Transcurridos 30 años del fin del apartheid, la pequeña comunidad judía de Sudáfrica está más dividida que nunca. Un bando se benefició del sistema racista, mientras que el otro resistió. Chocan dos lecciones contradictorias de la Shoá: la del universalista “nunca más”, que lleva a unos a apoyar a Gaza, y la de la singularidad de la tragedia judía, que inspira en otros el sionismo conservador.

Tras 22 años contemplando las paredes grises de una celda, Denis Goldberg se rodea de los colores de la pintura africana. Pinturas que celebran la vida, el placer y el deseo pueden verse ahora en la Casa de la Esperanza (House of Hope): este edificio sobrio y funcional ubicado en las afueras de Ciudad del Cabo es el legado del judío más famoso que luchó contra el apartheid. Allí los niños pueden pintar y hacer teatro. En el jardín donde se esparcieron las cenizas de Goldberg, los pájaros picotean. Es un lugar tranquilo, pero no idílico, donde el pasado puede descansar. Tres décadas después del fin del apartheid, el mar de techos de las townships de las que provienen los niños se extiende por el ondulado paisaje del Cabo con una desolación repugnante. Y las preguntas que plantea el legado de Goldberg mantienen actualidad, preguntas sobre lo que hace que una decisión sea ética, sobre el valor de la vida y sobre las interpretaciones de lo que significa ser judío.

Como la mayoría de los judíos que inmigraron a Sudáfrica, los antepasados de Goldberg provenían de la Lituania zarista, huyendo de los pogromos y la pobreza. Medio siglo después, convencido de que todo ser humano merece el mismo respeto, sea cual sea su color de piel u origen, Goldberg hizo suya la causa del Congreso Nacional Africano (ANC) y se unió a su brazo armado. Condenado en varias ocasiones a cadena perpetua junto a Nelson Mandela, no estuvo preso en Robben Island, sino en una prisión para blancos en Pretoria.

En una placa de la Casa de la Esperanza se lee: He was a Mensch (“Era un Mensch”), según la expresión yiddish para designar a aquel que ha demostrado humanidad comprometiéndose con los demás. Sólo una pequeña minoría de los 120.000 judíos que vivían entonces en Sudáfrica eligió este peligroso camino. Entre los blancos del ANC estaban enormemente sobrerrepresentados, y esta era la otra cara de la moneda, tan notable como la inversa, a saber, que la mayoría de ellos soportaron el apartheid, escudándose detrás de leyes raciales que les eran favorables y evitando el contacto con los luchadores por la libertad de sus propias filas, ante el temor constante de que ello pudiera fomentar el antisemitismo.

No fue hasta 1985, después de 37 años de vigencia del régimen del apartheid, que los dirigentes de la comunidad se decidieron a condenarlo de manera clara. Como reconoció más tarde el gran rabino Cyril Harris ante la Comisión para la Verdad y la Reconciliación: “La comunidad judía se benefició del apartheid [...]. Pedimos perdón”.1 El dilema era elegir la resistencia desinteresada, pagada al alto precio de la encarcelación, el exilio, el destierro, la muerte y la mutilación bajo las bombas del Estado racista; o adaptarse y hacerse cómplice. Abogados judíos defendieron a los activistas negros; y también era judío el fiscal que condenó a Mandela con notable fanatismo.

La historiadora Shirli Gilbert, especialista en historia de los judíos sudafricanos, ve en esta polarización la tensión entre dos interpretaciones de la Shoá dentro del judaísmo: por un lado, la singularidad de las víctimas judías y, por otro, la universalidad de la enseñanza del “nunca más”. La primera lectura sostiene la necesidad de protegerse, mientras que la segunda es una fuerza motriz para la acción.2

Triángulo de influencias

Para comprender esta situación –específica de Sudáfrica, pero de la que pueden extraerse enseñanzas generales– hay que remontarse a sus orígenes. Construida en 1863 con piedra labrada, la sinagoga más antigua del país sirve hoy de entrada al Museo Judío de Sudáfrica, en Ciudad del Cabo. Contiene fotografías de los desdichados que desembarcaban en el puerto: hombres con gorras chatas y sacos gastados, mujeres con pañuelos en la cabeza que llevaban fardos de sábanas y las valijas de cartón sujetadas con un cordel. Alrededor de 70.000 judíos llegaron a fines del siglo XIX y comienzos del XX, emigrando de los confines occidentales del imperio zarista, donde vivía la mitad de la población judía del mundo en aquel entonces. Atraídos por las historias de dinero fácil que se podía ganar en las minas de oro y diamantes de Sudáfrica, muchos empezaron como vendedores ambulantes, viajando a asentamientos aislados en carros arrastrados por mulas con grandes ruedas, vendiendo jabón, botones y vajilla.

Sin embargo, cada inmigrante pobre sentía que su estatus en la colonia difería del que tenían en su antiguo país. Un testigo describió haber visto a un negro apartarse para cederle el paso en el muelle, bajando la vista. “¿Cuándo alguien habría cedido educadamente el paso a un judío en Rusia?”, escribió.3

Como blancos entre los blancos, los judíos aprovecharon las zonas rurales para integrarse de forma rápida en una sociedad colonial bóer en donde el antisemitismo sólo empeoró en la década de 1930. Pronto circularon historias de éxito: por ejemplo, en la comercialización de plumas de avestruz, entonces codiciadas en todo el mundo para los sombreros femeninos de lujo; las casas de campo de los comerciantes judíos ricos eran conocidas como “palacios de plumas”.

En las vitrinas del museo no se mencionan las condiciones necesarias para tal éxito: los judíos tenían derecho a adquirir tierras (en los casos más extremos, las de propietarios negros previamente expulsados) y eran libres de viajar y de pedir préstamos. Su existencia era legítima; tenían la legitimidad de los colonos que vivían en medio de una mayoría de personas privadas de derechos. En las ciudades, por supuesto, había que enfrentarse al antisemitismo. A los ojos de los británicos esnobs, los llamados judíos del este parecían sucios y no del todo civilizados. Su yiddish era dudoso. Pero los inmigrantes pronto se deshicieron de su lengua como si fuera una carga. El yiddish desapareció en una generación. Sufrir la discriminación, real o temida, se contraponía a adquirir privilegios coloniales.

Apartheid, Shoá, sionismo: si bien la comunidad de judíos y judías sudafricanos se formó en este triángulo de influencias, cada una de ellas ha dejado una huella diferente en cada familia y cada individuo.

Convivir con el sufrimiento

Steven Robins propuso que nos encontráramos en un café de Ciudad del Cabo. Robins, cuyos antepasados llevaban el apellido Robinski, es antropólogo y profesor universitario. Es un hombre amable y de aspecto juvenil. Su padre escapó de la Alemania nazi y llegó a Ciudad del Cabo en 1936. Después sólo se permitió atracar al Stuttgart, con 537 judíos alemanes a bordo, tras lo cual Sudáfrica cerró de manera despiadada sus puertas a los refugiados.

Robins creció con una fotografía enmarcada sobre el aparador. Tres mujeres de las que nunca se habló: la madre y las dos hermanas de su padre a las que no había podido rescatar. Fueron asesinadas en Auschwitz; otros miembros de la familia fueron asesinados en los bosques cerca de Riga. Robins encontró las más de 100 cartas llenas de súplicas que la familia había enviado a Sudáfrica mucho más tarde, cuando ya era adulto. Años de investigación le permitieron reconstituir la historia de los Robinski y escribir Letters of Stone (Cartas de piedra).4 En Berlín, los miembros de su familia tienen ahora su nombre en algunas stolpersteine (“piedras para tropezar”) [como se conoce a las pequeñas marcas de la memoria situadas en veredas alemanas], y sus cartas han sido devueltas al lugar donde fueron escritas y se conservan en los archivos del Museo Judío de Berlín.

¿Su padre guardó silencio por sentir culpa? “El silencio es una cosa compleja –responde–. Fue un golpe terrible para él, se enfermó gravemente en los años 40”. Arthur, hermano menor de su padre que también había logrado escapar a Sudáfrica, se convirtió en un sionista convencido. Dos hermanos, dos formas de vivir con el peso de no haber podido salvar a los suyos.

A medida que trabajaba en su libro, Robins fue tomando conciencia de su propia judeidad. Pero no singulariza el sufrimiento judío y muestra cómo el racismo europeo ha entrelazado la historia de la Shoá con la del apartheid. Comparte este punto de vista con algunas de las figuras de renombre internacional de la escena artística judía de Sudáfrica, como Candice Breitz, Steven Cohen y William Kentridge. Esta posición histórica y política, que ve a la humanidad como indivisible, los pone a todos en desacuerdo con el sionismo conservador dominante, en especial hoy en día. Junto con Kentridge y otras 700 personalidades afines, Robins firmó una carta abierta denunciando la guerra de Israel en Gaza. “La experiencia de la persecución y el genocidio está íntimamente ligada a nuestra memoria colectiva –escribió–. Por tanto, estamos llamados a impedir que algo así vuelva a ocurrir, dondequiera y a quienquiera que afecte”.5

Amigos judíos, e incluso familiares, criticaron de modo feroz a Robins por ello. A su manera de ver, estaba traicionando la historia de su familia y la de su propio libro, escrito con dolor y sufrimiento. Robins replicó: “La Shoá nos enseña a considerar todas las vidas como equivalentes. Si no, ¿qué sentido tendría recordarla?”.

Para él, lo ocurrido en Gaza es una tragedia para el judaísmo, una mancha indeleble. “¿Hubiera sido mejor que los judíos siguieran viviendo en la diáspora? –se pregunta en su fuero interior–. ¿Qué significado puede seguir teniendo mi libro? ¿Qué significado puede seguir teniendo la memoria de la Shoá frente a Gaza?”.

Mirar hacia adentro

El apartheid comenzó en mayo de 1948, y también fue en mayo de 1948 que se fundó el Estado de Israel. Es posible que sea una coincidencia, pero estos dos acontecimientos son consustanciales con el fin de la era colonial en el mundo, y de hecho existe un vínculo entre el apartheid y el sionismo, sin siquiera mencionar a Cisjordania.

Cuando llegaron a Sudáfrica, los inmigrantes habían traído consigo dos ideas fuertes y opuestas de Europa del Este. Por un lado, el sionismo, que se convirtió en una suerte de religión civil laica –la Federación Sionista de Sudáfrica se fundó justo un año después del Congreso de Basilea organizado por Theodor Herzl en 1897–. Por otro lado, el compromiso radical de los bundistas con la justicia en el aquí y ahora: la Unión General de Trabajadores Judíos era el partido socialista de los judíos de Europa del Este, fundado también en 1897 en Vilna. De allí salieron simpatizantes y luchadores de los guetos judíos que se sublevarían en la Europa ocupada. En Sudáfrica, los militantes judíos los recordarían en su lucha por la libertad para todos.

Por otra parte, el sionismo se fortaleció bajo el apartheid: el sistema etnocrático exigía que las personas pertenecieran a una comunidad. Para millones de sudafricanos, esto significaba la asignación arbitraria a castas y bantustanes del color de la piel. La mayoría de los judíos, sin embargo, aplicó un principio diferente: en lugar de integrarse en la sociedad, se replegó sobre sí. Aún hoy, la comunidad, que se redujo a 60.000 miembros por la emigración, es sorprendentemente homogénea, con un 80 por ciento de origen lituano; es decir, tan poca mezcla en 150 años.

Beyachad, que significa “cohesión” en hebreo, es el nombre del centro comunitario de Johannesburgo, aislado de la calle por un muro de seguridad. El historiador David Saks, familiarizado desde hace tiempo con los asuntos de la comunidad judía, tiene su oficina en el primer piso, pero unas enormes rejas protegen las ventanas; la fría luz de neón, el encanto de una celda de prisión. Esta atmósfera coincide con el resumen de una frase que dice Saks sobre cómo van las cosas: “Volvemos a mirar hacia dentro”.

Mientras que en Europa y Estados Unidos la diáspora se ha visto inmersa en un proceso de secularización, en Sudáfrica se ha volcado más hacia la religión, volviéndose más ortodoxa. Y como quienes viven según la Ley se ven obligados a ir a pie a la sinagoga para celebrar el sabbat, se multiplican las pequeñas casas de oración, a veces informales. A pesar de los precios, la mayoría de los padres envían a sus hijos a una de las escuelas judías privadas. El costo de la escolarización regula así el número de hijos que se desea tener. Mejor tener menos, pero con una identidad judía asegurada.

Tras el fin del apartheid, hubo, según Saks, un deseo de abrirse más a la sociedad. Pero esto no duró mucho tiempo, sobre todo por el fracaso del proceso de paz en Medio Oriente. La opinión pública sudafricana es ardientemente pro Palestina. Muchos judíos la perciben como antisemita. Esto ya era así antes del 7 de octubre de 2023, y desde entonces las tensiones no han hecho más que aumentar. Debido a las simpatías de algunos miembros del ANC por Hamas, algunas voces judías advirtieron contra la organización de concentraciones de odio y pogromos, mientras que Sudáfrica, con un amplio apoyo de la población, acusó a Israel de genocidio ante la Corte Internacional de Justicia.

El “momento 68” judío

“Los ataques a judíos siguen siendo extremadamente raros –matiza Saks–. En los países cuyos gobiernos son favorables a Israel, hay más antisemitismo porque los musulmanes vuelcan su frustración contra los judíos. Aquí eso no es necesario”. En Sudáfrica, un inmigrante indigente de Zimbabue sigue siendo más vulnerable que un judío –a causa de la violencia xenófoba en un caso, y porque la comunidad se asegura de que ninguno de sus miembros acabe en la calle en el otro caso–, aunque últimamente haya aumentado la pobreza. “Antes, ¡dábamos más dinero a Israel que todas las demás diásporas!”, recuerda Saks con nostalgia. Se ha iniciado una campaña de recaudación de fondos entre los emigrantes acomodados.

Las escuelas judías mantienen cooperaciones con otras escuelas más pobres –en particular para que los niños de la comunidad puedan aprender a socializar con sus compañeros negros sin sentirse superiores–. La socióloga Deborah Posel cree que detrás de estos compromisos a menudo hay un sentimiento inconsciente de culpa; sería preferible admitir “nuestra complicidad”, como dice ella. Un estudio muestra hasta qué punto los judíos sudafricanos están divididos en su relación con el pasado: el 38 por ciento piensa que la comunidad aceptó demasiado el apartheid, un bloque ligeramente mayor opina lo contrario y una quinta parte prefiere no opinar.6

En este contexto, ¿qué significa ser judío en un país que ve a Israel a través del prisma de la experiencia traumática del apartheid? El sufrimiento moral parece mayor entre quienes no quieren definirse ni como sionistas ni como antisionistas: en la comunidad, no hay lugar para su ambivalencia hacia Israel y, más en general, en la sociedad, hay poca comprensión hacia la idea de la necesidad de un hogar para el pueblo judío.7 El hecho de que jóvenes judíos de izquierda estén adoptando el movimiento Boicot, Desinversión y Sanciones (BDS), muy popular en Sudáfrica, puede interpretarse como una salida radical a este dilema. Esto les permitió salvar las distancias con sus compañeros de universidad negros, y quizás también deshacerse simbólicamente de una herencia no querida. Para el antropólogo Steven Robins, existe ahora un “momento 68” judío en el que las generaciones más jóvenes acusan a sus padres y abuelos por su rol en el apartheid y frente a Gaza. El sufrimiento de los palestinos actualiza y agrava la acusación de una participación culpable.

En el césped del paseo marítimo de Ciudad del Cabo se organiza un “Shabbat against Genocide” (“Sabbat contra el genocidio”) frente a la gigantesca escultura metálica que representa un par de anteojos de Mandela. Sobre una mesa plegable, velas y rosas frescas, rojas y blancas, rosas para Palestina. Un activista que lleva una kipá de los colores del arcoíris recita una oración, mientras trabajadores de la salud musulmanes leen en voz alta los nombres de sus colegas asesinados en Gaza.

Caitlin Le Roith, una joven abogada rubia, sostiene su rosa con cuidado y solemnidad. Dice que recién en la universidad se dio cuenta de todo lo que la escuela judía de Herzliya le había ocultado sobre Israel. “Me sentí traicionada”. Hace poco se unió a los Judíos Sudafricanos por una Palestina Libre, cuyo antisionismo radical considera una respuesta a la educación que recibió en una escuela donde todas las mañanas se cantaba el himno nacional israelí. Una vez, algunos alumnos se arrodillaron durante la ceremonia, como los atletas negros estadounidenses que protestan contra el racismo; la dirección del colegio montó en cólera. En su familia, explica Le Roith, casi nadie entiende lo que ella defiende. “Vivimos en mundos diferentes. Es difícil seguir hablándonos”.

Heidi Grunebaum, nieta de judíos expulsados de Hesse, ha puesto de relieve el triángulo formado por el apartheid, Israel y la Shoá con especial agudeza, y lo ha hecho sin concesiones, ni siquiera consigo misma. Nos encontramos en la Universidad del Cabo Occidental, donde es investigadora. Ingresar en una facultad creada para las personas coloured y en la que se luchaba contra el apartheid fue una decisión que meditó de manera muy detenida: se trataba de romper con el espíritu de privilegio que persistía, sobre todo en el mundo académico. Grunebaum tiene fama de radical, pero enseguida llama la atención el cuidado y el matiz con que se expresa, sin ocultar su propia vulnerabilidad.

De joven creyó que emigrar a Israel la salvaría de su inevitable implicación en el apartheid. Teniendo en cuenta que miembros de su familia habían sido asesinados en Auschwitz, ¿no podía encontrar allí una existencia moralmente coherente? Descubrió Israel por primera vez en el marco de un programa juvenil sionista, que incluía una visita al llamado Bosque Sudafricano, plantado por el Fondo Nacional Judío con donaciones de judíos sudafricanos –sobre las ruinas de una aldea palestina destruida en 1948–. Fue mucho más tarde que Heidi Grunebaum entendió que, al donar dinero en las cajas azules y blancas del Fondo, se había convertido en parte de algo más.

Nelson Mandela y Ana Frank

Los paralelismos se hicieron evidentes para ella: en Sudáfrica, el desplazamiento forzoso de tres millones y medio de personas; allí, la expulsión de los palestinos. En ambos casos, el crimen de limpieza étnica se hizo invisible: en Sudáfrica, mediante lo que se llamó reconciliación; en Israel, a través de la reforestación y la amnesia. Grunebaum realizó un documental sobre este tema, The Village under the Forest (“El pueblo bajo el bosque”, con Mark J. Kaplan, 2013). Desde entonces, ha sido vilipendiada dentro de la comunidad. Grunebaum relata el dolor que siente al ver sufrir a sus padres por esto.

Ahmed Kathadra, hijo de comerciantes indios y más tarde ejecutivo del ANC, visitó Auschwitz y las ruinas del gueto de Varsovia en 1951. El recuerdo de aquella experiencia nunca lo abandonó. De vuelta en Sudáfrica, cuando pronunciaba sus discursos contra el apartheid, levantaba un recipiente de cristal que contenía restos de huesos del campo. ¡Vean lo que significa el racismo extremo! Más adelante, en la prisión de Robben Island, Kathadra, al igual que Nelson Mandela, leyó en secreto el diario de Ana Frank. Actualmente, este libro es de lectura obligatoria en las escuelas de Sudáfrica.

Aunque algunos líderes del ANC han mostrado simpatía por Hamas, aquí nunca se ha negado la Shoá. Al contrario, las comparaciones entre el apartheid y el nazismo sirvieron para movilizar a la opinión pública internacional en la inmediata posguerra. En 1994, en vísperas de las primeras elecciones democráticas, Mandela selló simbólicamente el fin del apartheid con una exposición dedicada a Ana Frank. “Al honrar la memoria de Ana”, dijo en la inauguración, “decimos al unísono: ¡nunca más!”.

La enseñanza de la historia de la Shoá es obligatoria en el plan de estudios de las escuelas secundarias en Sudáfrica. Se han creado tres centros sobre la Shoá y el genocidio en Ciudad del Cabo, Durban y Johannesburgo. El día de nuestra visita al centro de Johannesburgo coincidió con la visita de un grupo de adolescentes judíos; 60 chicos y chicas escuchaban a un mediador negro no judío explicar el vínculo entre el exterminio por los nazis y el genocidio ruandés. Aquí, ambos genocidios se sitúan en pie de igualdad. Ambos implican una exclusión de nuestra humanidad común. En el vestíbulo, junto a una cita de Primo Levi, cuelgan fotos de escenas de violencia xenófoba tomadas de las noticias más recientes.

Tali Nates, una israelí que adquirió la nacionalidad sudafricana, ha dotado a este lugar de un lenguaje especial. Su padre se salvó gracias a la lista de Oskar Schindler. Lo que los jóvenes se llevan de este lugar no son definiciones de antisemitismo, sino la tarea que nos corresponde de defender la humanidad. Y un principio: siempre hay una elección, incluso no hacer nada es una decisión ética.

Charlotte Wiedemann, periodista y escritora. Su última publicación es Den Schmerz der Anderen begreifen. Holocaust und Weltgedächtnis, Berlín, Propyläen, 2022. Traducción: Emilia Fernández Tasende.


  1. South African Press Association, 18-11-1997. 

  2. Shirli Gilbert, “Remembering the Racial State. Holocaust Memory in the Post-Apartheid South Africa” en Jacob S. Eder, Philipp Gassert y Alan E. Steinweis (bajo la dirección de), Holocaust Memory in a Globalizing World, Göttingen, 2017. 

  3. Mitchel Joffe Hunter, “White skin, white masks. Ashkenazi Jews in Southern Africa”, The Funambulist, 22-6-2023. 

  4. Steven Robins, Letters of Stone. From Nazi Germany to South Africa, Penguin Random House South Africa, Ciudad del Cabo, 2016. 

  5. “Prominent figures among hundreds of concerned South African Jews calling for ceasefire in Gaza”, dailymaverick.co.za, 15-11-2023. 

  6. David Graham, “The Jews of South Africa in 2019. Identity, community, society and demography of Jews in South Africa”, Universidad del Cabo, marzo de 2020. 

  7. Shirli Gilbert y Deborah Posel: “Israel, Apartheid, and a South African Jewish dilemma”, Journal of Modern Jewish Studies, Oxford, 2021.