Simeon Wade. Blackie Books; Buenos Aires, 2024. 160 páginas, 850 pesos.

Arrumbado en el baúl de un profesor que hacía décadas vivía recluido sin teléfono ni computadora, aparece un manuscrito que cuenta el viaje filosófico y lisérgico que emprendió Michel Foucault en 1975 cerca de Los Ángeles.

Así los hechos: aprovechando que el autor de Vigilar y castigar había sido invitado a dictar un curso en la Universidad de California, un colega le propone una experiencia mística que el filósofo no podrá rechazar. Se trata de internarse por una noche en el desértico y montañoso Valle de la Muerte e ingerir allí, con la música apropiada, el ácido que funge de piedra filosofal, elixir tras el que se esconde la Verdad.

Foucault dirá, luego, que el LSD le produjo una de las experiencias más importantes de su vida, tanto que le hizo replantear el modo en que venía pensando la historia de la sexualidad, a la vez que le reveló el valor supremo de la “estética de la existencia”.

Por lo demás, ¿tienen valor filosófico, además de literario, estas páginas? Tal vez no mucho, pero en clave biográfica ofrecen algunos datos, cuanto menos, curiosos. Entre otros, que el encumbrado filósofo era más bien petiso y compacto. Que andaba en bicicleta, hacía gimnasia y comía con moderación. Que más que historiador o filósofo se autopercibía periodista, porque lo que más le interesaba era el presente. Que hacía todo lo posible por evitar los eventos sociales, pero que a veces se sentía una vedette. Que antes de dictar una conferencia los nervios le impedían comer. Que su régimen de trabajo era de cinco horas por la mañana y que daba clase una vez por semana tres meses al año. Que cinco editoriales rechazaron Historia de la locura en la época clásica. Que Noam Chomsky le parecía simpático; Claude Levy-Strauss, muy conservador, y que Jean Genet, del cual era íntimo, prefería la risa al sexo. También mantenía una muy estrecha relación con Gilles Deleuze, quien, según dice, era lo más parecido a un padre de familia.