La cocina francesa ha estado dividida durante mucho tiempo en corporaciones: los proveedores de catering vendían guisos, los taberneros vendían vino, los asadores vendían carne... Luego, a mediados del siglo XVIII, apareció el restaurante.
Siguiendo unos orígenes que remontan a los primeros “libros de cocina” publicados en Alemania e Italia a finales del siglo XV, en coincidencia con las primeras obras impresas, las condiciones para la práctica gastronómica francesa se establecieron en 1651, con la publicación de Le Cuisinier françois, de La Varenne1. Esta obra resume los procesos culinarios de la nobleza y describe una forma de cocinar típicamente francesa, distinta de los hábitos alimentarios de la Edad Media, gracias en particular al recurso de apelar a nuevas especias y sabores, así como a innovaciones técnicas en la preparación de los alimentos. Esta línea de demarcación se verá confirmada por la publicación, en las décadas siguientes, de varias obras del mismo tipo, cada una de las cuales defenderá sus propias prácticas (mediante recetas y observaciones), renegando de las demás.
Sin embargo, la génesis del ámbito gastronómico francés no se limita a estos primeros textos que definían parámetros simbólicos. La práctica también necesitaba un ancla institucional, y fue la Revolución de 1789 la que generó las condiciones para ello con la creación del restaurante.
El vínculo histórico exacto entre ambos ámbitos sigue siendo objeto de debate, y es, por ejemplo, tema de la película Délicieux (2021), de Éric Besnard. La explicación más sencilla es que los cocineros que alguna vez trabajaron en casas aristocráticas se vieron obligados a abrir establecimientos cuando sus amos huyeron del país o perecieron bajo el terror. Sin embargo, como han señalado Stephen Mennell y otros, “el primer lugar de esta nueva forma de cenar abierta al público que pasó a llamarse restaurante apareció en París durante las dos décadas que precedieron a la Revolución2”.
Sin embargo, la explicación sin dudas más convincente es que al abolir el sistema de las corporaciones, la revolución creó las condiciones para una transferencia de prácticas culinarias artesanales desde la aristocracia hacia la burguesía, a través de la nueva institución del restaurante3.
Tradicionalmente, comercios independientes vendían caldos “restaurantes”, unos consomés a base de carne destinados a recuperar fuerzas. Hacia 1765, un tal Boulanger, proveedor de “restaurantes”, o caldos, abrió una tienda en París que ofrecía también alimentos cuya venta estaba sujeta al sistema corporativo. La corporación que reunía a cocineros y proveedores lo demandó, pero la Justicia falló a favor de Boulanger, lo que supuso la inminente desaparición del sistema de corporaciones e incentivó al mismo tiempo el desarrollo de estos nuevos comercios de venta de platos cocinados para comer en el lugar. Aunque tuvieron que pasar varias décadas antes de que el término “restaurante” fuera reconocido oficialmente en su significado actual, estos nuevos establecimientos despegaron después de la revolución. Bajo el imperio ya eran entre 500 y 600 y alrededor de 3.000 bajo la restauración (1814-1848).
Sin duda tenemos aquí una ilustración del triunfo de París sobre el resto de Francia, del mismo modo que la revolución triunfó sobre la monarquía: al poner fin a la división entre París y Versalles, la revolución movió los ejes de la política, la cultura y el comercio hacia la capital, que pasó a ser su centro indiscutido. Además, mientras París comenzaba a basar su reputación en sus restaurantes, la mística ligada a esta institución fue amplificando la construcción simbólica de la capital, como señaló Rebecca Spang: “A medida que crecía la reputación de los restaurantes de la ciudad, el mito de París como el gran cubierto de la nación se expandía4”.
Una vez establecidos en la capital, los restaurantes se multiplicaron con rapidez por el resto del país, mientras los cabarets tradicionales y las tabernas se transformaban a su vez en restaurantes. Así, un estilo de grandeza y exceso aristocrático, propio de la alta cocina, se transmitía desde París hacia diferentes puestos de avanzada en el interior del país. Como escribe Jean-Robert Pitte: “En cuanto al refinamiento de las antiguas casas aristocráticas, se lo encuentra en los restaurantes de lujo de los grandes bulevares de París (Café Riche, Café Anglais, etcétera), en la Place Bellecour de Lyon o en las callejuelas de Tourny, en Burdeos. Allí se implementan las recetas desarrolladas y codificadas tiempo atrás por Antonin Carême, el cocinero de las ‘extraordinarias’ [comidas oficiales para ocasiones especiales] del imperio y de la restauración, y luego por sus sucesores –Dugléré, Urbain Dubois, y finalmente Escoffier–. Allí se preparan los mejores pescados y mariscos, el foie gras de Estrasburgo, convertido en símbolo del buen comer5”.
Rick Fantasia, sociólogo, autor de Gastronomie française à la sauce américaine. Enquête sur l’industrialisation de pratiques artisanales, Seuil, colección “Liber”, París, 2021, libro del cual está adaptado este texto. Traducción: Le Monde diplomatique, edición Uruguay.
“Michelin”, el metro estándar
Hay tres categorías de calificaciones Michelin. Un restaurante de una estrella ofrece (en la jerga característica de la guía) “muy buena cocina en su categoría”, constituye “una buena parada en su itinerario”. Un establecimiento de dos estrellas es un lugar donde se puede esperar una “excelente cocina”, que “merece la pena un desvío” en el camino. Por último, una calificación de tres estrellas designa “uno de los mejores restaurantes” y “vale la pena el viaje”: “La comida siempre es muy buena, a veces maravillosa. Buenos vinos, servicio impecable, un ambiente elegante”.
Existe una mitología en torno a este sistema de clasificación. En primer lugar, el culto al secreto asociado al método de inspección de los restaurantes. No sólo sigue siendo un misterio el número exacto de inspectores que trabajan para la guía, sino que preservan de manera escrupulosa su anonimato ante el personal de los establecimientos que visitan, pagando ellos mismos la cuenta (a diferencia de otros críticos, que, tras haberse identificado como tales ante la gerencia, logran a menudo cenar gratuitamente).
Además de su legendaria discreción, otro elemento contribuye al mito de Michelin: no responder a intereses. Esta reconocida cualidad se debe en gran medida a que, durante aproximadamente 85 años, en esta guía (a diferencia de otras del sector gastronómico) estuvo prohibida toda publicidad. Producto del escudo financiero de que la empresa Michelin la dotó, esta postura la preservó de sospechas por conflictos de intereses (al menos de carácter financiero). Protegida del riesgo de verse contaminada por consideraciones comerciales, la Guía Michelin pudo cumplir su papel de pilar simbólico del edificio de la gastronomía francesa (incluso cuando sus ventas disminuyeron o los comentarios y calificaciones en internet se popularizaron).
El tercer ingrediente del halo que rodea a Michelin es la atemporalidad que la guía busca encarnar, fruto tanto de su antigüedad, de su calendario de publicaciones (su publicación anual es un ritual) y de su conservadurismo (siempre la misma tapa roja, con una presentación y una distribución del espacio que poco varían). Esa impresión de seriedad y fiabilidad se ve además acentuada por los vínculos de la guía con una empresa industrial familiar reputada por su solidez y su respetabilidad.
El cuarto componente del mito Michelin deriva de los tres anteriores: su poder de consagración, muchas veces transmitido por la prensa y acrecentado por el lugar especial que ocupa la cocina en el patrimonio cultural nacional. Cuando un chef obtiene una tercera estrella, adquiere un considerable poder cultural. Cada año, la publicación de la guía es asumida como un evento mediático. Su “cuadro de honor”, con sus ganadores y perdedores, fascina a numerosos franceses (fundamentalmente porque la mayoría de los chefs de tres estrellas son celebridades). La mitología que rodea a Michelin perpetúa así la creencia en el poder cultural de la gastronomía.
RF. Traducción: Le Monde diplomatique, edición Uruguay.
-
Reeditado bajo el título de Le Cuisinier françois, prefacio de Mary y Philip Hyman, Manucius, Houilles, 2001. ↩
-
Stephen Mennell, All Manners of Food: Eating and Taste in England and France from the Middle Ages to Present (segunda edición), University of Illinois Press, Chicago, 1996. ↩
-
Este es el punto de vista manifestado por Jean-Robert Pitte en Gastronomie française. Histoire et géographie d’une passion, Fayard, Paris, 1991. ↩
-
Rebecca Spang, The Invention of the Restaurant: Paris and Modern Gastronomic Culture, Harvard University Press, Cambridge, 2000. ↩
-
Jean-Robert Pitte, “Naissance et expansion des restaurants”, en Jean-Louis Flandrin y Massimo Montanari (bajo la dirección de), Histoire de l’alimentation, Fayard, Paris, 1996. ↩