Desde que Javier Milei tomó posesión de la presidencia argentina quedó claro cuál era su único plan con respecto a la cultura: liquidarla. En este texto, el escritor Alan Pauls plantea que el nuevo gobierno tiene, con su retórica de motosierras y amputaciones, un imaginario sádico que se traduce en políticas despiadadas.
A sólo dos semanas de asumir como presidente argentino, Javier Milei mostraba cuál era su verdadero y quizás único plan en el campo de la cultura: liquidarla. Su primera decisión fue reducir el Ministerio de Cultura al rango de secretaría y ponerla en manos de un productor de obras de teatro comercial. La segunda fue enviar al Congreso una ley elefantiásica conocida como Ley Bases (o “ley ómnibus”, por los 664 artículos que comprendía), cuyo capítulo 3, dedicado a cuestiones culturales, proponía desfinanciar, desmantelar y en algunos casos eliminar algunas de las instituciones más dinámicas y fértiles de la cultura argentina: el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA), dos de cuyas fuentes autónomas de financiación pretendía cancelar; el Fondo Nacional de las Artes y el Instituto Nacional de Teatro, que proponía cerrar; la red de 1.800 bibliotecas populares, cuyo modesto programa de servicios a tarifas preferenciales se proponía dejar sin efecto. El programa de recortes tampoco perdonaba al mundo editorial, dado que anunciaba la derogación de la Ley de Precio Uniforme del libro, un instrumento inspirado en la Ley Lang1 que impedía que las grandes librerías, aprovechando sus volúmenes de ventas, implementaran descuentos que desequilibraran el mercado y perjudicaran a las librerías independientes.
La Ley Bases, rechazada a principios de enero, volvió al Parlamento a fines de abril –donde ya fue aprobada por la Cámara de Diputados–, con 400 artículos menos, sin el capítulo 3 y con una tibia modificación en uno de sus puntos más críticos: la delegación de facultades legislativas en el Poder Ejecutivo, una medida excepcional, para situaciones de extrema urgencia, que permite al presidente gobernar sin pasar por el Congreso y que duraría, de aquí en más, un año y no dos, como era la intención original. Al votar la nueva ley, el Parlamento concede a Milei todo el poder que necesita para poner en marcha sin oposición el programa de desmantelamiento de la cultura incluido en el capítulo 3, el mismo programa que Milei nunca pensó siquiera en esperar el resultado de la negociación parlamentaria para ejecutar. En sus cinco primeros meses de gobierno, el presidente ya eliminó Télam, la agencia de prensa oficial (la más importante de América Latina), y ahora planea liquidar el canal de televisión y la emisora de radio públicas. Y puso al frente del INCAA a un economista financiero sin relación alguna con la industria cinematográfica, cuyas primeras medidas fueron despedir a un centenar de empleados, suprimir gerencias clave (fomento, exhibición y audiencia, supervisión de la actividad audiovisual), cerrar las puertas del instituto durante 90 días en nombre de una presunta “reorganización administrativa” y clausurar el cine Gaumont, la única sala de cine de la ciudad de Buenos Aires dedicada en exclusiva a difundir cine argentino. En otras palabras: paralizar por completo la industria cinematográfica.
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La cultura no es un área de la que Milei hable a menudo. Sólo participa del país ultraliberal con el que sueña el presidente como un lastre dispendioso, otro de los nidos de despilfarro, irresponsabilidad y corrupción política con los que Milei identifica sistemáticamente a cualquier organismo público. Para alguien obsesionado con el equilibrio fiscal, el recorte del gasto y el corte definitivo de la emisión monetaria, la cultura no puede sino ser un problema, y uno muy exasperante. Según Milei, la cultura requiere dinero que no necesariamente devuelve, o que devuelve a destiempo, o de maneras no inmediatamente económicas, lo que vuelve bastante difícil evaluar los beneficios que genera y complejiza su posición con relación al mercado, único dios ante el cual Milei acepta arrodillarse. Aunque represente el 2,4 por ciento del producto interno bruto (PIB) argentino, la cultura se adapta mal a la fórmula más bien tosca con la que el presidente suele resumir el secreto de un mercado satisfactorio: “El mejor producto al mejor precio posible”.
Hace unas semanas, en una de las raras ocasiones en que aceptó pronunciarse sobre un tema de cultura, Milei se preguntaba: ¿por qué el dinero público habría de financiar “películas que no ve nadie”?2. El argumento no es nuevo; es el leitmotiv con el que sus discursos de campaña intentaban seducir a un electorado ferozmente empobrecido, enfrentándolo con los supuestos culpables de su miseria: las élites, comodín diabólico capaz de designar cualquier centro de atracción de odio, desde la clase política (“la casta”) hasta los cineastas que no producen “los mejores productos al mejor precio” (pero hacen las películas que llevan 30 años poniendo al cine argentino en boca de todo el mundo), pasando por los maestros que hacen huelga y dejan sin clase a los niños, los investigadores becados para investigar “cosas que no le interesan a nadie”, etcétera.
El argumento es falaz, por supuesto, entre otras cosas porque las películas que Milei desprecia y acusa de empobrecer a los argentinos no se hacen con dinero de los contribuyentes ni con subsidios del Estado, sino con las fuentes de financiación específicas que alimentan al instituto de cine, una entidad autárquica desde hace más de un cuarto de siglo, y que son precisamente las que pretendía suprimir la Ley Bases. Y lo mismo sucede con el Fondo Nacional de las Artes, otra de las instituciones que la referida ley buscaba eliminar por parasitaria. En otras palabras: el argumento es falaz porque presenta como una obviedad, una mera evidencia de balance contable (relación asimétrica entre ingresos y egresos, entre inversión y rendimiento, etcétera), lo que en rigor es una decisión política.
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Porque el problema que la cultura representa para Milei no es económico, es político. (De ahora en adelante, todo lo que diga sobre la cultura puede ser dicho también sobre la educación pública, otro monstruo satánico que Milei intenta subyugar a la manera motosierra, asignándole para 2024 el mismo presupuesto que tuvo en 2023, como si el 289 por ciento de inflación anual fuera un espejismo.) En líneas generales, la cultura argentina es lo que podríamos llamar progresista, un adjetivo difuso, a veces equívoco, pero que así y todo designa un consenso más o menos sólido alrededor de ciertos pactos, valores, conquistas, puntos de no retorno, que en los 40 años que lleva el país sin golpes militares terminó por convertirse en una suerte de sedimento democrático general. Queda por ver qué porcentaje del 56 por ciento que votó a Milei juzgaba vital ese sedimento y por qué votándolo decidió renunciar a él, y por qué perdieron como perdieron quienes hacían de ese sedimento una bandera. Pero en enero, cuando salió a la calle a repudiar el plan Milei, acordonando el edificio del Fondo Nacional de las Artes y el del INCAA, organizando manifestaciones de protesta, acudiendo en masa a los medios para esclarecer la verdadera relación entre cultura y dinero público, la comunidad cultural actuaba en defensa de intereses específicos, naturalmente, pero actuaba también en nombre de ese consenso que, al menos hasta la llegada de Milei al poder, funcionó prácticamente como sinónimo de la convivencia democrática misma.
Es esa relación de sinonimia lo que Milei no tolera, la que busca erosionar y quebrar mediante la asfixia económica y jurídica, la indiferencia o la hostilidad política, las impugnaciones falaces. Su vicepresidenta, en ese sentido, es más radical que él: hija de militares, Victoria Villarruel accedió al poder casi más intempestivamente que Milei, montada sobre la negación del terrorismo de Estado y la reivindicación del accionar de militares genocidas que la Justicia envió a la cárcel. Nadie en 40 años de democracia había llegado tan lejos. La política de derechos humanos –el célebre “Nunca más”, pilar fundamental del consenso democrático progresista– tuvo siempre sus matices, tensiones y discrepancias internas, pero nunca nadie se había atrevido a reescribirla, desde la cima misma del poder, con los instrumentos del revisionismo negacionista. Esta –mucho más que sus políticas de ajuste, deudoras de las de la dictadura de 1976 y las de [el expresidente Carlos] Menem y [el exministro de Economía] Domingo Cavallo en la década de 1990– es la verdadera originalidad del gobierno de Milei; este es el frente cultural en el que ha decidido dar batalla. Hasta ahora, aun gobiernos de derecha como el de Mauricio Macri (2015-2019), alineados explícitamente con las políticas neoliberales, habían tomado la precaución de no disputar ese terreno. Milei, en cambio, va por todo: los años 1970, los derechos humanos, la educación pública, la conciencia ambiental, la ley de aborto y de matrimonio igualitario, el Instituto Nacional contra la Discriminación (que fue cerrado), el lenguaje inclusivo (que fue prohibido en la administración pública).
Por eso la motosierra –emblema de la campaña electoral de Milei– es algo más que un logotipo audaz, ideal para promover el energumenismo ultraliberal del presidente en el contexto zumbón de las redes sociales. La motosierra es el emblema gore del recorte, la poda, la reducción, el ajuste económico (“eliminar todo lo que no genere beneficios para todos los argentinos”, según sintetizó el vocero presidencial hace unas semanas), pero ilustra también la sed fanática que anima la cruzada ideológico-cultural de Milei, cuyos blancos aparecen nombrados en el discurso presidencial con una retórica que la Argentina no oía desde la junta de Videla. La motosierra, implacable con las arcas del Estado, lo será también con los “zurdos“ y el “zurdaje”, que es como Milei y su think tank, reclutado en la tradición del derecho argentino más conservador, resumen la identidad política de un conjunto enemigo donde coexisten comunistas, peronistas, populistas, socialistas, estatistas, sindicalistas, liberales “blandos”, partidarios del Estado de bienestar, keynesianos, socialcristianos, lesbomarxistas (?!), feministas, abortistas, militantes LGBTIQA+, activistas de movimientos sociales, etcétera. En otras palabras, todo lo que no es ese anarcocapitalismo del que Milei —a juzgar por su discurso en el Foro Económico de Davos en enero, dedicado a reprocharles a los poderosos del mundo todo lo mal que hacen los deberes— sería el representante más cabal, el único, en todo caso, a la altura del desafío que plantea la época: derrotar al trapo rojo. Difícil saber si lo logrará; quizás sólo contribuya a resucitarlo.
Si hay una cultura Milei —una que comparten todos sus partidarios, desde los teenagers con acné que celebran sus raptos de ira en Tik Tok hasta los adustos penalistas católicos de apellido patricio y trajes a medida, pasando por los CEO hartos de frenos y regulaciones y los nostálgicos del orden y el progreso, la mano dura, las mujeres cocinando en casa y las paredes sin pintadas políticas—, este sería pues su ADN: el mesianismo anticomunista. Una especie de furor macartista ciego, bíblico (“la victoria no depende de la cantidad de soldados sino de las fuerzas del cielo”, suele citar Milei en sus discursos), 100 por ciento hater, que ve agentes del “colectivismo” hasta en la sopa y denuncia la mano negra del espectro rojo en cuanta objeción reciban su credo, sus métodos, su ideal de país. En ese sentido, al elegir la motosierra (y el imaginario slasher)3 como ícono fetiche de campaña, Milei hacía juego con el Zeitgeist [espíritu de época] anticomunista norteamericano de los años 1950, que elegía otro género clase B, la ciencia ficción de pacotilla, para metaforizar una amenaza roja en clave de blobs, body snatchers4 y toda clase de alienígenas aterradores. Sólo que los años 1950 americanos eran básicamente paranoicos; sus libretos, escritos en voz pasiva, hablaban de ser invadidos, poseídos, conquistados.
Desde el 10 de diciembre de 2023, cuando Milei asumió el poder, el Zeitgeist argentino, en cambio, es sádico. Exalta lo brutal, descree de las mediaciones, aborrece los acuerdos y la negociación. Habla el idioma elemental –a veces militar, a veces médico– de las soluciones despiadadas, finales: cortar, amputar, cercenar, exterminar, extirpar, y lo justifica invocando una misión suprema: refundar el país de cero, con la imaginación puesta en el futuro, sí, pero un futuro que se parece mucho al siglo XIX, cuando Argentina era feliz porque abastecía de granos al mundo, estaba gobernada por caballeros trilingües, no se había inundado todavía de inmigrantes, liquidaba indios a tiros de Remington y ni sospechaba el destino de decadencia que le depararía el siglo XX, el siglo rojo, el siglo del Estado y el sufragio universal y los derechos sociales. Porque hay una utopía Milei, en efecto, pero es una utopía retro, regresiva, calcada sobre el molde de un país de pocos y para pocos; es decir, lo más parecido a una distopía que puede producir el mundo contemporáneo.
Alan Pauls, escritor y periodista. Su última novela es La mitad fantasma (Random House, 2021). Este texto fue escrito para la edición francesa de Le Monde diplomatique y aquí se reproduce en su versión original en español.
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Ley francesa 81-766, del 10 de agosto de 1981, impulsada por el entonces ministro de Educación Jack Lang (todas las notas son de la redacción). ↩
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“La respuesta de Milei a las personalidades de la cultura: ‘Hay que elegir si la plata va a financiar películas que no ve nadie o para la gente’”, elDiarioAR, 22-1-2024. ↩
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El slasher es un subgénero del cine de terror que deriva de la palabra slash (cuchillada, en inglés). ↩
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La palabra blob procede del título de la película de terror de ciencia ficción estadounidense de 1958 de Chuck Russell (La mancha voraz), en la que un alienígena gigante y viscoso causa estragos en un pueblo de Pensilvania. Body snatchers es una referencia a las entidades (“Usurpadores de cuerpos”) que ocupan el lugar de la humanidad en la película homónima con remake de Abel Ferrara (1993), que sigue la senda de Don Siegel (1956). ↩