Nacido en la miseria, Hans Christian Andersen desarrolló pronto una pasión por el teatro y la literatura, ámbitos en los que creó una nueva mitología surrealista. ¿Es acaso esa relación íntima con la infancia que se expresa en sus cuentos el secreto de su extraordinaria vigencia?
Hacia el año 1000, Harald I, llamado Harald Diente Azul, creó el reino de Dinamarca. Convirtió su tierra vikinga al cristianismo, estableció un protectorado en Noruega y se alió con los suecos. Así desapareció el culto oficial del maravilloso panteón nórdico. Yggdrasil, el árbol de la vida; Landvættir, los espíritus de la tierra; Bifröst, el puente de arcoíris de los dioses; y el culto de los elfos, de las ondinas, de los lobos, de los cisnes… Sin embargo, este antiguo paganismo, semillero del folclore popular, de las sagas mágicas (y en parte de John Ronald Reuel Tolkien), nutrirá por mucho tiempo la pasión escandinava por los cuentos y relatos.
Celebérrimo, universal, Hans Christian Andersen creará una nueva mitología, un mundo surrealista en el cual los soldados de plomo viajan en un pez, las flores van a un baile, las teteras se desmayan, los burócratas escriben poemas, las agujas son orgullosas y los pinos ambiciosos. Como él. Un mundo atroz en el que se cortan las colas de las sirenas y las piernas de las niñas que bailan mientras que los zapateros mueren de amor y los reyes están desnudos. Andersen es un genio singular, salido de la nada. Y animado por una pasión y una ambición desmedidas.
Federico VI, regente astrónomo y progresista, se preparaba para reinar Dinamarca y Noruega, convertidos al luteranismo cuando, en Odense, el 2 de abril de 1805, Andersen lanzaba su primer llanto. ¿Su familia? Hijos ilegítimos, alcoholismo, locura, cárcel, miseria.
En la minúscula casa amarilla, el niño crece, solitario y tímido. Su madre, lavandera, teme los fuegos fatuos y los cementerios. Su padre, zapatero, carece de “gusto por el trabajo manual”1. Lee en voz alta Jean de La Fontaine y las piezas del dramaturgo Ludvig Holberg. Hans Christian escucha. Su padre le fabrica un teatro de marionetas; acompaña a su abuela al hospicio en donde las hilanderas cuentan historias. A los siete años lo llevan al teatro. Una pasión: ¡Será cantante, bailarín! Por ahora, en la escuela de los pobres, le escribe poemas a su profesor que se burla de él.
Su padre, cuyo héroe es Napoleón, se enrola para luchar junto a Francia, aliada de Dinamarca. Es la campaña de Francia y la victoria de la Sexta Coalición. El zapatero vuelve a casa; muere. Su hijo tiene 11 años, una bella voz, les lee a las vecinas. Durante su formación, tal vez haya sido violado por los aprendices. Él lo escribió. Sin embargo, canta, pequeño “ruiseñor de Fionia”. Cuando su primer benefactor, un coronel, lo presenta al príncipe Christian, el futuro rey le aconseja ser alfarero. Contrariado, Andersen se va, “como en los cuentos, solo, por el mundo”. Tiene 14 años.
El “pequeño recitador”
Llega a Copenhague “el día exacto en que comienza la temporada teatral”, remarca su biógrafo –y en pleno pogromo antisemita–. El país que antaño celebraba a Voltaire está quebrado. Participó en el bloqueo continental junto a Napoleón, que perdió. La capital fue bombardeada por los británicos, Noruega fue cedida a Suecia, el reino perdió dos tercios de su territorio y un tercio de su población. Sin embargo, se vive la explosión de una extraordinaria “Edad de Oro danesa”. Arquitectura y escultura neoclásicas, mármoles de Bertel Thorvaldsen, siluetas en vestimentas negras y cachetes rosados de niños en lienzos de pintores que inventan asombrosos encuadres2, como los de Vilhelm Hammershoi o Christoffer W Eckersberg.
Andersen, que no conoce a nadie, canta y baila en calcetines en el camerino de una horrorizada bailarina, y recita, sin haber sido invitado, ante el director del teatro Real. Éxito inesperado. Igualmente sigue en la miseria total. Comienza su formación y huye, espantado por la vulgaridad; escribe obras “con una falta de ortografía en cada palabra”, las lee en los salones. El “pequeño recitador” seduce, es apoyado por varios protectores. Jonas Collins, mecenas, diputado y su segundo padre, lo ayudará. Le solicita una beca a Federico VI. ¡Acordada! Se envía al adolescente a la escuela del terrible Simon Meisling, en Slagelse.
Hans Christian tiene 17 años, es enorme, está sentado entre niños de 11 años, no sabe nada. Se le prohíbe escribir poemas. Suplica que lo liberen. La respuesta es no. Cuando Meisling es trasladado a Helsingør, el sombrío Elsinor de Hamlet, Andersen lo sigue. Días de horror y, a pesar de todo, progreso: obtendrá su bachillerato a los 23 años.
Un año antes, su primer poema publicado, “El niño moribundo”, hacía sollozar a Dinamarca y Alemania; luego, es su muy hoffmanniano “Un viaje a pie”… que triunfa. Porque Andersen, el romántico, viaja. Primero por su país, en donde escucha “cantidad de cuentos populares”3, en donde se invita a las casas de “las familias más prominentes” y se enamora sin esperanzas. ¿Sus amores? Siempre imposibles e inconclusos. Pero “¡viajar es vivir!”. París, donde conoce a Victor Hugo, luego Suiza, Alemania, Italia. De regreso, publica su primera novela, El improvisador. Éxito. Sin embargo, está necesitado de dinero, se ahoga en la Dinamarca de las pequeñas empresas. El todopoderoso poeta y crítico Johan Ludvig Heiberg todavía no lo consagró como “autor relevante”.
Una extraña sensibilidad
En 1835, para distraerse, Andersen escribe “algunos cuentos de hadas”. Publica cuatro de ellos. Recibimiento tibio. “Me convencieron de abandonar, mi estilo no era el acostumbrado”. ¿Cuál era esa costumbre? Tras la locura de los cuentos de hadas a la francesa de los siglos XVII y XVIII, del triunfo del cortesano por excelencia Charles Perrault, de su Pulgarcito y Barbazul, la Europa romántica celebraba nuevamente el cuento, esa alma de los pueblos, identitaria y unificadora. Más allá de su monumental Diccionario de la lengua alemana, Jacob y Wilhelm Grimm definían con Cuentos de la infancia y del hogar lo que les parecía ser el espíritu mismo del pueblo germánico. “La Cenicienta”, “Pulgarcito”, “El príncipe rana”... Los cuentos recopilados no estaban destinados a los niños, sino a un estudio académico sobre el folclore alemán. Herencia y patria sobre un fondo de relatos de abandonos y mutilaciones. Los suavizarán para publicar, en 1857, Los cuentos de Grimm, que contamos hoy a los niños.
Lo fantástico nutría todo el romanticismo. Théophile Gautier hijo traducía algunos “extraños cuentos” de Achim von Arnim, que comparaba con Francisco de Goya; el viajero Ernst Theodor Amadeus Hoffmann se aterraba con diablos; Charles Dickens se divertiría con “casas embrujadas”; Edgar Allan Poe publicaría sus Historias extraordinarias...
Pero en Copenhague, en 1835, se lee a Charles Perrault y Las mil y una noches. El país necesita puntos de referencia, los Cuentos populares daneses compilados por Just Mathias Thiele o los cuentos moralistas de Christian Frederik Molbech. Andersen molesta con su gramática caprichosa, su humor absurdo. ¿Qué? ¿Esa historia de una princesa con piel delicada lastimada por un guisante? ¿Esa otra princesa dormida que es raptada por un soldado? ¿Esos pequeño y gran Claus que se matan entre sí? ¿Dónde va a buscar sus cuentos? Se sabe que fantasea o los inventa, que no es compilador o folclorista, que es reminiscencias e imaginación. Se busca también la moraleja. ¡Perrault proponía hasta tres! Pero Andersen libera en primer lugar su imaginario y su ética se le parece. En pocas palabras, la lucha contra la insatisfacción y las vanidades (principio que no aplicará a sí mismo), la voluntad feroz, la inocencia y la fe... felizmente condimentadas con un humor muy absurdo o con una extraña sensibilidad.
Por último, se le reprocha no escribir para los niños. Sin duda. Pero conoce sus juegos y sus miedos, conoce “El soldadito de plomo” que cobra vida, la puerta cerrada de “La niña de los fósforos”. Conoce el pequeño teatro de los niños; posee su imaginación. La tercera antología, que de ahora en más publica como los demás, en Navidad como un metrónomo, esquivará sin embargo la mención “cuentos para niños”. Andersen quiere ser universal. En sus cuentos, expone su espíritu “completamente colmado de sí”, para citar a Georg Brandes, el moderno crítico literario. Es el viajero calzado de “Los chanclos de la suerte”, el niño que sigue a “La reina de las nieves”, “El cuello de camisa enamorado”. Se dice que “La sirenita” narra sus deseos por el hijo de Jonas Collin y que sentir un guisante, a la noche, remite al goce de las chicas. Andersen, todavía virgen y gran onanista, ¿lo sabía?
En París, se lo festeja. Es el comienzo de un número demencial de cenas reales. El rey de Prusia lo condecora; se convierte en el cuentista preferido de los hijos del nuevo rey de Dinamarca, Christian VIII. Incluso rechaza una invitación de la reina Victoria. Conoce a Honoré de Balzac y Alexandre Dumas. Y a Jacob Grimm, que nunca escuchó hablar de él. Sorprendente. Sin embargo, los cuentos de Andersen ya se difunden por toda Europa. Deberá esperar diez años para ser querido en su país.
Es la Revolución industrial; el escritor se apasiona por las ciencias, las máquinas, el ferrocarril, la fotografía. Se encuentra en París en 1867, entusiasta espectador de la Exposición Universal. Pero prefiere el canto del verdadero ruiseñor a aquel del pájaro mecánico, y ve en el cable telegráfico tendido en los mares una “tonta invención de los hombres”.
Más fuerte que la traición
Renombrado, festejado, Hans Christian, el antiguo pobre, se olvida por completo de la clase obrera, de los problemas políticos y sociales de su tiempo, de los grandes movimientos de ideas. Conservador, defiende los valores burgueses. Habiendo salido de la miseria a puro pulmón, no se interesa por el zapatero más que en sus historias. No es Dickens.
En 1869, Dinamarca festeja con gran estrépito el quincuagésimo aniversario de su llegada a Copenhague. Leipzig publica sus obras completas: 69 tomos de teatro, relatos de viaje, novelas, autobiografías, cuentos y poesías. Cuatro años más tarde, el “tesoro nacional” reporta un cáncer de hígado. Otra entrega de cuentos y, el 4 de agosto de 1875, aquel que creía en la vida eterna se reúne con la sirenita en los cielos.
Deja una posteridad inmensa. Artistas, investigadores y psicoanalistas adaptan, filman, estudian. La Biblioteca Real de Copenhague lista en 11 volúmenes las traducciones mundiales de su obra, y Bruno Bettelheim concluye que sus cuentos no son para niños4. Andersen ya lo había dicho. Sus cuentos... los transformamos, los suavizamos, vendemos felicidad, dibujitos de Disney endulzados. La reina de las nieves se vuelve buena y “La sirenita” recibe un happy end. No más terrores, no más desgracias, el cuento se vuelve aséptico y se pierde. Pero el poeta sigue siendo más fuerte que la exégesis o la traición. Mientras haya niños valientes que crean en la amistad, mientras los desafortunados enamorados puedan seguir viajando, mientras el invierno siga lanzando sus miles de copos semejantes a abejas, es probable que sigamos leyendo las historias de Hans Christian Andersen.
Agathe Mélinand, dramaturga y directora teatral. Traducción: Micaela Houston.
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Hans Christian Andersen, Œuvres, tomo 1, textos traducidos, presentados y comentados por Régis Boyer, Gallimard, colección Biblioteque de la Pléiade, París, 1992. Las siguientes notas remiten a la biografía de Régis Boyer en esta obra. ↩
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Peter Nørgaard Larsen et al., L’Âge d’or de la peinture danoise (1801-1864), Éditions Paris Musées, París, 2020 (catálogo de la exposición del mismo nombre en el Petit Palais, París, 22-9-2020 al 17-1-2021). ↩
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Hans Christian Andersen, Le Conte de ma vie, Les Belles Lettres, colección Le goût de l’histoire, París, 2019. Las siguientes citas provienen de esta obra. ↩
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Bruno Bettelheim, Psychanalyse des contes de fées, Robert Laffont, París, 1976. En español: Psicoanálisis de los cuentos de hadas (Crítica, 1977) ↩