Es como el juego de las siete diferencias, pero al revés. Más que buscar lo disímil en dos dibujos casi idénticos, hay que detectar los puntos comunes en imágenes dispares, pero que involucran tantos detalles que siempre se podrán encontrar ciertas similitudes. Los tiempos de beligerancia se prestan, en particular, a este ejercicio. Analistas y responsables en la toma de decisiones rastrean en el pasado cualquier acontecimiento que pueda estar emparentado de algún modo con la situación actual.
Desde hace dos años, la guerra en Ucrania ha sido comparada con la Primera Guerra Mundial con el pretexto de que también tuvo lugar en trincheras llenas de barro; con la crisis de los misiles en Cuba (octubre de 1962), que amenazaba de igual modo a la humanidad con un holocausto nuclear; con todas las intervenciones exteriores de la Unión Soviética (Berlín en 1953, Budapest en 1956, Praga en 1968, Kabul en 1979); con la guerra Irán-Irak entre dos Estados vecinos (1980-1988); con la guerra de Kosovo, que pretendía una liberación del control serbio... Volodimir Zelenski y sus comunicadores sobresalen en este juego. La hambruna de 1933, el Gran Terror estalinista, los conflictos en Afganistán, en Chechenia o Siria, incluso el accidente de Chernóbil: cada tragedia histórica le trae a la mente a Zelenski la invasión a su país. El presidente ucraniano sabe incluso adaptar las referencias a su público. Ante el Congreso estadounidense, evoca los atentados de Pearl Harbor y los del 11 de setiembre de 2001. Ante los diputados belgas, cita la batalla de Ypres. En Madrid, la Guerra Civil española y la masacre de Guernica. En la República Checa, la Primavera de Praga1.
Cuanto más dramático es el acontecimiento, más eficaz la analogía, que despertará empatía para lograr más adhesión. Por eso la Segunda Guerra Mundial figura, de manera lógica, a la cabeza de las referencias. Vladimir Putin sólo jura por “la Gran Guerra Patria”; todos sus enemigos son “nazis”. Pero [desde el lado opuesto] el presidente ruso se es comparado él mismo con Adolf Hitler, Mariupol se compara con Stalingrado, la anexión de Crimea con la de los Sudetes... Con la sempiterna referencia a los Acuerdos de Múnich de setiembre de 1938, cuando Francia y Reino Unido acordaron con la Alemania nazi la entrega de esa región de Checoslovaquia al Tercer Reich con la esperanza de frenar sus apetitos expansionistas. Convertido en sinónimo de cobardía y de traición, el episodio sirve desde entonces para descalificar a los defensores del “apaciguamiento” o del más mínimo compromiso ante la escalada bélica, aquellos que se opusieron a la intervención franco-británica en Suez en 1956, a la guerra de Vietnam en los años 1960, a la guerra del Golfo en 1990-1991... Incluso al general De Gaulle se lo trató de “munichois” [muniqués] por haber firmado los Acuerdos de Evian que pusieron fin a los combates en Argelia.
Malos historiadores
Esta avalancha de analogías no tiene sólo un efecto retórico. La elección de las comparaciones tiene peso a veces en las decisiones estratégicas mismas. El politólogo Yuen Foong Khong demostró así hasta qué punto el recuerdo de Munich impregnaba el pensamiento de los dirigentes políticos estadounidenses durante la guerra de Vietnam, pero no sólo sus discursos, sino también sus reflexiones y debates, al punto de que esto justificaba ante sus ojos la necesidad de una intervención militar. Si hubieran pensado en la experiencia francesa en Indochina en los años 1950 y en la derrota de Dien Bien Phu, señala el investigador, tal vez habrían visto a ese país como inexpugnable, lo que los habría llevado a una mayor prudencia. Pero “los dirigentes políticos son malos historiadores”, escribe. “Su repertorio de paralelismos históricos es limitado, por lo que eligen y aplican las analogías equivocadas”2.
La referencia a Munich tiene una pertinencia inversamente proporcional a su omnipresencia en el debate público. En particular en lo que respecta a Ucrania. Es cierto que una guerra motivada por una invasión vuelve a afectar a Europa. Pero más allá de este rasgo común, todo difiere. En primer lugar, las fuerzas presentes: la Alemania nazi disponía de una potencia militar mucho más amenazante que la Rusia contemporánea y era capaz de conquistar en algunos meses Checoslovaquia, Polonia, los Países Bajos, Bélgica y Francia. Por su parte, las tropas de Putin no lograron tomar Kiev tras dos años de combates, y vemos con dificultad cómo podrían multiplicar los frentes y enfrentarse con la Organización del Atlántico Norte (OTAN). En segundo lugar, los objetivos estratégicos: Hitler, que había teorizado sobre la falta de territorio de la Alemania nazi, no podía con seriedad suponerse amenazado por una alianza militar hostil, a diferencia de Putin. Nada podía frenar las ansias de expansión del canciller alemán, y Édouard Daladier lo entendió a la perfección: al firmar los acuerdos de 1938, el jefe del gobierno francés buscaba ante todo ganar tiempo para preparar a su ejército para un enfrentamiento ineluctable. Era una estrategia que contaba con el apoyo de casi toda la clase política –a excepción de los representantes comunistas, un socialista, Jean Bouhey, y un diputado de derecha, Henri de Kérillis–. Por último, también difiere el contexto internacional, con un mundo más interdependiente, donde el equilibrio entre las potencias se encuentra alterado por la amenaza nuclear.
Considerando todas estas divergencias, parece absurdo inspirarse en Múnich para iluminar la situación contemporánea. Pero en materia de comparaciones históricas, en general se pasan por alto las desemejanzas. Ahora bien, “la percepción de las diferencias es quizás el objeto más importante –aunque con demasiada frecuencia el menos buscado– del método comparativo –escribía Marc Bloch–. Porque, a través de ella, podemos medir la originalidad de los sistemas sociales, podemos esperar algún día clasificarlos y penetrar hasta el trasfondo de su naturaleza”3. Así es como una analogía llega a dar sus frutos, al permitir sustraerse de los particularismos para discernir reglas generales. Pero el método exige rigor y meticulosidad, dos cualidades que es mejor no buscar entre los comentaristas, que son hiperactivos en los medios de comunicación e históricamente perezosos.
Contra el maniqueísmo caricaturesco
Sin embargo, si adoptamos esta perspectiva, si consideramos los conflictos en toda su diversidad, se esboza un paisaje por completo distinto, y ciertos fenómenos son impactantes por su recurrencia: la descalificación de las voces discordantes, a las que la historia dará en general la razón; la tendencia a presentar toda crisis como “existencial”; la demonización del enemigo; la ineficacia de las políticas de sanciones... La Segunda Guerra Mundial, referencia obligada de cualquier crisis internacional, aparece entonces no como la regla, sino como la excepción. Raros son los conflictos en los que los errores estuvieron tan poco repartidos, en los que uno de los bandos, totalmente diabólico y malvado, tenía un plan de dominación mundial, y en los que el desenlace fue tan claro, con el aplastamiento total de los vencidos y el suicidio o la ejecución de los principales culpables. Este maniqueísmo caricaturesco se convierte en una excelente arma para quienes quieren justificar una intervención militar, pero con un punto de comparación sesgado.
Con frecuencia, las guerras son el resultado de escaladas en las que las responsabilidades están repartidas, al menos en parte. Es algo que se constata a veces sólo al término de décadas de investigación, una vez que la propaganda terminó. Así, durante mucho tiempo se consideró que Alemania era la única responsable de la Primera Guerra Mundial: había alimentado la carrera armamentística, había alentado a Austria-Hungría a atacar Serbia tras el asesinato de Sarajevo, había invadido Bélgica... Pero ya nadie niega hoy que la Rusia imperial tiene una parte de responsabilidad, en particular por haber fomentado el nacionalismo serbio. Al igual que Francia, tanto más proclive al enfrentamiento cuanto que una gran parte de su clase política quería vengarse de la derrota de 1870 y de la pérdida de Alsacia-Lorena. Alemania “encendió la mecha”, pero “no fue la única en alimentar el polvorín”, resume el historiador Gerd Krumeich4. Es una situación que volvemos a encontrar en la mayor parte de los conflictos. “Hoy estamos todos de acuerdo en que el principal responsable de esta guerra es el gobierno ruso que decidió invadir Ucrania”, escribe el politólogo Anatol Lieven5. “Pero ¿acaso los historiadores del futuro le atribuirán toda la responsabilidad exonerando a Estados Unidos y a la OTAN del reproche de haber intentado integrar a Ucrania en Occidente, amenazando así aquello que los rusos, al igual que una larga lista de expertos occidentales (incluido el actual director de la Agencia Central de Inteligencia estadounidense, CIA, William Burns) percibían y describían como ‘intereses vitales’?”. No, si es que son serios...
En general, las guerras no terminan con la victoria total de un bando y la aniquilación del otro. Este es el resultado que buscan los beligerantes, pero si no lo consiguen, acaban decidiéndose por ciertos compromisos, terminan abandonando algunas exigencias y firmando paces inestables que resultan frustrantes para todas las partes. La búsqueda de una victoria total puede llevar a veces a impasses estratégicos cuando una de las partes, embriagada por su éxito, intenta llevar al extremo su ventaja hasta que recibe en contrapartida una reacción violenta. Estados Unidos, por ejemplo, se involucró en la guerra de Corea con el objetivo de detener el avance de las tropas norcoreanas y hacerlas retroceder más allá del paralelo 38º. Como este objetivo se logró con facilidad, Estados Unidos se planteó entonces la reunificación bajo la égida estadounidense. Los soldados del general Douglas MacArthur avanzaron entonces hacia el norte, cruzaron la línea de demarcación y se acercaron a la frontera china. Pekín entró en escena y envió un millón y medio de voluntarios al territorio. Unas semanas más tarde, los comunistas recuperaron Seúl y el conflicto quedó empantanado durante dos años, antes de volver al statu quo ante bellum. La guerra indo-pakistaní de 1965 y la guerra entre Irán e Irak –ocho años de enfrentamientos, un millón de muertos, ningún vencedor– también supusieron una vuelta al punto de partida.
Zelenski, apoyado por las cancillerías occidentales, amplió sus ambiciones midiendo las debilidades del ejército ruso. Al unísono con el presidente estadounidense Joe Biden, para quien en esto se jugaría “el porvenir de la libertad”, ya no habla sino de “victoria total”. Con el fracaso de su contraofensiva en el Donbás, Ucrania pudo darse cuenta de que no recuperará de manera fácil esta región, y entonces con más razón no recuperará Crimea, a menos que precipite un despliegue de tropas europeas y estadounidenses que sumerja al planeta en lo desconocido. Tarde o temprano, Kiev y Moscú tendrán que decidirse a negociar, y los demás Estados podrán alentarlos a hacerlo, en lugar de echar leña al fuego, durante años y a costa de decenas de miles de muertos más.
Benoît Bréville, director de Le Monde diplomatique (París).
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Matej Friedl, “War in Ukraine as the Second World War: How is Zelenskyy shaping the perception of war through historical analogies”, Adapt Institute, 2-8-2023. ↩
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Yuen Foong Khong, Analogies at War: Korea, Munich, Dien Bien Phu, and the Vietnam Decisions of 1965, Princeton University Press, 1992. ↩
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Marc Bloch , “Comparaison”, Histoire et historiens, París, Armand Colin, 1995. ↩
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Gerd Krumeich, “Le débat sur la responsabilité de la guerre à l’ombre de Versailles, 1919-1933”, Revue d’Allemagne et des pays de langue allemande, Vol. 52, N° 2, 2020. ↩
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Anatol Lieven, “Ukraine’s war is like World War I, not World War II”, Foreign Policy, 27-10-2022. ↩