¿Debe el peronismo abandonar su agenda progresista para recuperar al varón con alergia a los derechos de género que le robó el proyecto libertario? ¿O debe mirar la realidad de la base electoral que lo mantiene vivo pese al reciente fracaso electoral? ¿Era “progre” Juan Domingo Perón?

La pregunta central que anima gran parte del debate político argentino actual es qué debe hacer el peronismo con el progresismo. Las razones de su centralidad son un tanto misteriosas, ya que la importancia de la cuestión progresista para el peronismo no es obvia. Que el peronismo está en crisis desde su derrota en el balotaje del año pasado, y tal vez desde antes, no es ninguna novedad. Pero ¿por qué sería el progresismo el único culpable, y no su relación con el mundo del trabajo o con el federalismo o con el Estado? Sin embargo, la esfera pública tiene razones que la razón no conoce.

Progresismo es un término de uso coloquial, no una ideología o una visión de mundo claramente delimitada. Su antecedente histórico puede rastrearse en el ensayo Si el género humano se halla en progreso constante hacia mejor, de Immanuel Kant, publicado en 1798. En él, Kant establece una de las premisas fundantes de la modernidad iluminista y liberal: la idea de que la humanidad entera es parte de una trayectoria que, guiada por la razón, impulsa el progreso gradual y constante. El paradigma liberal-progresista fundado en ese entonces continúa dejando su huella en algunas ideas implícitas al progresismo actual: el cambio es gradual y no revolucionario, supone sobre todo la disminución de la violencia, la crueldad y la dominación y el aumento de la colaboración y la libertad, y el agente de ese cambio es la sociedad civil expresada en las asociaciones voluntarias, en el debate de ideas y, sobre todo, en la noción de derechos humanos universales y la igualdad de las personas.

Algunos ecos históricos de la definición kantiana resuenan en los debates argentinos actuales sobre el progresismo. Hoy ser “progre” también supone apostar al cambio gradual antes que revolucionario, supone que la disminución de la dominación y la crueldad son fines buscados, y se ancla en una idea universalista de los derechos humanos. Pero, además, ser progre se ha fusionado con dos términos también polisémicos: el neologismo “woke” y el feminismo. En este sentido, “progresista” sería (según sus críticos) algo así como la reducción obsesiva de la búsqueda de justicia económica y social a un puñado de temas relacionados con la discriminación de geńero e identidad sexual. La crítica a “lo progre”, además, es una crítica sobre todo estética y actitudinal. Se acusa a los progres de caer en una actitud moralista, insincera y doctrinaria, poco divertida e hipócrita. Además (lo que nos importa con relación al tema de esta nota), se asume que la agenda “woke y progre” es burguesa y foránea, alejada de los verdaderos sentimientos y aspiraciones de las clases trabajadoras. Y se dice que los sectores populares estarían mucho más cerca de las actitudes tradicionales sobre los roles de género, orientados hacia un modelo clásico de familia de padre proveedor y madre cuidadora, y que son más suspicaces o directamente rechazan la diversidad sexual y de género.

Después de la derrota

Tras el uppercut a la mandíbula que resultó la derrota peronista a manos de Javier Milei, se multiplicaron las interpretaciones que no dudaron en establecer una causalidad entre ese fracaso electoral y el acercamiento de los últimos gobiernos peronistas a los temas de género y diversidad sexual. Es cierto que los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner y de Alberto Fernández impulsaron esta agenda. Algunos hitos en esta “progresización” del peronismo fueron la sanción de la Ley de Protección contra la Violencia contra la Mujer, la Ley de Matrimonio Igualitario y la Ley de Identidad de Género (bajo el kirchnerismo) y la legalización del derecho al aborto (bajo el gobierno de Alberto Fernández). En este sentido, puede tener validez tildar a estos gobiernos de “progres”.

Pero, como se señaló antes, la crítica al peronismo progresista no se reduce a su agenda legislativa. Se cuestionan sobre todo ciertos giros actitudinales, culturales, hasta podría decirse estéticos. Se denuncia que el peronismo abandonó sus raíces históricas para terminar en el empoderamiento de un feminismo didáctico y pedante, empeñado en presionar a la gente para que le diga “elle” a un gato y en escrachar a aquellos no suficientemente woke. ¿No es normal –creen muchos– que frente a la avanzada de “feministas con flequillo” las mayorías sociales decidieran pisar el freno?

En este contexto, abundan aquellos que le piden al peronismo que abandone la impostación progresista, regrese a sus vertientes originales y vuelva a centrar la escucha y la representación en el trabajador dejado de lado. El peronismo habría traicionado a su sujeto histórico, el trabajador padre de familia, doblemente. Por un lado, porque el aumento de la informalidad y la destrucción de los empleos masculinizados de buena calidad lo desplazaron, en muchos casos, de su rol de proveedor. Por otro lado, porque el empoderamiento de las mujeres le quitó el lugar autoritativo que le correspondería como cabeza de familia. En 2021, por ejemplo, el entonces funcionario Emilio Pérsico, líder del Movimiento Evita, advertía que la asistencia social canalizada hacia las mujeres había causado que las familias se convirtieran en “matriarcales”, porque “la que conduce es la mujer”, frente a lo cual “el chabón piró”. Tres años más tarde, la explicación de moda es que ese sujeto, el hombre trabajador, al verse abandonado por el peronismo material y simbólicamente, se habría volcado de forma masiva al proyecto libertario.

Qué debe hacer el peronismo

La conclusión de ese análisis parece clara: el peronismo debería abandonar la agenda progre, retomar una agenda “material” y volver a disputar su sujeto histórico natural.

Esta descripción del estado de cosas está basada en una realidad: todas las encuestas coinciden en que la base de sustentación del proyecto libertario está conformada por varones. El corazón del libertarianismo es masculinista, no sólo porque son hombres la mayoría de sus votantes, sino que lo es en términos identitarios, emocionales y estéticos. La denuncia del progresismo y del feminismo es una cuestión de fe, un puntal de la ideología libertaria.

Sin embargo, la cuestión tiene aristas que complican la viabilidad de la estrategia de “desprogresizar” al peronismo. En primer lugar, un peronismo purgado de progresismo sería difícil de cuadrar con su propia historia. El peronismo siempre fue progresista, a su manera, ambigua y tensionada, pero real. Es cierto que el peronismo siempre contuvo sectores y posiciones conservadoras en temas culturales, y que en términos históricos ha comulgado con discursos familiaristas en los cuales el varón era cabeza de familia y la mamá quien nos ama y nos mima.

Pero quedarse sólo con esa visión sería reduccionista. Las posiciones conservadoras convivieron desde el comienzo, en hibridación y tensión, con discursos y prácticas de avanzada en derechos de género y sexualidad. Mientras Perón y Evita hablaban de la mujer como madre, al mismo tiempo sancionaban el voto femenino, la licencia por maternidad y diferentes derechos civiles de las mujeres y las infancias. Perón legalizó el derecho al divorcio vincular en 1954. Y, según recuerda Dora Barrancos, indultó a tres médicos que habían sido condenados por practicar un aborto en 1946, al inicio de su gobierno. Incluso Carlos Menem, cuyo discurso sobre derechos sexuales y reproductivos estaba a la par de las posiciones reaccionarias de Irán y el Vaticano, sancionó la Ley de Cupo Femenino, que logró que por primera vez aumentara de manera sustantiva la presencia de mujeres en el Poder Legislativo, algo que no sucedía desde 1955.

Pero no quiero detenerme en una revisión de la historia “progre” del peronismo, porque, en último término, la historia poco nos dice de las identidades políticas del presente. La segunda arista me parece más apremiante, y es esta: abjurar de los avances logrados en temas de derechos sexuales, de género y reproductivos y del concepto de derechos humanos implica abandonar la base electoral efectivamente existente del peronismo.

En efecto, las encuestas de opinión disponibles coinciden en que existe una brecha de género en el voto actual: los varones votaron más a Javier Milei y las mujeres están sobrerrepresentadas en el 44 por ciento que optó por Sergio Massa. Ya sea por diseño o por error, la base del peronismo está constituida, en su mayoría, por mujeres.

Un sondeo reciente realizado por Nicolás Tereschuk y Abelardo Vitale junto con investigadores de la Universidad Nacional de Quilmes encontró que quienes se sienten más lejanas al gobierno son las mujeres de entre 30 y 49 años1. Esta distancia se asocia con diferentes visiones de mundo: quienes se sienten más cercanas al peronismo creen también en la necesidad de invertir más en salud, educación e infraestructura estatal de cuidados, participan en organizaciones solidarias y se hacen cargo, al interior de sus hogares, del sostenimiento y cuidado de la vida familiar. Recelan de la visión de mundo que ensalza el individualismo y la crueldad. Y comprenden que los temas “de género” son también materiales y económicos. No necesariamente son o se definen como “progres” o “feministas”, pero recelan de la avanzada neoconservadora.

El núcleo de votantes “disponibles”, proclives a votar al peronismo aun en su peor crisis política, identitaria y electoral, son mujeres que se sienten cercanas a lo que suele llamarse “progresismo”. En un libro reciente2, Javier Balsa sostiene que las personas que se muestran más abiertas a la posibilidad de votar al peronismo no sólo tienen posiciones menos conservadoras en temas de género y sexualidad, sino que tienen grados más altos de rechazo, por ejemplo, a la última dictadura militar.

Guste o no, haya sido resultado de un plan o de una equivocación histórica, lo cierto es que hoy esa es la base electoral del peronismo.

El sujeto social

Hay una última dificultad. El núcleo de apoyo al mileísmo son los varones, pero no necesariamente los trabajadores padres de familia. Tereschuk y Vitale encuentran que son los varones menores de 30 años de edad quienes manifiestan mayores niveles de adhesión al libertarianismo. En aquellos varones que ya han llegado a la edad en que, en general, se está insertado a pleno en el mundo laboral y familiar, el apoyo decae. Y tampoco son mayoritariamente trabajadores. Los jóvenes que apoyan a Milei constituyen una identidad de grupo que atraviesa todas las clases sociales. Y sus demandas no se centran en el mejoramiento del empleo registrado o la recuperación del trabajo industrial. Antes bien, en muchos casos, como señala Javier Balsa, son neoliberales entusiastas: combinan una especie de nihilismo social en el que las ideas de lo colectivo y las obligaciones recíprocas son vistas como opresión, y cultivan un antifeminismo y una nostalgia por una jerarquía de géneros que en realidad no experimentaron, porque hace décadas que no existe.

Por eso los planteos que proponen una vuelta del peronismo a ese sujeto mítico –el trabajador proveedor varón– carecen de sentido. Por un lado, no queda claro que exista efectivamente un sujeto social que combine una visión “tradicional” sobre género y sexualidad (entre comillas, porque esa tradición es imaginaria en una Argentina donde la mitad de los hogares son monoparentales), con la defensa de una visión industrialista, productivista y, por así decirlo, tradicionalmente justicialista. Esto es así porque, en el sector que apoya a Milei, la mirada patriarcal de la sociedad se ha combinado (por diseño o por error) con visiones neoliberales casi nihilistas de lo social. Y quienes se sienten cercanos a la combinación de neoliberalismo extremo con jerarquías de género rígidas hoy están muy cómodos en el punto opuesto del espectro ideológico al peronismo.

Por supuesto, el peronismo debe explorar un discurso, una estrategia y un acercamiento a esos sectores que hoy se sienten más cercanos al libertarianismo. Y tal vez esa aproximación deba buscarse desde otro lugar que el que funcionó en los últimos 20 años, desde nuevos discursos y liderazgos. Pero el peronismo se caracterizó siempre por hibridar, combinar y tensionar una cosa con otra cosa: modernidad y tradición, cosmopolitismo y nacionalismo, verticalismo e indisciplina. Hibridación y tensión, sí; pero no renuncia a las tradiciones, las narraciones… y a las propias bases. Porque mientras tanto sigue existiendo, aun en la profundidad de la crisis, un sector que aspira a una visión un poco menos cruel y más entroncada con ciertas ideas de justicia social y colectiva. Muchas mujeres se encuentran allí, aunque no sólo mujeres. Es probable que no sea hoy una mayoría electoral, y tal vez tampoco sea demasiado visible, porque en muchos casos son personas ocupadas en la tarea de cuidar a sus hijos, a sus familias y a sus comunidades. Pero ahí están. Por ahora, bastante solas.

María Esperanza Casullo, politóloga (Conicet-UNRN).