [los independentistas]. Como irlandés, en cambio... [...] ¿Sabe usted cuántos británicos hay en India, capitán? [...] 150.000. No más. ¿Y sabe cuántos indios hay? Le diré, 300 millones. ¿Y cómo cree que 150.000 británicos mantienen bajo su control a 300 millones de indios? [...] Por su superioridad moral. Para que un número tan pequeño domine a un número tan grande, los dominantes deben proyectar un aura de superioridad sobre los dominados. No sólo superioridad física o militar, sino también moral. Más importante aún: los súbditos deben, por su parte, creerse inferiores; que por su propio bien necesitan ser dominados. Parece que todo lo que hemos logrado desde la Batalla de Plassey [1757, el acto fundacional del dominio británico sobre India] ha tenido como objetivo mantener a los nativos en su lugar, persuadiéndolos de que necesitan que los guiemos y los eduquemos. Su cultura debe ser presentada como bárbara, su religión como basada en dioses falsos, incluso su arquitectura debe ser vista como inferior a la nuestra. ¿Por qué, si no, construiríamos el Victoria Memorial, esa enorme monstruosidad en mármol blanco más grande que el Taj Mahal?”.