En la edición del mes pasado presentamos la primera parte del avance del libro Jim Crow, le terrorisme de caste en Amérique, que llega a librerías francesas en abril. Nacida de un ofensivo paso de comedia, la expresión Jim Crow ha dado nombre a la “era de la segregación” (1896-1954). ¿Podría ser el voto una estrategia para superar el apartheid en el sur de Estados Unidos? La violencia y la justicia flechada estaban ahí para negarlo.
El primer recurso lógico de los negros de Estados Unidos para combatir los abusos económicos de los cuales eran víctimas como aparceros y los maltratos personales impuestos al azar por los blancos en los encuentros diarios tendría que haber sido ejercer una presión electoral sobre las autoridades. Pero si bien en 1870 los afroestadounidenses obtuvieron en los papeles el derecho al voto en virtud de la 15a Enmienda a la Constitución Federal, en realidad fueron metódicamente proscriptos de las urnas en todo el Sur. Una estructura con reglas de inscripción bizantinas, condiciones de residencia, impuestos de participación, test de aptitud para la lectura, pérdida automática de los derechos civiles en caso de condena penal, y el simple chicaneo y la coerción de los funcionarios locales hicieron de ellos ciudadanos zombis desprovistos de cualquier capacidad política1. Cualquier cuestionamiento de esas restricciones era a su vez reprimido, porque “no votar y no quejarse por no poder hacerlo era parte integrante del ‘lugar’ de casta de los negros”2.
Al aproximarse las elecciones, los candidatos blancos y la prensa avivaban las pasiones raciales deplorando el “descaro” y los “ultrajes” supuestamente cometidos por negros libidinosos al acecho de mujeres blancas. La temporada electoral exigía de los blancos que defendieran el “frente interno” sugiriendo un vínculo directo entre el voto y la violación, el acceso de los negros al cuarto secreto y la inminente irrupción de la inmunda bestia negra en el dormitorio, santuario de la virtud de las mujeres blancas.
Cuando las presiones informales y la violencia resultaban insuficientes para acallar el clamor de los afroestadounidenses deseosos de participar en las elecciones, los estados antes confederados recurrían a maquinaciones jurídicas elaboradas para anular el derecho al voto de sus ciudadanos negros. Aquí, al igual que en muchos otros frentes, Misisipi sirvió de modelo. Recurriendo a la fuerza y al fraude, a la discriminación en materia de inscripción y a la intimidación, las autoridades del “estado de la magnolia” redujeron el número de votantes negros, que pasó del 96 por ciento en 1868 a menos del seis por ciento en 1892. En 1964 todavía era apenas del siete por ciento. En la capital, Jackson, sólo un afroestadounidense sobre 270 inscriptos se atrevió a deslizar su boleta en la urna durante las elecciones de 18753.
Se realizó un meticuloso trabajo jurídico para llevar a cabo esta exclusión. Desde entonces, para ejercer el derecho a voto era necesario estar inscripto en las listas electorales con una anticipación de cuatro meses, residir desde dos años antes en el estado y tener un año completo en la circunscripción electoral (un criterio idóneo para descalificar a una “raza migratoria”), haber pagado todos los impuestos, así como un impuesto electoral anual de dos dólares por año (un umbral alto para los aparceros pobres, que rara vez disponían de liquidez) y no haber cometido ninguno de los delitos que figuraban en una lista que incluía el incendio criminal, la bigamia, el fraude y los pequeños robos. En caso de necesidad, una última exigencia sumamente imprecisa, a saber, leer tal artículo de la Constitución del estado y “brindar una interpretación razonable de él”, permitía a los responsables locales a cargo de la gestión de los registros electorales admitir a los blancos analfabetos y a la vez reprobar a los candidatos negros.
Los otros estados del Sur no tardaron en seguir la corriente, modificando sus Constituciones con el fin de incrementar los sistemas formales destinados a impedir que los afroestadounidenses accedieran al cuarto secreto. También se generalizaron nuevas exigencias en materia de propiedad, de educación y de “carácter”, cuya aplicación podía ser adaptada por los oficiales de los condados con el fin de asegurar una exclusión de los negros sin fricciones. Algunos estados aplicaban “la cláusula del abuelo”: sólo se permitía inscribirse para votar a los residentes cuyo abuelo (que, en la inmensa mayoría de los casos hasta la década de 1900, era esclavizado) estuviera inscrito en el censo electoral en el momento de la votación de 1868.
Las estratagemas eran innumerables: los negros que querían votar podían recibir formularios de inscripción para que cometieran errores y que servirían como motivo para el rechazo de la inscripción. También se les podía decir que los formularios ya no estaban “disponibles”, incluso pedirles una y otra vez que “volvieran otro día”, o simplemente ignorarlos. Los oficiales de estado civil eximían a los solicitantes blancos de la evaluación de lectura, pero descalificaban a los afroestadounidenses por “haber pronunciado mal una sola palabra”. A fin de cuentas, siempre se podían inventar nuevas reglas, como un condado que exigía que dos votantes blancos debidamente inscriptos refrendaran la inscripción de un postulante negro a votar.
Las instituciones judiciales podrían haber hecho respetar los derechos fundamentales, limitar los abusos y prevenir la violencia contra los negros sancionando a los blancos que recurrían a ellas. No obstante, en el Sur de Jim Crow, la ley y la justicia no eran garantes protectores sino fuentes adicionales de opresión. La Policía local, los tribunales y los establecimientos penitenciarios disponían de un personal exclusivamente compuesto por blancos adeptos a la supremacía racial.
¿Justicia? Para blancos
La Policía reprimía con entusiasmo hasta la más mínima transgresión a las reglas de etiqueta de la sumisión racial respaldando la intimidación y la violencia ejercidas por los plantadores, los empleadores y los milicianos. Su rol se reforzaba por los conductores de autobús, los agentes del gas, los carteros, los bomberos, los recaudadores de impuestos y otros pequeños empleados públicos al acecho del menor signo de insubordinación por parte de los negros. Desde el punto de vista del policía raso que patrulla, carente de formación y proveniente de la clase más pobre de la sociedad blanca, todo negro era un criminal nato y toda negra era vista instintivamente prostituta; los afroestadounidenses no comprendían más que el lenguaje de la fuerza y debían ser objeto de un control estricto, razón por la cual la brutalidad policial era el modus operandi habitual. Las golpizas eran frecuentes, así como la tortura y los asesinatos.
Los tribunales sureños se burlaban de los derechos de los afroestadounidenses con el consentimiento de la Corte Suprema de Estados Unidos, que en varias oportunidades se negó a intervenir para corregir los sesgos raciales en los procesos judiciales del Sur. Durante las audiencias penales se aceptaban las confesiones obtenidas con golpes y tortura; las expresiones de parcialidad y de prejuicio por parte de los jurados eran moneda corriente.
Mientras los abogados blancos eran objeto de amenazas de muerte si por casualidad tomaban clientes negros, sus homólogos negros difícilmente podían sustituirlos para defenderlos, dado que su raza era usada de forma abierta en contra de su cliente (en algunos estados ni siquiera estaban autorizados a presentarse ante el tribunal). Como resultado, muchos acusados fueron juzgados y condenados sin haber podido gozar de los servicios de un defensor, y ello hasta los años 1940. En Misisipi los juicios por asesinato eran a menudo resueltos de manera expeditiva en media jornada –con el fin de garantizar una pronta condena, para impedir que hordas de blancos iracundos invadieran la sala de audiencias para apoderarse del acusado y de los miembros de su familia–.
Los abogados negros eran escasos (fuera de las grandes ciudades no había, a pesar de que la población afroestadounidense estaba concentrada en los campos), en general autodidactas, con una clientela insolvente, y se topaban con obstáculos insuperables que iban desde el hostigamiento hasta la exclusión. En algunos condados tenían prohibido entrar en la sala de audiencias o prestar juramento; en otros, tenían que defender desde el pasillo y eran tratados con un manifiesto desdén por los jueces y los testigos blancos, algunos de los cuales se negaban a responder a sus preguntas y los insultaban durante el contrainterrogatorio.
Las disparidades raciales en materia de condenas eran siderales: en Georgia, por ejemplo, era público y notorio que “muchos más hombres negros padecieron años de prisión por haber robado un animal de granja que hombres blancos por haber asesinado a negros”4. Más aún, el tribunal sólo aseguraba su competencia para las infracciones más graves cometidas por negros contra blancos. Por su parte, las ofensas menores eran, en general, tratadas en privado por los plantadores y por los patrones en las minas y en los campos de leñadores, donde todavía se usaba el látigo. En suma, después de 1890, los ciudadanos negros de Dixieland estaban aún menos protegidos por la justicia que los esclavos.
Presos en alquiler
Una forma de castigo dejó una marca indeleble en la historia y en la iconografía del Sur de Jim Crow: el convict leasing (“alquiler” de presos), y luego, tras su abolición en los años 1910, las chain gangs (cadena de criminales), cuadrillas de prisioneros encadenados unos a otros con hierros en los pies que eran puestas a trabajar en duras condiciones en los bordes de las rutas o a partir rocas en el recinto del penitenciario. Arruinados por la Guerra de Secesión (1861-1865), con su infraestructura en declive, los estados del Sur quisieron ahorrarse los costos de construcción y de funcionamiento de las prisiones arrendando detenidos a los plantadores y a las empresas en sectores tales como los ferrocarriles, la industria maderera y las minas, así como para la producción de algodón, azúcar y tabaco. Los plantadores y las empresas pagaban al Estado un canon mensual por detenido (tres dólares en Georgia y 1,10 dólares en Misisipi en los años 1890) y se encargaban de los gastos de vigilancia, alimentación y mantenimiento de aquellos, a los cuales hacían trabajar en condiciones que generaban enormes tasas de desgaste.
En el Misisipi de los años 1880, las tasas de mortalidad anual de los condenados en alquiler, en su amplia mayoría negros, variaban entre el seis y el 16 por ciento. Como resultado, “ni un solo condenado en alquiler sobrevivió lo suficiente como para cumplir una pena de diez años o más”5. Las mujeres condenadas eran además sometidas a los abusos sexuales de los vigilantes y de los otros detenidos. Se alquilaba a niños de tan sólo ocho años, ya que los contribuyentes se negaban a malgastar el dinero público en jóvenes negros considerados criminales incorregibles. Los presos alquilados de esta forma eran azotados con regularidad.
Desde sus comienzos en el Misisipi de los años 1860 hasta su extinción en Alabama a fines de los años 1920, el alquiler de condenados generó considerables ganancias para los estados –Tennessee incluso vendía la orina de los presos a las curtiembres locales y los cadáveres no reclamados a la Escuela de Medicina de Nashville–, para las empresas que los utilizaban y para los agentes de mano de obra que los subalquilaban, así como para los sheriffs, que recibían un canon cada vez que arrestaban a un negro por cargos menores o ficticios para hacer de ellos condenados en alquiler.
Dado que los negros eran considerados congénitamente impulsivos y violentos, la mayor parte de las veces los crímenes cometidos entre ellos, incluyendo las agresiones y la violación, eran ignorados por las autoridades, lo cual alimentaba las desmedidas tasas de violencia en el seno de la comunidad afroestadounidense. Un refrán resumía la cuestión: “Si un negro mata a un blanco, es un asesinato. Si un blanco mata a un negro, es un homicidio justificable. Si un negro mata a un negro, hay un negro menos”6. Sin embargo, los plantadores intervenían a favor de su aparcero o de sus obreros agrícolas, ya que no querían que la prisión los privara de un par de brazos.
Cacerías de negros
La exclusión política y la escisión judicial actuaban en conjunto: la privación del derecho al voto permitía a la vez excluir a los negros de los jurados (ya que era necesario estar inscripto en las listas electorales para figurar en las listas de potenciales jurados) y recortar su parte del financiamiento de las escuelas y otros servicios públicos. A la inversa, la exclusión judicial significaba que los negros no podían recurrir a los tribunales para hacer respetar sus derechos, entre ellos, el de votar.
Esta violencia revistió tres formas principales que convergieron para sumir la vida de los negros en un sofocante miedo: la intimidación y las agresiones en la vida cotidiana, las cacerías humanas y los linchamientos, las revueltas o los pogromos. En su autobiografía Black Boy, el novelista Richard Wright, nativo de Misisipi, observa: “No era necesario que las cosas que influyeron en mi conducta en tanto negro me pasaran a mí; era suficiente escuchar hablar de ellas para sentir todos sus efectos en las capas más profundas de mi conciencia. De hecho, la brutalidad blanca que yo no había presenciado controlaba más eficazmente mi comportamiento que aquella que yo experimentaba”7.
El linchamiento está asociado de modo íntimo con la imaginería tanto académica como pública de Jim Crow. Pero, en tanto forma de “justicia comunitaria” que se aparta de las formalidades legales de los procedimientos judiciales, no era exclusivo de esta región de Estados Unidos, ni tampoco apuntaba sólo a los negros. Practicado en todas las regiones del país, hasta los años 1880 recaía sobre todo en los blancos. En ese entonces se “ennegreció” de forma repentina y se convirtió en un instrumento sureño de poder de la casta, material y simbólico, que apuntaba a impedir que los exesclavizados reivindicaran sus derechos económicos, civiles y políticos. Así, el 90 por ciento de los linchamientos censados entre 1882 y 1968 en el Sur profundo involucraron a víctimas afroestadounidenses, contra el cinco por ciento en los estados montañosos del Oeste y en California8.
Otra idea falsa es que ese suplicio era, en lo principal, una respuesta a las violaciones sexuales supuesta o efectivamente cometidas por hombres negros. En realidad, un amplio cuarto de los 4.715 linchamientos censados entre 1881 y 1946 respondían a faltas de etiqueta racial (a veces tan leves como el hecho de insultar a un blanco), es decir, la misma proporción que las violaciones y los intentos de violación9. La sensación colectiva por parte de los blancos de que la víctima se había vuelto “uppity” (arrogante, pretenciosa) o imprudente podía conducir a una condena a muerte. Y los blancos sabían que tenían la impunidad asegurada: en el período 1915-1932, “entre las decenas de miles de linchadores y de espectadores, estos últimos tampoco inocentes, solamente 49 fueron culpados y cuatro fueron condenados”10.
Sin embargo, los linchamientos llevados a cabo no eran más que la parte visible del inmenso iceberg de intentos y de amenazas, y se sumaban a un número aún mayor de ejecuciones y de penas severas pronunciadas a las apuradas por los tribunales so pretexto de prevenir la violencia. Miles de negros fueron linchados (al menos 3.446 entre 1890 y 1968, según el conteo del Tuskegee Institute), pero otros miles “fueron tranquilamente asesinados en condados aislados y sus cuerpos arrojados en ríos y arroyos”. Más frecuentes aún eran las nigger hunts (cacerías de negros) durante las cuales decenas –incluso centenares– de blancos que formaban una posse (banda), fuertemente armados y a menudo alcoholizados en extremo, se lanzaban a campo traviesa en persecución de un negro sospechado o acusado de haber cometido un crimen.
Vinculadas, por su forma, a la cacería humana, tras la Guerra de Secesión proliferaron en el Sur las actividades de los vigilantes y otras milicias de blancos. El más famoso y mejor organizado de esos grupos era el Ku Klux Klan (KKK), siendo los dos otros la White League y los Knights of the White Camelia11. En su primera encarnación, durante la década siguiente a la Guerra de Secesión, el KKK pretendía luchar contra los “males” de la Reconstrucción [impulsada por los presidentes Abraham Lincoln y Andrew Johnson de 1863 a1877 para facilitar el regreso del Sur a la Unión]. EL KKK también denunciaba la supuesta “africanización” de la sociedad sureña por la “bastardización” de su población12. Sus miembros se consideraban agentes de la ley y del orden encargados de contener la creciente marea de la criminalidad negra y de reprimir la participación política de los afroestadounidenses y de los republicanos (el partido responsable de la emancipación). El gobierno federal obligó a la organización secreta a disolverse en 1871.
El segundo Klan, lanzado en 1915 y cuyas células se expandieron a lo largo del país hasta 1926, tenía como credo fundador: “Cien por ciento de americanismo”, lo cual implicaba reconquistar el “país del hombre blanco”, asentar el protestantismo y restaurar un patriarcado rígido. A caballo y desfilando en cuadrillas armadas, vestidos con sus túnicas y capuchas blancas y clavando las cruces en llamas convertidas en su marca (atuendo y ritual inspirados en la película prosureña y racista de D. W. Griffith, Nacimiento de una nación, de 1915), los miembros del segundo KKK tenían como objetivo de sus amenazas y agresiones no sólo a los afroestadounidenses, sino también a los judíos, a los católicos, a los inmigrantes y a las mujeres que se desviaban de las normas de género establecidas. Combatientes de primera línea de una guerra racial, su violencia, sus balaceras y el saqueo e incendio de las granjas manejadas por negros les aseguraron un lugar de honor en el panteón del terrorismo interno estadounidense.
El más destructivo de los pogromos blancos contra los negros fue el de 1921, que tenía como objetivo el barrio de Greenwood en Tulsa (Oklahoma), conocido con el nombre de “Black Wall Street”. En menos de 24 horas, varios cientos de residentes negros fueron asesinados (el número exacto sigue siendo cuestionado al día de hoy) y más de un millar, heridos. El ataque13 redujo a cenizas 35 manzanas de prósperos edificios, destruyó unas 1.300 viviendas y destrozó decenas de comercios. Esta “guerra racial” se desencadenó por el intento de linchamiento de un repartidor negro adolescente acusado de agredir sexualmente a una ascensorista blanca. Interfirieron algunos residentes negros armados, y entonces reaccionaron hordas de blancos, ayudados y armados por la Policía local y por la guardia nacional. Las autoridades municipales incitaron de forma activa al asesinato, al saqueo y al incendio, confiando el rol de auxiliares de la Policía a cientos de ciudadanos blancos, a quienes distribuyeron placas, armas y municiones, deteniendo luego a unos 6.000 residentes negros.
El incidente que detonó esa masacre racial respondía a la etiqueta sexual entre blancos y negros. Pero las fuerzas estructurales que lo impulsaron incluían el deseo de las empresas industriales y ferroviarias de la ciudad de apoderarse de las parcelas de valioso terreno ocupadas por los habitantes de Greenwood, el resentimiento de los blancos respecto de la holgura económica de los tulseños negros y la voluntad de poner a los afroestadounidenses orgullosos y prósperos de nuevo en su lugar. La revuelta, de una gravedad sin precedentes en todo el país, transmitió este mensaje: cualquiera fuera su éxito económico y social, los negros seguirían siendo una casta inferior, cuyos derechos podían ser derogados en cualquier momento.
Un espectáculo macabro
No obstante, la forma de violencia más distintiva de Jim Crow sigue siendo el linchamiento con tortura pública, como espectáculo cívico y sacrificio racial. En efecto, esos suplicios “racialmente festivos” –si se nos permite esta chocante expresión–, que implicaban la tortura ante mortem y la profanación post mortem frente a una entusiasta multitud, representaban una minoría de un poco menos del diez por ciento del total de los linchamientos relevados. Pero su impacto no se medía por su frecuencia, sino por el mensaje de poder etnorracial absoluto que transmitían, el sentimiento de horror que suscitaban y la publicidad que recibían gracias a la tradición oral, así como a su elaboración en la cultura comercial blanca bajo la forma de artículos de diario, fotografías, recuerdos materiales y postales impresas de modo especial para la ocasión14. Estas puestas en escena de la “justicia comunitaria” seguían una fórmula guionada con precisión.
El acusado negro era capturado o arrebatado de la prisión o del tribunal (a menudo con la complicidad del sheriff local), identificado de forma sumaria y vapuleado por sus supuestas víctimas blancas, obligado a confesar durante un juicio informal simulado y luego transportado con fanfarria a un lugar elegido por su significado religioso y político: un cementerio, un roble cerca del centro de la ciudad, un puente o una intersección, todos símbolos de transición. El método de ejecución –hoguera, balacera, destripamiento, ahogamiento, estrangulación o ahorcamiento– podía ser sometido al voto de la “jauría”, excitada con la idea del espectáculo venidero. A veces se construía una tarima sobreelevada para permitir que la multitud lo viera mejor.
La matanza ceremonial se programaba con varios días de anticipación para permitir la publicidad en los diarios y que se fletaran trenes de excursión repletos de entusiastas viajantes; las empresas daban tiempo libre a sus empleados para que pudieran asistir a las festividades; las escuelas ajustaban sus horarios; los blancos, que recorrían largas distancias en auto, saturaban las rutas que conducían al anunciado lugar del suplicio. El día estipulado, los miles de espectadores, que representaban un amplio abanico de la población blanca local, incluso familias con niños emperifollados y felices de hacer un pícnic, se deleitaban durante horas con las sádicas mutilaciones (que combinaban desuello, corte, riego con querosén, marca a fuego, mutilación de orejas, extirpación, desmembramiento, destripamiento, castración e incluso atiborramiento de los órganos genitales), la combustión a fuego lento y la muerte por ahorcamiento, cornada o fusilamiento del bad niggah (negrato malo).
A su muerte, los curiosos más arriesgados se abalanzaban en una frenética pelea por recoger valiosos recuerdos, tales como pedazos del cuerpo del sacrificado (un dedo de la mano o del pie, dientes, huesos aplastados, una franja de hígado o de corazón quemado) o un pedazo de cuerda o de rama, para sí mismos o para regalar a sus allegados. Otros se apresuraban a sacarse una foto ante la hoguera o la horca para aparecer en las postales producidas en el lugar por imprentas portátiles. El cuerpo de la víctima, desnudo, mutilado, despedazado y quemado, era luego subido a un árbol o a un poste eléctrico y dejado durante semanas colgando en el extremo de una cuerda, como una sangrienta publicidad visual del temible poder de la justicia racial, mientras los diarios locales evocaban con elocuencia la atmósfera carnavalesca de esas “barbacoas”.
La imaginación para la violencia racial bajo Jim Crow no tenía límites. Así, a menudo se combinaban los métodos de matanza: la misma víctima negra podía ser, de forma sucesiva, quemada viva a fuego lento y luego ahorcada y finalmente su cuerpo atravesado por cientos de balas de revólver y de fusil; o bien primero ahorcada, después mutilada y al final quemada. Varias víctimas podían ser ahorcadas juntas en el mismo árbol, durante una ceremonia llamada necktie party (fiesta de la corbata). En 1911, en Kentucky, un negro capturado y castigado por haber disparado contra un blanco fue llevado a la Ópera de Livermore y luego atado sobre el escenario, de modo que unos cientos de “justicieros” pudieran apuntar contra él y cubrir su cuerpo de plomo. Una entrada para la cazuela permitía disparar una sola bala; la tarifa de la platea autorizaba a vaciar el cargador15.
Esos festivales de ira de casta eran eventos comunitarios que otorgaban un rol principal a los pobres campesinos blancos de las peckerwoods (clases inferiores), pero también asistía la white quality (la “crema” formada por los notables de los pueblos). Durante mucho tiempo fueron apoyados de manera tácita por las iglesias y abiertamente alentados por las fuerzas del orden y por la inmunidad otorgada por las autoridades. De hecho, los sheriffs, los jueces y la Policía local aparecían en las fotografías de linchamientos, populares a comienzos del siglo XX, bajo la forma de postales y de tarjetas coleccionables para conmemorar el evento. Los médicos forenses tenían una frase hecha para registrar esos asesinatos a lo largo de la historia de la normalidad racial del Sur: la víctima había muerto “en manos de personas no identificadas”16.
Desposeimiento forzado, constante intimidación, destierro repentino, agresiones y asesinatos cometidos al azar por individuos y milicias actuando con total impunidad, aplicación ilegal de la fuerza legal, tortura pública, linchamiento y pogromos: los blancos estaban determinados a mantener por todos los medios posibles a sus darkies (oscuros) por el suelo y a arrancarles su asentimiento, incluso su consentimiento, a la supremacía blanca. No es sorprendente que tantos afroestadounidenses hayan considerado la vida libre en el Nuevo Sur como worser (“más peor”) que en la época de la esclavitud17.
Ningún otro régimen segregacionista de la historia moderna en tiempos de paz (ni Sudáfrica hacia los bantúes desde el nacimiento de la República en 1910 hasta el final del apartheid en 1991; ni la Alemania nazi desde las primeras leyes antijudías de 1933 hasta la entrada en una guerra de conquista en 1939; ni India desde la independencia hasta nuestros días hacia los dalit; ni el Japón de los Tokugawa de 1603 a 1867 respecto de su subcasta de los burakumin) se apoyó tanto sobre la coerción física bruta y sobre la mortífera brutalidad como el régimen de Jim Crow en el Sur de Estados Unidos.
Loïc Wacquant, profesor de Sociología en la Universidad de California e investigador asociado al Centro Europeo de Sociología y de Ciencias Políticas, París. Traducción: Micaela Houston.
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V. O. Key, Southern Politics in State and Nation, Knopf, Nueva York, 1983 (1ª edición 1949). ↩
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John Dollard, Caste and Class in a Southern Town, University of Wisconsin Press, Madison, 1989. ↩
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Neil R. McMillen, Dark Journey. Black Mississippians in the Age of Jim Crow, University of Illinois Press, Urbana, 1990. ↩
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Léon F. Litwack, Trouble in Mind. Black Southerners in the Age of Jim Crow, Knopf, Nueva York, 1998. ↩
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David M. Oshinsky, Worse than Slavery. Parchman Farm and the Ordeal of Jim Crow Justice, Free Press, Nueva York, 1997. ↩
-
Edward L. Ayers, Vengeance and Justice. Crime and Punishment in the Nineteenth-Century American South, OUP, 1984. ↩
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Richard Wright, Black Boy. A Record of Childhood and Youth, Library of America, Washington, DC, 2020 (1a edición 1945). ↩
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Orlando Patterson, Rituals of Blood. Consequences of Slavery in Two American Centuries, Civitas Books, Nueva York, 1998. ↩
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Jennifer L. Ritterhouse, Growing Up Jim Crow. How Black and White Southern Children Learned Race, University of North Carolina Press (UNC Press), Chapel Hill, 2006. ↩
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Arthur F. Raper, The Tragedy of Lynching, UNC Press, Chapel Hill, 2017 (1ª edición 1933). ↩
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La White League era una organización paramilitar activa durante los años 1870, motivada por la amargura de la derrota militar del Sur y por la voluntad de reprimir a los hombres políticos republicanos que estaban a favor del derecho al voto de los negros. Los Knights of the White Camelia eran una milicia secreta fundada tras la Guerra de Secesión que apuntaba a impedir la “amalgama de las razas” por medio del terror. ↩
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Elaine Frantz Parsons, Ku-Klux. The Birth of the Klan during Reconstruction, UNC Press, Chapel Hill, 2015. ↩
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NdR: El ataque fue llevado a cabo por tierra y por aire con aviones que soltaban bombas llenas de trementina. ↩
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Podemos encontrar una edificante muestra de ello en James Allen, Without Sanctuary: Lynching Photography in America, Twin Palms, Santa Fe, 1999. ↩
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Philip Dray, At the Hands of Persons Unknown: The Lynching of Black America, Modern Library, Nueva York, 2007. En Francia, Le Petit journal dedicó la tapa de su suplemento ilustrado del 7 de mayo de 1911 a esta escena de linchamiento: “Un negro fusilado sobre un escenario de teatro”. ↩
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Según la fórmula genérica invocada tras los linchamientos ordinarios y otros asesinatos colectivos de negros. ↩
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Neil McMillen, Dark Journey..., op. cit. ↩