Melancolizado en los aciertos del pasado, el progresismo argentino fue perdiendo la gimnasia que caracterizaba su forma de aproximación al mundo. ¿Advierte el fracaso de su modelo o asume que fue sólo una caída electoral? ¿Se hace cargo o se victimiza?
No fue sino hasta la aparición de las denuncias realizadas por Fabiola Yáñez por violencia de género contra el expresidente Alberto Fernández que el amplio campo del progresismo argentino, por obligación o virtud, se pronunció. Las fotografías de quien fuera la primera dama, que saturaron las pantallas de televisores y dispositivos móviles, mostraban las consecuencias manifiestas del comportamiento machista vil por antonomasia en hematomas y conversaciones que daban cuenta de cierta recurrencia. No se administró la información ni se preservó a la víctima: la obscenidad –aquello que debería permanecer fuera de escena– no sólo es más fuerte que todo lo que el feminismo enseñó sobre género, sino que hizo crecer las llamas de la indignación a alturas redituables. Entonces y sólo entonces, cuando resultó imposible mirar “para otro lado” porque parecía que no había “otro lado” al que mirar, la última versión del progresismo congregada en la experiencia del Frente de Todos se concedió permiso para abrir la esclusa crítica y darse a la exclamación que antes era sólo reservada para la adhesión irrestricta o la adoración.
Así Alberto Fernández pasaba a la historia como un “mal presidente”. Una persona que utilizó cargo e investidura para fortalecer su negocio histórico de venta de seguros, sin códigos y sin palabra. Palabra que se encargó de desperdigar en apariciones públicas innecesarias, entrevistado por amigos de larga data que celebraban el despliegue de plumas de su narcisismo, fueran chanzas sobre fútbol o versos nostálgicos de rock nacional. Un hombre que dirimió su incompetencia e impotencia política con una vida “de macho” puertas adentro –y no tan adentro– haciendo pedazos aquel furcio inicial que tantos suspiros causó1. El “volver mujeres” no sólo tomó una dimensión macabra, sino que auspició la imposibilidad de un presidente declamado feminista para vincularse con la mujer que vio en él el ganador de una elección, el reverso de la facilidad para relacionarse con damas que no ponían en duda ni su ambición ni su poder.
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¿Qué nos vienen a decir los reconocimientos reactivos a esta crisis y las pronunciaciones de espanto ahora y frente a hechos deleznables? Pero más importante aún, ¿qué nos dijo durante tantos años aquel voto de silencio, acaso un imperativo para no perder el lugar en las filas o en las listas como todo buen soldado? Una primera impresión: los infiernos morales desplazaron la discusión política. El desdibujamiento de la causa de corrupción por la que se investiga al exmandatario tras la imputación por lesiones graves lo comprueba. Una segunda impresión: la autocrítica parece tener un costo demasiado alto, sobre todo porque lo carga en su haber y en su cuerpo Yáñez, una mujer, una única persona. Postergados y tardíos, los mea culpa de hoy esconden en su ropaje el aroma de la negación del ayer. Negación de una serie de problemas estructurales, mucho más apremiantes y menos glamorosos que las pinceladas estéticas y las selfis, que fueron lastimando la piel de un sector amplio del electorado contenido entonces por el nombre y el liderazgo de Cristina Fernández de Kirchner.
Los moretones sobre ese cuerpo social se ven menos en fotos que en los números de las encuestas, de los informes y, en última instancia, cuando ya es tarde, de los escrutinios. Sin embargo, fueron reducidos a malestares menores, mal leídos por una dirigencia sin muñeca para la propuesta y en posición defensiva. Las marcas de la desaprensión fueron subestimadas al punto de convertirse en la cantera de sentido para la construcción y el advenimiento del vigor libertario, sobre todo durante y después de la pandemia. Fue la entonces oposición mileísta la que azuzó el descontento y trabajó para desmantelar las lógicas –muchas signadas de acuerdo al bien y al mal– instaladas por el gobierno en los tiempos configurados por la covid-19, poniendo en relieve las necesidades materiales de un sector de la sociedad que no podía darse el lujo de quedarse en casa a esperar con mansedumbre y masa madre su turno para la inmunización. A este panorama base se sumaron otros conflictos no sencillos de abordar: la inflación, los privilegios de la casta y las imágenes de corrupción formaron el color de la bandera por la libertad.
De cara a las elecciones de medio término primero y a las presidenciales después, lo que hubo fue una invitación estridente a los votantes a cambiar de posición subjetiva. Los héroes del freak show capaces de reescribir las páginas de lo que no funciona fueron más que los defensores de un modelo exhausto y detonado, que presentó a Sergio Massa para dar la batalla de un gobierno quebrado desde la vereda de “la normalidad”. ¿Quién formuló la propuesta “progresista” y quién la conservadora? ¿Quién cuestionó los avatares del poder y quién hizo campaña para preservar las cosas tal como estaban? Si las promesas se cumplen o no es otro asunto, uno posterior. El balance del partido vencedor, antes de alcanzar el año de gobierno, indica que la política está hecha de trampas. Que también puede ser bait.
La misma capacidad de interpretación y agilidad de movimiento con la que Javier Milei transformó desertores ajenos en votantes propios –pasando por encima de Juntos por el Cambio2– señaló el anquilosamiento de la lectura otrora admirable de la fuerza progresista. Y pese a todos los esfuerzos por ocultarlo, también dejó en evidencia que la lapicera que escribió los versos del poemario progre se quedó sin tinta en sus años dorados, aquellos de las celebraciones del Bicentenario, los niveles de consumo por las nubes y los ingresos en dólares más altos de América Latina. Una fiesta de la espuma nacional y popular segmentada en derechos conquistados y recuerdos gratos que en este presente quedan demasiado lejos para muchos argentinos, asediados por la urgencia de una vida diaria de vértigos, rebusques e incertidumbres. Hasta hace no tanto, los pactos sociales de aquel tiempo en la cima del progreso parecían incólumes y tallados en mármol, pero la configuración del mundo cambió con una velocidad que dejó a la ciencia política y a los estrategas de la rosca desnudos frente a un electorado que se inclina hacia nuevas identificaciones. Menos ideología, más pragmatismo. El pibe que recibió una netbook del plan Conectar Igualdad, la madre soltera que cobró una Asignación Universal para criar a su hijo o el ama de casa que logró jubilarse no necesariamente anudaron su lealtad a ese Estado presente o consideraron que aquello era suficiente para rendir una pleitesía electoral vitalicia.
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Melancolizado en sus aciertos, el progresismo fue perdiendo la gimnasia que caracterizaba su forma de aproximación al mundo. A fuerza de escepticismo y desconfianza, de especulación y comentario, prevalecía una voluntad que volvía cualquier afirmación política en pregunta, en un intento de empujar más allá los límites de lo posible. Esta disposición a cuestionar los consensos tejidos con las agujas veloces del poder –una impronta compartida con la carta natal de las izquierdas– presenta muchos inconvenientes cuando es el progresismo mismo el que debe transformar el ovillo en las prendas de la acción política. Si el poder está bajo presunción de una maldad intrínseca, si se lo considera más un fin que una herramienta, si indefectiblemente es un atributo de los opresores para hacer de las bases sus oprimidos, entonces es esperable que aquel ejercicio se convierta en un encadenado de dificultades capaz de llegar a la parálisis. Para el funcionariato progresista el poder siempre parece ser de otro o estar en otro lado, como una ánima viva que se escurre de las manos justo cuando cree que, al fin, la ha capturado. Hay algo insondable en ese movimiento, algo incluso vital, siempre y cuando el “sujeto progresista” sea la doxa, siempre y cuando esté a salvo de la culpa y la vergüenza que le da hacerse del poder. Distinto es cuando llega el turno de agarrar el bastón y cruzarse la banda, de ponerse firme, tomar decisiones y abismarse tanto a las mieles del acierto como a los zanjones de la equivocación. Hay experiencias pasadas de gobierno que suscriben esta complejidad casi oximorónica, esta tensión indisoluble entre atracción y rechazo.
Aún hoy, todavía estupefactos, las preguntas para el progresismo siguen abiertas como heridas narcisistas. ¿Advierte el fracaso de su modelo o asume apenas una derrota electoral? ¿Reconoce en su pathos algunos síntomas de decadencia o le queda más a mano justificarse en la contingencia, en una mala gestión o en el fenómeno mundial de la ultraderecha? ¿Se hace cargo o se victimiza? Si bien la diferencia entre una y otra posición no cabría de ningún modo en la columna de los detalles, las respuestas que comienzan a aparecer son disímiles y, aunque están unificadas por el barniz del remordimiento, no confluyen todas en la misma dirección. Adaptarse o profundizar. Cambiar o ir a fondo.
Son contados los funcionarios que participaron en el Frente de Todos que salen a mirar a los ojos a la derrota y los derrotados, a ponerle palabras a una situación que aprieta y ahorca en muchísimos hogares. Son muchos los que hablan de “construir poder” y “pensar en el futuro”, urgidos porque las hojas del almanaque se arrancan rápido y las elecciones legislativas de 2025 están a la vuelta de la esquina. Mientras tanto, en todos los niveles de la vocería política, la militancia y los formadores de opinión que hasta ayer nomás hacían la guerra santa del progresismo hoy se reacomodan en el enramado de acuerdo al rédito propio. Se atomizan y borran con el codo consignas, discursos, bajadas de línea; se desdicen encima. Persiste un núcleo duro que, inspirado en el mítico soldado japonés, sigue sin poder admitir fallas o errores, que no ve la hora de que le vuelvan a decir a quién votar y militar. Otros, bajo los efectos de alguna pomada de acción retardante, comienzan a contemplar que el voto a Milei no estuvo motivado por el odio y el resentimiento. También hay quienes le rezan a diario al santito del helicóptero sin pensar que después del despegue hay un día después; son los mismos que auguran un estallido que hasta ahora se demora, los que sin poner jamás el cuerpo se ensueñan con tirar piedras.
Pero el diagnóstico es común en todos los casos: una quimera entre la orfandad y el alegato de demencia. “Nadie quería entender nada en Argentina, sobre todo porque era más conveniente; lo recomendable entonces era agregarse a la festiva euforia e ignorar, adherir al discurso fácil y dejarse arrastrar por las grandes consignas”. La síntesis no es propia y tampoco es actual. El fabuloso colega Jorge Asís podría haber escrito estas líneas ayer o la semana pasada, podría haberlas articulado durante una entrevista con algún streamer fascinado con su estampa, pero corresponden a Partes de inteligencia, novela que publicó en 1987, cuando promediaba la presidencia de Raúl Alfonsín.
Paula Puebla, escritora.
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NdR: El 10 de diciembre de 2019 Alberto Fernández cerró su discurso de toma de mando con la frase “volvimos y vamos a ser mujeres”, en vez de “volvimos y vamos a ser mejores”. Algunas voces del feminismo tomaron el error como un buen augurio. ↩
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La coalición del expresidente Mauricio Macri, que no entró al balotaje de 2023. ↩