Las elecciones generales británicas del 4 de julio reflejan la consolidación de un sistema político cada vez más burocratizado. Los conservadores sufrieron un revés histórico, mientras que el Partido Laborista, con un enfoque de centroderecha, ganó la mayoría de escaños. Sin embargo, la izquierda inspirada por Jeremy Corbyn desafió a los dos partidos tradicionales al lograr pequeños pero significativos triunfos.

Derrotadas las fuerzas de desestabilización, confirmada la supremacía del centrismo: las elecciones generales británicas del 4 de julio cumplieron los deseos del establishment. Tras un largo reinado salpicado por escándalos de corrupción y por convulsiones económicas (2010-2024), el Partido Conservador sufrió el peor revés de su historia con 121 bancas sobre las 650 a cubrir en la Cámara de los Comunes. Reform UK, la formación de derecha radical conducida por Nigel Farage, no consiguió más que cinco; el Partido Nacional Escocés pasó de 48 a nueve. Principalmente, el Partido Laborista, bajo la nueva dirección de Keir Starmer, logró la elección de 411 diputados con un programa de disciplina fiscal, de defensa del libre mercado y de lealtad atlantista.

No obstante, las elecciones sufrieron la participación más baja –60 por ciento– desde 2001. Con el 34 por ciento de los votos emitidos, el laborismo no reunió más que a 9,7 millones de votantes, es decir, menos que en 2017 (12,9 millones) y en 2019 (10,3 millones), cuando estaba dirigido por el socialista Jeremy Corbyn. Su estrategia de presentarse como el nuevo partido conservador con el fin de atraer a los seguidores del antiguo no funcionó. Solamente una ínfima proporción de los votantes tories [nombre coloquial de los conservadores] dio un vuelco; muchos más son los que prefirieron abstenerse o votar a Reform, que recogió cuatro millones de votos. En realidad, Starmer debe su triunfo por defecto a los perversos efectos de la votación uninominal mayoritaria de una sola vuelta.

Por lo demás, a pesar de los esfuerzos bipartidistas para borrar su legado, Corbyn sigue siendo una referencia central para la izquierda británica. Impedido de participar bajo los colores laboristas, se presentó como independiente en su circunscripción del norte de Londres y allí aplastó al candidato de Starmer. Otros cuatro independientes posicionados a la izquierda del Partido Laborista fueron elegidos tras haber puesto el eje de su campaña en la denuncia del genocidio en curso en Gaza. Por su lado, el Partido Verde, que promueve un crecimiento de las inversiones climáticas y una renacionalización de los servicios públicos, envió cuatro parlamentarios a Westminster y cosechó un poco menos de dos millones de votos, lo que representa una sangría significativa sobre el voto laborista a nivel nacional.

Estos resultados, inéditos en un sistema concebido para asegurar la dominación de los dos principales partidos, permiten augurar una posible reconfiguración del panorama político. El laborismo, purgado incluso de las opiniones socialdemócratas más moderadas, espera arrebatar a los tories el título de primer representante del capital en Gran Bretaña. Los laboristas prevén reducir el gasto público, maximizando al mismo tiempo los beneficios de las empresas en salud y vivienda. Las grandes políticas ambientales fueron desechadas, al igual que el aumento del peso fiscal sobre los ricos y las empresas. En la escena internacional, según promete el nuevo primer ministro, la sacrosanta “relación especial” con Estados Unidos será mimada; y, sin por ello reconsiderar el Brexit, los vínculos con la Unión Europea (UE) serán fortalecidos.

El frente antiinmigración

Si los laboristas logran consolidar su imagen de fuerza de gobierno tranquilizadora, es probable que la retórica de los conservadores esté dominada en los próximos años por las amenazas civilizatorias que representarían el “wokismo”, la “ideología de género” y la inmigración. Para no ser superados en estas cuestiones, los principales tories consideraron una alianza con el reformismo. Juntos, ambos partidos consiguieron el 38 por ciento de los votos durante las últimas elecciones, es decir, cuatro puntos más que los laboristas –con lo cual se podría crear un poderoso frente antiinmigración de cara a las elecciones de 2029 y arrastrar el discurso político nacional aún más a la derecha—. Aunque algo reticente a privar al país de una mano de obra extranjera a bajo costo, crucial para su economía, Starmer está más o menos en sintonía. La introducción de una nueva unidad de control de las fronteras y el compromiso asumido de intensificar los arrestos y las expulsiones de inmigrantes, estableciendo al mismo tiempo un vínculo entre inmigración, criminalidad y faltas de civismo, son prueba de ello.

Ya se intuye con claridad lo que tales propósitos pueden generar. En la pequeña ciudad balnearia de Southport, de luto desde el 29 de julio por un ataque mortal con cuchillo contra unos niños, estallaron revueltas racistas basadas en rumores de internet que alegaban que el asesino era un inmigrante musulmán. El país se incendió con rapidez. En Rotherham, un hotel que servía de centro de alojamiento para solicitantes de asilo fue el blanco de un incendio criminal. En otras partes, algunos individuos atacaron mezquitas. La respuesta de Starmer, autoritaria, consistió en anunciar un plan de lucha contra los desórdenes violentos, que prevé, en particular, extender el uso del reconocimiento facial por parte de la Policía.

En un contexto cada vez más sombrío, también se asiste a contramanifestaciones antirracistas a gran escala. Como lo demostraron los recientes triunfos electorales de los verdes y de los independientes, aunque modestos y limitados a una escala local, la izquierda parece capaz de combatir esta tendencia reaccionaria. Si bien acumuló menos votos que la extrema derecha, envió en cambio más diputados a Westminster y a otras decenas de circunscripciones bajo su mira. Entre laboristas que se creen conservadores y tories que miran con interés hacia Reform, podría suceder que una corriente disidente tenga su lugar. ¿A qué coyuntura política deberá adaptarse?

Un interludio conservador

La situación actual procede en gran parte de dos acontecimientos ocurridos en 2015: el ascenso de Corbyn a la dirección del Partido Laborista, que ofreció al país una alternativa populista de izquierda; y la decisión del primer ministro David Cameron de organizar un referéndum sobre la pertenencia a la UE, el cual resultó el año siguiente en un voto masivo a favor de la retirada. Estas circunstancias ampliaron el campo de lo posible: el corbynismo se negó a la fatalidad detrás de la cual se refugiaban todos los gobiernos desde Margaret Thatcher (1979-1990), proponiendo una verdadera autonomía con respecto a Washington y la transformación económica por medio de un “Green New Deal”. Seducido por amplios sectores de la clase obrera, aquel laborismo de Corbyn prometía devolver su soberanía a Reino Unido, sin importar las advertencias catastrofistas de los decisores, dirigentes de empresa y reconocidos comentaristas.

Para responder al fuego alimentado por los ataques provenientes de las más poderosas instituciones del país, el corbynismo tuvo que captar en su provecho el descontento popular hacia el establishment, es decir, posicionarse del lado correcto de la polarización masas-élites. Esta grieta, abierta por el Brexit, no dejó de ampliarse a medida que los partidarios de la permanencia buscaban hacer un recuento de los resultados del referéndum. Declarando respetar la decisión del pueblo británico, Corbyn tuvo entonces la posibilidad de presentar el voto pro-Brexit como una oportunidad para terminar con los tratados ordoliberales, las inhumanas políticas migratorias y las carencias democráticas de la UE, estableciendo su programa de transformación como alternativa frente a los innumerables defensores del statu quo –los grandes capitales, los tories, el ala derecha del Labour, los medios de comunicación tradicionales y el propio Estado–.

Pero a la dirección del Partido Laborista le faltaba valentía. Y, por el contrario, para no provocar deserciones en serie, decidió apaciguar a su facción anti-Brexit comprometiéndose a organizar un nuevo referéndum que podría revertir la votación de 2016. Corbyn, incómodo, se ponía tenso y evasivo en las entrevistas. Su combatividad de antaño se había desvanecido. Y fue Boris Johnson, devenido primer ministro en el verano de 2019, quien se arrogó el monopolio de esta energía populista que aquel ya no lograba transmitir.

A la cabeza de un Partido Conservador redefinido como el partido del pueblo, Johnson denunció a todos aquellos que buscaban obstaculizar la voluntad popular: la oposición oficial, la hidra de Bruselas, los tribunales tendenciosos e incluso algunos diputados de su propio bando. Para vencer esas resistencias, afirmaba, habría que llamar a los británicos a las urnas y ponerlos frente a una decisión simple: o votaban por él, y la salida de la UE se convertiría en realidad; o elegían a Corbyn, con el riesgo de que el Brexit fuera reconsiderado. Por más que en las elecciones generales de diciembre de 2019 el laborismo cosechó más votos que en 2005 y en 2010, la marejada conservadora ganó. Consiguió para los tories una ventaja de 80 bancas sobre todos los demás partidos juntos.

Llegado a Downing Street [calle donde está la sede del gobierno], Johnson se esforzó por mantener viva la ola contestataria sobre la cual supo surfear durante la campaña del Brexit. Dado que el entusiasmo por la salida de la UE se explicaba por las desigualdades geográficas –el sur poblado por ricos rentistas, el norte devastado por la caída de la industria–, Johnson prometió corregirlas, no por medio de la redistribución, sino “pasando al nivel superior” (levelling up). Debía tratarse de ayudar a las regiones damnificadas sin frenar a las más favorecidas. Se hablaba entonces de grandes obras de infraestructura, de planes de reactivación...

Mucho ruido y pocas nueces. Tras años de austeridad, los 809 millones de libras esterlinas (poco más de 1.000 millones de dólares) asignados a las colectividades locales en el marco del Levelling Up Fund no fueron suficientes para generar una diferencia. La prensa conservadora soltó a una administración a la que le reprochaba dar la espalda a su misión populista. Tras una serie de revelaciones, particularmente sobre las fiestas organizadas en pleno confinamiento o sobre el dudoso financiamiento de los trabajos de renovación de su vivienda en Downing Street, Johnson renunció en julio de 2022.

Los conservadores estaban entonces en una encrucijada. O bien retomaban el encendido discurso que les había hecho triunfar durante las elecciones anteriores, o bien se volcaban hacia una gestión más austera, capaz de tranquilizar a su electorado tradicional. La primera opción fue la que prevaleció. En setiembre, Liz Truss asumió la cabeza del gobierno. Para recuperar el crecimiento, anunció masivas reducciones de impuestos a favor de los más ricos y una drástica flexibilización de las reglas de urbanismo. Pero los mercados castigaron su amateurismo económico. Los precios de los bonos se desplomaron. El 20 de octubre, sólo 45 días después de asumir el cargo, Truss dimitió.

Le correspondió a Rishi Sunak, su sucesor, devolver la confianza a los conservadores. El nuevo primer ministro no pretendía atenuar las desigualdades ni trabajar por ningún renacimiento nacional lanzando grandes proyectos. Su ambición se limitaba a restablecer la confianza en el Ejecutivo apostando a la prudencia fiscal y a la buena gobernanza. Sin embargo, las políticas de choque al estilo Johnson, consideradas útiles para generar líneas de clivaje y movilizar a los fieles del partido, no desaparecieron –por ejemplo, las encontramos en las restricciones al derecho de huelga o en la decisión de expulsar a los solicitantes de asilo hacia Ruanda–. No obstante, el corazón de la estrategia consistió en presentar a Sunak como sabio gestor que sabría apartar el caos.

Los representantes de la ética

A este respecto, Sunak y Starmer parecen en cierto modo las dos caras de una misma moneda. Ambos se definen por contraste con sus predecesores, a quienes describen como peligrosos ideólogos. Ambos intentan cerrar la era de turbulencias abierta en 2015 relegitimando el orden establecido. Ambos dicen simbolizar el regreso de la ética a la cúspide del Estado. Pero en el caso del líder conservador la fachada no tardó en resquebrajarse. Las regiones privilegiadas, partidarias de los tories, desviaron las inversiones públicas. Las revelaciones sobre malversaciones aumentaron. Así, nadie se sorprendió al enterarse, a fines de junio de 2024, que varios tories del entorno de Sunak habían apostado ilegalmente sobre la fecha de las elecciones explotando información confidencial de la cual disponían...

Por el momento, Starmer no sacó provecho de los tabloides. Su personaje de insípido burócrata le resultó bastante bien a la cabeza del laborismo: pudo mantenerse lejos de los proyectores mientras el gobierno conservador implosionaba, y luego entrar a Downing Street. Pero hace falta más que eso para ganar los corazones. Porque, más allá de sus travesuras, son razones puramente materiales las que explican la desaprobación de los conservadores. Desde 2008, al crecimiento anual promedio del producto interno bruto (PIB) le cuesta superar el 0,25 por ciento. Durante el mismo período, la disminución de los ingresos reales menoscabó el poder adquisitivo, un poco más erosionado estos últimos años por la inflación y el aumento de las tasas de interés. La productividad padece una desaceleración casi sin precedentes1. Décadas de subcontratación y de subfinanciamiento deterioraron los servicios públicos. Algunos cuidados médicos esenciales resultan difíciles de obtener. Sin mencionar la saturación de las prisiones o el vertido de aguas residuales en los ríos por parte de compañías de distribución ávidas de ganancias.

Queda por ver si la izquierda puede, con ánimo de insurrección, hacer frente al espejismo de la política de estabilidad del actual gobierno. Hay conversaciones en curso para crear un protopartido que agruparía a los movimientos sociales existentes con vistas a disputar las futuras elecciones, tal vez en el marco de un pacto verde-rojo. ¿Lograría adquirir suficiente peso en el Parlamento como para democratizar el tan arcaico modo de votación de Westminster? En este momento, todavía no es más que una perspectiva lejana, pero su simple mención demuestra un sorprendente rechazo del proyecto y de los métodos de Starmer, que sofocan cualquier pretensión de repensar la sociedad. Por su propia vacuidad, la victoria electoral laborista prueba que la esperanza no está muerta.

Oliver Eagleton, redactor en la New Left Review y autor de The Starmer Project (Verso, Londres, 2022). Traducción: Micaela Houston.

Francia y Brasil: redes en cuestión

Francia imputó el 28 de agosto al fundador de Telegram –aplicación de mensajes instantáneos que compite con Whatsapp– Pavel Durov, y Brasil suspendió el funcionamiento de X (ex Twitter) en su territorio dos días después. En el caso de Telegram, se trata de supuesta complicidad con los contenidos que allí circulan, vinculados con el crimen organizado y redes de pedofilia, debido a su encriptación de doble cifrado. El juez del Supremo Tribunal Federal de Brasil, Alexandre de Moraes, exministro de Justicia del gobierno de Michel Temer, ordenó el 30 de agosto suspender la actividad de X en Brasil ante el “reiterado incumplimiento de órdenes judiciales” (se puede saber más del caso escuchando el podcast “Elon Musk, Brasil y el negocio de la desinformación” en elhilo.audio). Moraes señaló en su fundamentación el riesgo de que “grupos extremistas y milicias digitales prosigan y amplíen la instrumentalización de X Brasil con la divulgación masiva de discursos nazis, racistas, fascistas, de odio y antidemocráticos”.


  1. Nicholas Crafts y Terence C. Mills, “Is the UK’s productivity slowdown unprecedented?”, National Institute Economic Review, 6-2-20.