La aparición de Kamala Harris en la campaña presidencial estadounidense no garantiza el fracaso de su rival republicano. Las críticas que se le hacían han perdido su antiguo impacto. Donald Trump cuenta con un electorado que lo ve como el paladín de un pueblo despreciado por una élite progresista. Y con un partido unido que lo celebra, diga lo que diga y haga lo que haga.
El expresidente Donald Trump odia las sorpresas si él no es el autor. Sobre todo, si le hacen perder plata: “Gastamos 100 millones de dólares para competir con Joe el Torcido y, de repente, deciden sacarlo y poner a otra persona en su lugar”.
No fue la única sorpresa del verano. En menos de un mes, entre el 27 de junio y el 21 de julio, un debate televisado entre los dos candidatos principales “reveló” el extremo cansancio del presidente Joe Biden; Trump se salvó de un intento de asesinato; los líderes del Partido Demócrata obligaron a su candidato oficial, que había ganado todas las elecciones primarias, a retirar su candidatura en favor de la vicepresidenta, aunque las encuestas de ese momento indicaban que era más impopular que él. Pero eso también iba a cambiar en pocas horas: Kamala Harris, considerada por sus rivales oportunista e hipócrita, se volvió radiante y alegre. Los demócratas recordaron entonces que el himno de su partido, heredado del New Deal, era “Happy days are here again” (“Volvieron los días felices”).
Del 15 al 18 de julio, el paraíso fue de dominio exclusivo de los republicanos, reunidos en convención en Milwaukee, Wisconsin. En ese momento, el diario The New York Times, que se volvió militante del Partido Demócrata, analizaba con tristeza la situación: “Republicanos unidos detrás de Trump, tiburones alrededor de Biden”. De hecho, el expresidente, no contento con haber aplastado a su sucesor en un debate que, paradójicamente, este último había pedido, también logró que quedaran en el olvido sus condenas judiciales al sobrevivir a un atentado el 13 de julio. Ensangrentado, se levantó y con el puño en alto sobre un fondo de cielo azul y bandera estadounidense, entonó “Fight, fight, fight” [lucha]. Ya poco propenso a la modestia y muy atento al impacto de las imágenes, el nuevo combatiente supremo de la derecha estadounidense esperaba, por lo tanto, que durante toda la convención de su partido los militantes lo reverenciaran. Y así lo hicieron.
Hace ocho años, Trump insultó a la esposa de Ted Cruz, su oponente republicano de ese momento, cuando la calificó de fea y de vendida al banco Goldman Sachs. Para arreglar las cosas, también aseguró que el padre del senador texano había estado involucrado en el asesinato de John Kennedy. Cruz notificó a los delegados el perdón definitivo a semejantes ofensas articulando las primeras palabras de su discurso en Milwaukee con una solemnidad teatral: “¡Dios bendiga a Donald J. Trump!”. Por lo general, el candidato victorioso no participa en las primeras jornadas de la convención para hacer una entrada dramática poco antes de aceptar su designación. Nada de eso sucedió con Trump, quien no cumple ninguna regla. Él estuvo presente cada noche, con la oreja vendada, para saborear los elogios que le hacían, incluidos los de, al menos, cinco miembros de su familia. El atentado al que acababa de sobrevivir coronó su personaje de perseguido –por los demócratas, los medios, el fisco, la justicia y, ahora, por ese extraño tirador del que había sido mal protegido–.
De ahí surgió el discurso general: mientras que Trump podría haber aprovechado su fortuna y dedicarse a su familia, eligió, a riesgo de sacrificarse, velar por el destino de sus conciudadanos y, protegido por Dios, continuar luchando por Make America Great Again (MAGA, su sigla de cabecera) [Haz América grande otra vez]. La directora de la exitosa campaña de 2016, Kellyanne Conway, insistió en la abnegación de su exjefe: “Es un multimillonario que podría jugar al golf todos los días en un complejo de su propiedad. No necesitaba ser presidente, pero nosotros sí lo necesitamos a él”. Por su parte, Eric Trump resumió la vocación de su padre: “Decidió renunciar a la comodidad de un imperio financiero. Sabía que el costo iba a ser enorme”.
¿La elección del senador de Ohio James David (“J. D.”) Vance como compañero de fórmula significa que Trump designó a su heredero para asegurarse de que la metamorfosis que impuso dentro del Partido Republicano perdure más allá de él? Es lo que teme The Wall Street Journal: “Vance, al igual que Trump, está a favor de fronteras más herméticas, de una política exterior más aislacionista y de una intervención del Estado en la economía. Retomó el mensaje anti establishment de Trump y, en su discurso en Milwaukee, arremetió contra Wall Street”. El propio Trump se ha jactado de manera abierta de haber librado a su partido de “los chiflados, los neoconservadores, los globalistas, los fanáticos de la apertura de fronteras y los imbéciles”.
¿Se deshizo de ellos o se convirtieron? A pocos pasos del escenario de la convención, se lo preguntamos a Levante Teague, representante de Florida, quien admitió sin dudar: “Me gustaban mucho los Bush, George W. y su hermano Jeb [exgobernador del estado, a quien Trump aplastó en las primarias de 2016]. ‘W’ fue uno de nuestros mejores presidentes. Pero Irak fue una mala guerra, Bush hizo lo que pudo con las cartas que tenía”. Ahora, Teague está alineado a la política de America first [América primero], que Trump y Vance defienden con fervor: “En Ucrania hicimos todo lo posible. Dimos mucho y no obtuvimos gran cosa”.
Movilizar al proletariado blanco
Unos días después, en Alabama, Perry Hooper nos describió su propia epifanía política. Tan expresivo como entusiasta, ha participado en siete convenciones republicanas. La primera en 1984, a los 24 años. Su héroe de ese entonces se llamaba Ronald Reagan. Luego, apoyó a los Bush, padre e hijo, a John McCain y a Mitt Romney. Posteriormente, todos ellos se negaron a apoyar a Trump, incluso contra Hillary Clinton o Joe Biden. Hooper evitó criticarlos, pero predijo un terremoto electoral para su nuevo campeón, con quien se ha topado varias veces desde su conversión política, que se remonta a 2016, cuando una persona con quien tenía un vínculo comercial le recomendó leer The Art of the Deal (El arte de la negociación), el best seller del promotor neoyorquino de ese entonces. Unos años más tarde, Hooper apoyó una resolución del Parlamento de Alabama que proclamaba que “Donald J. Trump fue el mejor presidente en la historia de Estados Unidos”. ¿Cómo puede justificarse una afirmación así cuando un panel de historiadores estimó que fue el peor? Para hacerlo, enumeró: “La inmigración, la economía, el muro, la reducción de las regulaciones, los tratados de paz, los Acuerdos de Abraham sobre Medio Oriente, los tres jueces nombrados en la Corte Suprema”. Al final, agregó, emocionado: “Lo que más le importa es el trabajador estadounidense. No es un republicano del establishment. Es un conservador populista. Es multimillonario, pero cuando iba a su oficina a las cinco y media de la mañana, se sentaba durante más de media hora a hablar con la primera persona que veía, que era quien barría la calle o trabajaba en el subsuelo del edificio que acababa de construir”. En este momento, Hooper, abogado y lobbista, está recaudando fondos para la campaña de Donald J. Trump.
Los republicanos están seguros de algo: los estadounidenses no odian a los ricos cuando les hablan con sencillez, sin darles lecciones1. Por lo tanto, siempre van a preferir a un promotor inmobiliario fanfarrón antes que a un profesor universitario sermoneador. Hoy por hoy, esta apuesta antiintelectual, basada en el apego de los demócratas a los expertos y a la “economía del conocimiento”, echa luz sobre las estadísticas electorales. En 1980, 76 de los 100 condados que contaban con la mayor proporción de graduados universitarios votaron a Ronald Reagan. En 2020, 84 de esos 100 condados eligieron a Joe Biden2.
Los universitarios tienen cada vez más peso en la población, al igual que los extranjeros. Por eso, los estrategas republicanos recomendaron a su partido que corteje más a las clases medias instruidas, en particular a las mujeres, y que modere la escalada de su retórica antiinmigrante. Semejante estrategia iba en contra de todas las preferencias de Trump, quien decidió hacer lo contrario, es decir, movilizar al proletariado blanco (principalmente masculino) desencantado con la política y atacar, al mismo tiempo, la “carnicería estadounidense” (provocada por la desindustrialización y el libre comercio), la inmigración (que Trump asocia con la criminalidad, el tráfico de drogas y también con una tendencia a la baja de los salarios) y las “guerras sin fin” (que exigen los periodistas y los think tanks neoconservadores, pero también los progresistas, siempre ansiosos de jugar a los justicieros en el extranjero, ya que son los proletarios los que se exponen en el campo de batalla). Los expertos e intelectuales también están en la mira, no sólo porque se los considera responsables de esas decisiones calamitosas (mundialización, inmigración, guerras), sino también por el inmenso desprecio que manifiestan ante los “deplorables” y los mediocres que desafían su hegemonía. Una hegemonía que exige, además, la demolición de los “valores tradicionales” en nombre de una “corrección política” que feministas, periodistas y artistas decidieron imponer a toda la sociedad, incluidos los niños. Así perciben los republicanos a los demócratas, esa es la idea que tienen y combaten.
El problema de esa imagen, la de un Estados Unidos que, si no está Trump al mando, se transforma en una “república bananera”, es que la conocemos de memoria y, después de ocho años, resulta inevitable que haya perdido frescura. Sin embargo, su autor se aferra a ese relato apocalíptico que difunde de congreso en congreso, durante peroratas interminables cuya única línea directriz parece ser la celebración de su genio o de su balance como presidente. “¿Fue demasiado largo?”, preguntó Hooper sobre el discurso de 92 minutos –un récord histórico– en la convención. “Estoy de acuerdo con ustedes, pero... Donald Trump es Donald Trump y no voy a cuestionar nada de lo que hace”, concluyó.
Machismo desenfadado
Desde que su campaña empezó a derrapar, se le sugirió al candidato republicano que fuera más positivo, que hiciera propuestas y que dejara de pretender que Harris era “estúpida”, “loca” o que su forma de reír era una señal de sus “grandes problemas”. Ann Bennett, una militante republicana de larga trayectoria, también teme por el comportamiento de su candidato: “Tengo miedo de que Trump eche todo a perder. Debería expresarse correctamente, no insultar a Kamala”. Todo en vano, el expresidente ya respondió: “Soy quien soy”.
En realidad, aquellos que intentan identificar al asesor o al Pigmalión de Donald Trump están perdiendo el tiempo. Hace poco, los medios democráticos y la prensa europea inspirada en ellos dedicaron una avalancha de artículos a un programa de 900 páginas, el Proyecto 2025, elaborado para él por un think tank ultraconservador, la Heritage Foundation. Trump, quien es evidente que no lo leyó ni le echó un vistazo, desmintió al instante a sus autores y dejó en claro que no tendrían ninguna función en su posible gestión. “A Trump no le interesan los detalles de ninguna política”, precisó Bennett. “Hace declaraciones generales en los encuentros, mira cómo reacciona el público y luego lo que dice la televisión al respecto. En cuanto a sus temas de campaña, no surgen de encuestas, ya que sólo les presta atención si afectan su popularidad y sus posibilidades”.
Un ejemplo parece confirmarlo. En junio de 2023, durante un encuentro en Carolina del Norte, Trump mencionó, entre otras tantas cosas, que iba a prohibir a los hombres “participar en competencias deportivas femeninas”, un tema que ya había destacado uno de sus competidores. Luego, casi de forma instantánea, le habló a la multitud acerca de su revisión de experiencia: “Hablo de reducir los impuestos y la gente apenas aplaude. Hablo de los transgénero y todo el mundo se entusiasma. ¿Quién lo habría imaginado? Hace cinco años, ni siquiera sabían de qué se trataba”. Ahora, este tema se convirtió en una de las obsesiones del candidato. O cómo ajustar la guerra cultural en función del aplausómetro.
Frente a la candidata demócrata, la fórmula republicana, totalmente masculina, parecía haberse olvidado de la otra mitad del electorado. Así, policías, sacerdotes y luchadores fueron los protagonistas de la convención de Milwaukee. La tercera noche, Trump hizo su entrada al son de “It’s a Man’s, Man’s, Man’s World” [es un mundo de hombres], un título bien elegido para la ocasión (aunque la letra de la canción de James Brown no tiene nada que ver con un elogio a la masculinidad). Pero, sobre todo con la idea de calentar el ambiente antes de su discurso, el candidato republicano convocó a Hulk Hogan, un luchador de gran renombre con varios títulos mundiales, también conocido por su papel en Rocky III. El clímax de la convención fue cuando Hogan resumió los planes mejor que la mayoría de las otras intervenciones: “Cuando llegué esta noche, había tanta energía en este lugar que me sentí como en el Madison Square Garden cuando gané otro título mundial. Acá, con nuestro líder, mi héroe, este gladiador, vamos a unir a Estados Unidos”. Entonces, con ambas manos, rasgó por la mitad su remera con los colores de la bandera estadounidense para dejar al descubierto otra con los nombres de Trump y Vance. La sala gritó de alegría. “Estoy acá esta noche porque quiero que el mundo sepa que Donald Trump es un verdadero héroe estadounidense. La última vez que estuve en un escenario, estaba sangrando como un cerdo después de haber ganado el título mundial en presencia de Donald J. Trump. Con su regreso a la Casa Blanca, Estados Unidos va a volver a ganar. He conocido a tipos duros, y déjenme decirles, hermanos, que Donald Trump es el más duro de todos. Investigaciones, proceso de destitución, juicios; le han hecho de todo y él sigue de pie pateándoles el trasero”.
La elección de J. D. Vance como candidato a vicepresidente no ayuda a suavizar ese machismo desenfadado que cala en la piel del Partido Republicano y de su candidato. Porque, por más que Trump sea incontrolable y hable sin pensar, los comentarios que se le reprochan a su compañero de fórmula reflejan una corriente intelectual estructurada, poderosa y cada vez más radical. En 2021, alentado por el entrevistador Tucker Carlson, de gran popularidad en los círculos conservadores y libertarios, Vance atribuyó parte de los problemas de Estados Unidos a “un grupo de solteronas que viven con sus gatos. Su existencia las hace infelices y quieren que el país también lo sea. Si miran a Kamala Harris, Pete Buttigieg, Alexandra Ocasio-Cortez, el futuro del Partido Demócrata depende de personas que no tienen hijos. [...] Odian a los estadounidenses normales que eligieron tener una familia”.
Autor exitoso de un libro3 que narra su infancia proletaria en los Apalaches, convertido al catolicismo y opositor al aborto, Vance encarna un Estados Unidos preocupado por las transformaciones de la familia –el secretario de Transporte, Pete Buttigieg, y su esposo adoptaron dos gemelos pocos días después de esta entrevista–, por la disminución de la fertilidad y de la tasa de natalidad, y por el avance de las mujeres en un mercado de trabajo en el que los empleos obreros (tradicionalmente realizados por hombres) están desapareciendo. Las parejas ya no tienen tantos hijos; y si tienen, estos carecen de hermanos y primos con quienes socializar. Con la intención de insinuar que el problema demográfico no afecta a hispanos o afroamericanos, Carlson resumió: “Los blancos son odiados. Se odian a sí mismos. Ya no se reproducen. Están desapareciendo”.
Sin embargo, en este contexto de declive de las familias tradicionales y a partir de una impopular decisión que tomó la Corte Suprema –permitió a 18 estados prohibir casi por completo el aborto o, lo que a menudo es lo mismo, permitirlo sólo antes de la sexta semana de embarazo–, los republicanos comprendieron que ya no les convenía luchar en contra del aborto. Por su parte, el otro elemento habitual en el abanico de las guerras culturales, el matrimonio igualitario, está ampliamente aceptado. Es por eso que la derecha estadounidense está haciendo campaña en contra de la gente transexual: de las escuelas que acompañarían esta transición, de los estados que no informarían a los padres, de los deportes que permitirían a personas asignadas hombres al nacer competir en pruebas femeninas. Todos estos son, a sus ojos, signos de una decadencia estadounidense que sólo la reelección de Trump podría, quizá, detener.
La identidad del salvador virtuoso debería sorprender, pero, tal como recordó el pastor de la iglesia bautista de Opelika (Alabama) en su sermón dominical en julio pasado, “caminen donde Jesús les diga que caminen, aunque no entiendan hacia dónde van”. Un poco más tarde, uno de los teólogos presentes agregó a modo de aclaración que “Dios utiliza a falsos profetas para lograr el bien”. ¿Trump? Que lo entienda quien pueda, ya que ese día la única referencia que se hizo a la actualidad fue sobre la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos en París el viernes anterior: una “debacle visual” y una “blasfemia”, según el pastor.
El enemigo interno como adversario
Trump volvió a Carolina del Norte el 14 de agosto, no para hablar de las personas transgénero, sino para detallar su programa económico. Enseguida todos comprendieron que la elección de esa temática de discurso no provenía de él: “Vamos a hablar de algo llamado ‘economía’. Quisieron que diera un discurso sobre economía, algo un poco intelectual. Así que hoy todos somos intelectuales”. No por mucho tiempo. Alejándose del texto preparado, que leyó como una tarea tediosa, volvió a sus temas preferidos: la inmigración, por supuesto, pero también los “duros” en Rusia, China e Irán que lo respetaban cuando era presidente, que era lo que preservaba al mundo de las guerras que empezaron a estallar por todas partes desde que dejó de serlo. Una vez más, un discurso largo, confuso y un intento de comunicación fallido. “Trump es un presidente formidable y un pésimo candidato”, resumió Bennett.
La economía ya no es un tema que lo inspire desde que el presidente Biden, retomando las ideas de su antecesor, combinó una estrategia comercial proteccionista con una política industrial de grandes trabajos. Porque le funcionó: plan de reactivación de 1,9 billones de dólares, un billón adicional en gastos de infraestructura. Mejor aún, por una vez las clases populares se beneficiaron de estas políticas públicas que favorecieron a las producciones y los trabajadores estadounidenses. Biden incluso llegó a precisar: “No necesitamos que todos tengan un título universitario. Está bien si lo tenés, y te vamos a ayudar a obtenerlo. Sin embargo, ya no es una condición para conseguir un trabajo bien remunerado”. Ante la imposibilidad de seguir arremetiendo contra el desempleo masivo, los tratados de libre comercio y las descentralizaciones, Trump ahora se enfoca en el problema de la inflación que aumenta cada vez más. Escruta de modo incansable el precio de la nafta, del tocino (que dice que ya no se puede pagar...) y de los seguros. Alejándose de la ortodoxia republicana, apenas menciona el tema de la deuda, no habla de aumentar la edad jubilatoria y promete proteger los programas de ayuda social –excepto, por supuesto, para los extranjeros–.
No obstante, la política exterior es el ámbito en el que la toma de control sobre el Partido Republicano por parte de Trump resulta más espectacular4. La ruptura con el neoconservadurismo se hizo evidente durante la convención de Milwaukee. Mientras que en 2002 el presidente George W Bush había denunciado un “eje del mal” formado por tres estados, entre ellos Corea del Norte, acusados de “amenazar la paz mundial al buscar poseer armas de destrucción masiva”, Trump no dudó en declarar: “Me llevé muy bien con Kim Jong-un y detuvimos los misiles provenientes de Corea del Norte. En este momento, se está haciendo rogar. Pero cuando volvamos [a la Casa Blanca], voy a congeniar con él. También le gustaría que vuelva. Para ser honesto, creo que me extraña”. En otro momento, la idea de que el líder del Partido Comunista Norcoreano espere con ansias el regreso de un presidente estadounidense habría helado la sangre de los militantes republicanos. Ahora no, incluso algunos representantes se muestran risueños al respecto.
Incluso Sue Ann Balch, miembro de la asociación de mujeres republicanas, basa su esperanza de una distensión internacional en dos características personales, no necesariamente admirables, del expresidente: “Trump es narcisista. Sólo piensa en él mismo. Si es bueno para Trump, es bueno para América. No obstante, las guerras no son un buen negocio para el sector inmobiliario, los hoteles, casinos y restaurantes. Además, la mayoría de los gobernantes del planeta son muy masculinos y respetan a un macho alfa. [El presidente ruso, Vladimir] Putin también. Por eso, nunca habría invadido Ucrania si Trump hubiera seguido en el poder”. Hace ocho años, los demócratas temían que una victoria republicana amenazara la paz mundial. Sin embargo, Trump no inició ninguna guerra durante su mandato en la Casa Blanca. Algo que no es tan común.
Eso no impide que los propagadores del pánico sigan ocupando un lugar privilegiado. De un ciclo electoral al otro, no se puede negar la creciente incidencia de las redes sociales, de los videítos de propaganda que cada partidario envía tan pronto como cuestionan alguna de sus afirmaciones. Porque el adversario siempre es el enemigo interno. Los demócratas son “más peligrosos que los rusos y los chinos”, afirmó Trump en una entrevista cómplice con Elon Musk el 12 de agosto. En mayo de 2023, Cruz preguntó a Sean Hannity, un periodista de Fox News devoto de él: “Imaginen que tienen como objetivo destruir a Estados Unidos. ¿Qué hubieran hecho diferente de Joe Biden?”. La respuesta del senador texano: “Nada. Y tengo mucho miedo de que China lo vea. Rusia lo ve, Irán lo ve”.
Como lo explicó la socióloga Arlie Hochschild, los republicanos presentan todo lo que se “perdió” como algo que les fue robado: las elecciones, la grandeza de Estados Unidos, la masculinidad de otros tiempos5. Para ellos, al perseguir a Trump –quien podría enderezar el rumbo–, los demócratas se empeñan en robarle a él, también, a su pueblo. Pero lejos de debilitarlo, sus 91 acusaciones aseguraron sus victorias en las primarias. “Ha luchado tanto por nosotros que literalmente están tratando de meterlo preso”, exclamó entonces uno de sus asesores más fervientes. Al ser consultada por las posibilidades de su candidato, Balch se mostró dubitativa de que lo dejen ganar: “No creo que lo logre. Vamos a tener otra pandemia y la usarán para encerrarnos, para obligarnos a votar por correo, con los problemas de computadoras y esa gente que controla nuestras máquinas”. Los republicanos aman a su candidato, pero odian aún más a sus adversarios.
El sentimiento es mutuo. Al punto de que esbozamos una sonrisa cuando Hillary Clinton instó a sus amigos demócratas a no subestimar el peligro Trump. De su lado, no hay ningún riesgo. Por ejemplo, ella “no se sorprendería” si los rusos le estuviesen pagando a Tucker Carlson, “miembro de la quinta columna de Vladimir Putin”. Por su parte, la expresidenta de la Cámara de Representantes Nancy Pelosi afirmó en enero pasado que los manifestantes que pedían el cese del fuego en Gaza estaban “directamente relacionados con Rusia” y que ellos también transmitían “el mensaje de Putin”. Antes de pedir que el FBI lo investigara. Moscú sigue volviendo locos a los demócratas. Cuando le mostramos a un corredor de bolsa en Nueva York un cartel republicano que decía “Trump = fuerza; Biden = debilidad”, este respondió sin dudar: “Trump = Putin; Biden = democracia”.
Sin embargo, la democracia estaría en peligro ya que, según Hillary Clinton y su cámara de eco mediático, la vuelta de Trump a la Casa Blanca significaría el fin de las elecciones libres en Estados Unidos. El asalto del 6 de enero de 2021 al Capitolio tuvo su impacto. Para lograr que se convierta –como el golpe de Adolf Hitler en una cervecería de Múnich en 1923– en un fiasco fundacional, en un ensayo general, casi todos los medios son válidos. No hay garantías de que este tipo de analogías históricas, omnipresente en los círculos cultos, convenza al electorado indeciso, que es probable que esté más preocupado por la pérdida del poder adquisitivo en los últimos tres años por culpa de la inflación. Quizá también recuerde que Trump ya fue presidente sin que ni Estados Unidos ni sus contrapesos locales y judiciales se hundieran. Sin embargo, las comparaciones del tipo “Trump = Hitler” hacen que los republicanos se amparen aún más en el sentimiento de persecución. Annie Eckrich, representante de Indiana, que trabaja en una agencia inmobiliaria, nos contó, muy sorprendida, el comentario de una de sus clientas: “Si hubiera sabido que apoyaban a Trump, no habría venido a comprar mi casa acá”.
Ya son incontables las declaraciones incendiarias del expresidente que alimentan este clima y sobre las que se lanzan sus adversarios, demasiado contentos de mostrar su virtud exagerando su miedo. Los migrantes que “envenenan la sangre de nuestro país”, los “comunistas, marxistas, fascistas y los delincuentes de la izquierda radical que viven como parásitos”. Sin embargo, dado que los demócratas afirman que Trump fantasea todo el tiempo, que “es un mentiroso patológico”, lo cual es cierto, ¿por qué toman al pie de la letra lo que dice cuando despotrica?
La presencia agotadora de Trump en la vida política deja tan en segundo plano algunas transformaciones de la sociedad estadounidense –la erosión de las libertades públicas y la catástrofe de la covid-19, por ejemplo– que apenas ocupan lugar en el debate presidencial. De esta manera, se han banalizado la censura previa y la vigilancia policial con la excusa de la lucha contra la desinformación y el terrorismo interno. La pandemia hizo evidente la desigualdad en el acceso a la educación, a las redes digitales, al sistema de salud pública, al mismo tiempo que aumentó el descrédito de los expertos, de los medios y de los gobernantes.
“Los demócratas destruyeron nuestra confianza en el Estado”, aseguró Bennett. A priori, esta afirmación no tendría nada de sorprendente viniendo de una republicana. Con la salvedad de que no sólo arremete, como en tiempos de Reagan, contra los impuestos, las regulaciones o las ayudas sociales, sino también contra la Justicia, la Policía y la connivencia entre los servicios de inteligencia y los oligopolios de la información. Cuando la maquinaria represiva del Estado perseguía a los subversivos de izquierda y encarcelaba sin juicio previo a los “combatientes enemigos” en Guantánamo, los republicanos no dudaban en avalarla. Pero este apoyo se desplomó desde que la censura y la represión empezaron a apuntar a los partidarios de Trump. Desde luego, Kevin Bennett, el marido de Ann, está muy enojado con el sistema judicial que persiguió al expresidente y que, según él, no investigó los casos de fraude electoral. Pero también está preocupado por la brutalidad de la Policía Federal (el FBI). “Desmantelaría el FBI”, nos confesó. “Desde John Edgar Hoover, tiene demasiado poder y la gente cree cada vez menos en lo que nos dijeron sobre los asesinatos de John Kennedy, Bobby Kennedy y Martin Luther King. En el fondo, el ADN del FBI es problemático desde el principio”.
A renglón seguido relató el caso de Bryan Malinowski, asesinado por agentes federales en marzo pasado. Irrumpieron una mañana en su casa tirando abajo la puerta de entrada y, al despertar, tan pronto como sacó un arma de fuego, lo mataron con un tiro en la cabeza. Se le recordó a Bennett que el FBI liquidó a numerosos Panteras Negras usando la misma técnica, a veces en sus camas. No discrepó. Hoy en día, le preocupa tanto la “militarización de la Policía” como la renovación regular de las leyes antiterroristas aprobadas después del 11 de setiembre de 2001 (Patriot Act) por iniciativa de un presidente republicano. Incluso admitió que, embriagado por el poder, Trump “podría convertirse en un tirano”, pero apuesta a que eso no va a suceder, que el intento de asesinato lo volvió más sensato. Eso aún no se nota...
Para el expresidente, la covid-19 destruyó la brillante economía que había construido y permitió la generalización del voto por correo, que generó los fraudes que lo sacaron de la Casa Blanca. La mayoría de los republicanos tiene una visión menos paranoica sobre una catástrofe que provocó 1.200.000 muertes, récord mundial, y que tuvo una de las tasas de mortalidad más altas del mundo. Muchos tienen el recuerdo de una sociedad en descomposición en la que cada uno enfrentaba la situación como podía. Tracy West dirige uno de los distritos escolares más pobres de Alabama, un estado que ya se encuentra en la parte baja de la clasificación según los ingresos familiares. Ella es representante electa y republicana. Su distrito agrupa 14 condados, en su gran mayoría rurales, y 100.000 estudiantes. Nos explicó que, cuando se declaró la pandemia, “para nosotros era simplemente imposible pedirles a todos que se quedaran en la casa. Cuando sos pobre, esa no es una opción. Muchos chicos que dependían de nuestras comidas gratuitas habrían pasado hambre. Con la colaboración de iglesias, asociaciones y bancos de alimentos, encontramos una manera para que los padres que ya no recibían alimentos de los colectivos escolares pudieran ir en auto a buscar algunos litros de leche, una bolsa de pan y huevos para sus vecinos”.
Dado que muchos de esos condados carecían de internet, el mismo tipo de ingenio se aplicó a la educación mientras las escuelas permanecieron cerradas: “Compramos e instalamos puntos de acceso wifi en los colectivos para que los estudiantes pudieran descargar el contenido de sus clases. Estacionaban los autos justo al lado o el colectivo se acercaba a las casas”. Después, los estudiantes podían trabajar, más o menos bien, sin conexión, gracias a una tablet que se les prestaba cuando no tenían computadora. Una sola por familia. “Hicimos todo lo que había que hacer”, concluyó.
Ni Trump ni Harris creen que este tipo de relatos sean relevantes para el asunto que los enfrenta. Ambos están más preocupados por los pronósticos de las encuestas, aunque estas nunca se hayan equivocado tanto en 40 años.
Pero esta no es la única razón para temer el día del escrutinio. ¿Quién imagina que Trump podría admitir la victoria de los demócratas? “Esa gente quiere hacer trampa, hace trampa y, francamente, es lo único que hace bien”, afirma con regularidad. No va a desaparecer tan rápido como el hombre que lo sucedió en la Casa Blanca.
Serge Halimi, de la redacción de Le Monde diplomatique (París). Traducción: Paulina Lapalma.
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“Stratagème de la droite américaine, mobiliser le peuple contre les intellectuels”, Le Monde diplomatique, mayo de 2006. ↩
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Aaron Zitner y Dante Chinni, “How the 2020 Election Deepened America’s White-Collar/Blue-Collar Split”, The Wall Street Journal, 24-11-2020. ↩
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NdR: Hillbilly, una elegía rural (Planeta, 2017), llevado al cine (Ron Howard, 2020) y disponible en Netflix. ↩
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Serge Halimi, “Ucrania se cuela en la elección estadounidense”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, agosto de 2023. ↩
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Arlie Russell Hochschild, “Anatomie d’une colère de droite”, Le Monde diplomatique, agosto de 2018. ↩