La irrupción de Internet implicó un cambio sustancial en la historia lineal de los medios: por primera vez, todos somos capaces de crear nuestra propia audiencia. Esta realidad, que horroriza a la prensa tradicional, es aprovechada por empresarios como Elon Musk, quien entiende como pocos el nuevo teatro de la conversación pública de masas.
Exactamente al día siguiente del segundo triunfo de Donald Trump en las elecciones presidenciales estadounidenses, el prestigioso periódico británico The Guardian, seguido por unos cuantos miles de usuarios progresistas y otros periódicos como el español La Vanguardia, abandonó la red social X protestando por lo “tóxica” y nociva para la democracia que se había vuelto la plataforma desde su adquisición por parte de Elon Musk, aliado económico y político del propio Trump. ¿A qué responde exactamente esta rebelión de la prensa “seria” y de parte de sus lectores? ¿Cuáles son las fuentes del malestar que lleva a este enfrentamiento? ¿Hay algo verdaderamente nuevo, en términos históricos, en la estrategia comunicacional expansiva de un empresario ambicioso de 52 años como Musk? ¿Dónde reside lo específicamente disruptivo en las guerras mediáticas del siglo XXI?
Por más que quienes abandonaban el ex Twitter pintaran su huida no como una enmienda a la totalidad de la comunicación digital, sino como un gesto de resistencia específico contra la ambición imperial de Elon Musk en su alianza con Trump y los reaccionarios del mundo, de fondo había otra cosa, algo más general y profundo. En este gesto moralmente jactancioso de ciertos periodistas y ciudadanos preocupados se dibuja con más claridad que nunca una dicotomía epocal y hasta espiritual. De un lado, los medios de comunicación tradicionales que pretenden representar cierta dignidad, un cuidado por la verdad y por la imparcialidad esenciales para el funcionamiento sano de la democracia; del otro lado, Internet y las redes sociales como el demiurgo de una subjetividad caprichosa y manipulable a la vez, que fragmenta, polariza, corroe y enferma a la democracia.
Sería la lucha por la supervivencia de la democracia a través de la resistencia al cambio tecnológico lo que está en juego (y tanto conmociona a una parte más bien conservadora de la ciudadanía) y no sólo un enfrentamiento entre ejes ideológicos coyunturales. Al fin y al cabo, el periódico tradicional de los siglos XIX y XX representaba el mundo o la realidad como un todo, como una unidad en la que el ciudadano-lector se sumergía cada día, sección a sección, página a página, desde la tapa hasta la contratapa. Pero esa unidad de lectura se resquebraja sin remedio en las arquitecturas caprichosas e irrepetibles de cada uno de nuestros muros, timelines o en la ensalada de enlaces que recibimos vía chat de nuestros amigos, o del dichoso “algoritmo”, representante del poder en la sombra.
La plegaria y el diario
En realidad, esta visión de la prensa tradicional como baluarte de la cohesión social y “guardián” de la verdad en democracia es una interpretación tan nueva como la propia decadencia de la prensa. Cuando era realmente hegemónica, hace ya bastante tiempo, en la mirada de los pensadores y críticos sociales más agudos, la prensa tradicional representaba algo muy distinto a un emblema de cohesión y virtud social. Ya en la segunda mitad del siglo XX, Leo Strauss, teórico político judío alemán exiliado en Estados Unidos, intentando explicar el origen del malestar en la sociedad industrial de consumo que le tocó vivir, apuntaba precisamente a la expansión de la prensa escrita como una gran fuente de decadencia: “Nietzsche describió en una ocasión la transformación que tuvo lugar en Europa continental en la segunda mitad del siglo XIX. La lectura de la plegaria matinal había sido reemplazada por la lectura del periódico: no cada día lo mismo, el mismo llamado al deber absoluto y al destino sublime del hombre, sino más bien cada día algo nuevo, sin llamado alguno al deber o al destino sublime; la especialización, es decir, un saber siempre mayor respecto de algo cada vez menor; la imposibilidad práctica de concentrarse en las poquísimas cosas esenciales de las que depende enteramente la integridad humana; la especialización compensada por una falsa universalidad, por estimulación sin verdadera pasión por todo tipo de intereses y curiosidades, el peligro del filisteísmo universal y del conformismo creciente”1.
La dispersión frente a la concentración, la mera estimulación y la atención a curiosidades frente a la verdadera pasión, el conformismo frente al compromiso... Los argumentos de Nietzsche en el siglo XIX, rescatados por Strauss en el siglo XX para despreciar la lectura diaria del periódico, no suenan muy distintos a los argumentos de quienes hoy ven una gran amenaza en la cultura digital del siglo XXI. Y tampoco son muy distintas de una época a la otra las teorías conspirativas sobre la ambición de los poderosos que usan la adquisición de medios de comunicación para manipular al pueblo. Los magnates que adquirían periódicos y se aliaban con el poder político utilizando los medios como forma de dominio fueron objeto de repudio no sólo por los intelectuales de la cultura del libro en el siglo XIX, sino también en la propia cultura de masas del siglo XX.
Una de las películas más importantes de la historia, Citizen Kane (1941), de Orson Welles, es un buen testimonio de la popularidad de esta denuncia. Si uno se detiene en sus primeros 15 minutos, es imposible no identificar la fascinación (y el repudio a la vez) que suscita su protagonista, Charles Foster Kane (que representaba al verdadero magnate de los medios estadounidenses, William Randolph Hearst), con la fascinación y el repudio que suscita hoy en día Elon Musk. Una fortuna de origen industrial, basada en las tecnologías de punta de la época, que se vuelca al dominio político a través de la adquisición de medios de comunicación de masas.
Un cambio tecnológico distinto
Con todo esto a la vista es tentador seguir una lectura histórica lineal y decadentista: a cada transformación tecnológica de los medios de comunicación le corresponde un grado más de decadencia (en el sentido de fragmentación y disolución de los vínculos sociales más profundos). Y además, más allá de cada transformación, el poder económico de turno estará interesado en controlar los nuevos medios.
Si en el siglo XX eran Hearst o Ted Turner [fundador de la cadena televisiva CNN], hoy es Elon Musk; si entonces eran los periódicos y la televisión, hoy son las redes sociales. En un clip de 1998 que el propio Musk ha publicado en su perfil en X más de una vez, el empresario dueño de Tesla parece refrendar esta lectura, presentándose a sí mismo nada más que como un visionario de lo obvio: allí se lo ve decir que Internet le parece mucho más interesante para invertir su dinero que los medios tradicionales por el simple hecho de que en Internet estarán contenidos todos los medios tradicionales.
Sin embargo, conviene no dejarse llevar por esta lectura histórica lineal. En la secuencia periódicos/radio/cine/TV/Internet, en el último eslabón, en el advenimiento de la red y la conversación pública de masas digital, hay, en efecto, un quiebre sustancial. La intervención del poder económico y político en la comunicación digital es, por primera vez, sobre todo un movimiento defensivo ante un nuevo poder que no pueden someter del todo. El nuevo poder de las “audiencias emancipadas”, como dice Gonzalo Torné, o “la rebelión del público”, como dice Martín Gurri.
Volviendo a la comparación nietzscheana entre la plegaria matutina y la lectura del periódico, se podría decir que el empresario que en los siglos pasados se compraba un periódico se estaba comprando un púlpito: un lugar elevado desde el cual emitir los mensajes que más le convinieran ante unas audiencias más bien pasivas. Por mucho que la fragmentación y la superficialidad fueran ya características de la lectura del periódico frente a la lectura de la Biblia, la dirección del poder seguía siendo igual de asimétrica.
Es cierto que la revolución eléctrica se hizo presente con la radio y la televisión: en palabras del (este sí verdadero) visionario Marshall McLuhan, llegó la “era eléctrica”, todos conectados con todos, en una “aldea global”. Sin embargo, todavía la TV y la radio eran variaciones del púlpito: asimétricas, jerárquicas y unidireccionales. En el siglo XX, la enorme mayoría de los ciudadanos sólo eran espectadores u oyentes, pero no creadores de contenido con su propio público receptor, como sucedería a partir de la irrupción de Internet. Esta unilateralidad propia de los medios del siglo XX tenía un trasfondo antipolítico que fue percibido con toda claridad por muchos filósofos, politólogos y sociólogos. Un buen ejemplo es Richard Sennett, que en su libro La caída del hombre público (1977), no dudó en acusar a la televisión de encarnar el “dominio público vacío”, un espacio en el que se da la paradoja de “la visibilidad y el aislamiento”. Los espectadores, decía Sennett, recibían (veían) muchísima información de modo universal, pero no podían convertir esa información en ninguna clase de acción política, porque no podían contestarle a un político corrupto dirigiéndose a su televisor ni telefonear a todos sus amigos para hablarles mal de ese político. Los espectadores estaban aislados y eran invisibles.
En el hecho de que, con las nuevas tecnologías, sean las propias audiencias las que tengan voz, los propios consumidores los que puedan ser productores o emisores, hay un salto que quiebra para siempre la historia de la comunicación humana. Es, sobre todo, un cambio de naturaleza política que viene a saldar una deuda de cientos de años de historia. Una deuda que abarcaba la historia entera de la democracia. Esto no significa que nos espere un camino de rosas; el orden de la democracia representativa puede deteriorarse profundamente en el trance de pagar esta deuda histórica. Aquí viene bien recordar la célebre sentencia de Alfred Whitehead: “Los mayores avances de la civilización son procesos que casi hacen naufragar a las sociedades en las que ocurren”.
Información no es expresión
En todo caso, si no logramos entender la relevancia de este salto es debido a una confusión muy particular y nada fácil de detectar: la confusión entre el derecho a la información, por un lado, y la libertad de expresión, por otro. La gran innovación política que trae el advenimiento de Internet y la conversación pública de masas es la de la primera universalización efectiva, no ya del derecho a la información, sino de la libertad de expresión. El culpable involuntario de esta confusión fue uno de los más geniales arquitectos de las repúblicas modernas: Immanuel Kant.
Según escribe Kant en un artículo seminal para la configuración de la democracia moderna, “¿Qué es la Ilustración?” (1784), Ilustración es sobre todo el movimiento que nos permite salir de “la minoría de edad” que nos condena al puro espacio privado para acceder a la mayoría de edad encarnada, precisamente, en la salida al espacio público, en la posibilidad efectiva de hacer “uso público” de nuestra razón. Dejar de ser meramente seres obedientes como somos en el espacio privado (obedientes al sacerdote desde su púlpito o al jefe en nuestro trabajo o a nuestro padre en el hogar) y pasar a ser ciudadanos libres, mayores de edad. Lo que nos caracteriza como verdaderamente libres para la Ilustración es precisamente el efectivo “uso público de la razón”, la posibilidad de expresar nuestras opiniones frente a un público, la libertad de expresión.
Pero no se puede pasar por alto las limitaciones reales del medio tecnológico con el que Kant y los ciudadanos del siglo XVIII contaban para la consecución de dicho objetivo. Es decir, las limitaciones del único medio que había para que todos pudieran hacer efectivo el derecho a hablar frente a un público. Ese medio era la incipiente prensa libre (siempre relativamente libre): los periódicos. Por eso la libertad de prensa será prácticamente sinónimo de libertad de expresión (freedom of speech) en todos los escritos políticos sobre el tema entre fines del siglo XVIII y principios del XIX. De ahí nuestra propia confusión entre derecho a la información y libertad de expresión.
¿A qué me refiero con “limitaciones” de este medio (la prensa) para el objetivo que se plantea Kant? Me refiero a la distancia enorme entre la condición de universalidad del acceso a la libertad de expresión que pretende Kant (y el movimiento ilustrado) y el carácter todavía minoritario y elitista de ese medio tecnológico, la prensa. En efecto, en 1793, cuando Kant publica su opúsculo, un porcentaje más bien minoritario de la población sabía leer y escribir, y de esa porción sólo una pequeña parte tenía acceso a publicar artículos de prensa. Lo decisivo aquí es que el anhelo de universalidad en el acceso efectivo al “uso público de la razón”, a la libertad de expresión, anhelo que es la esencia del texto de Kant, no contaba ni remotamente con un soporte material (tecnológico) con el que realizarse. No será hasta el desarrollo de las tecnologías digitales, hasta el advenimiento de la conversación pública de masas, cuando esa pretensión de que todos los ciudadanos tengan acceso universal a un público propio obtenga un soporte real. En efecto, hoy casi todos tenemos de hecho la posibilidad real (ya no sólo el derecho) de tener un público. Ese es el cambio histórico político fundamental que ha traído la comunicación digital.
Por eso, comprarse una red social –como hizo Musk con Twitter– no es ya equivalente a comprarse un púlpito, un diario, una radio o una TV. O es, en todo caso, un púlpito muy disminuido. Porque por mucho control algorítmico que se establezca, lo que circula no es ya información jerárquica y asimétrica, sino la expresión informe, plural y multidireccional de los usuarios. Una forma expresiva que tiene una tendencia esencial irónica e identitaria, de afirmación individual y un cuestionamiento de todo poder establecido. La habilidad (defensiva) de muchos políticos reaccionarios como el presidente argentino, Javier Milei, o Trump, aliados a empresarios como Musk, ha sido, por ahora, mimetizarse con el nuevo público digital emancipado en su enfrentamiento con los poderes tradicionales jerárquicos, como los intelectuales, la prensa o la televisión, o el Estado mismo. Sin duda, la tendencia a gobernar con una retórica de “oposición”, incluso cuando se está en el poder, es parte de este ejercicio defensivo traído por la conversación pública de masas digital.
El teatro
Entre los siglos XVII y XVIII, con el proceso de secularización de la sociedad que la alejaba de las iglesias como centro del poder comunal, el espacio más vivo políticamente no era tampoco la idealizada “plaza” o el “ágora” ateniense, sino el teatro. Pero no el teatro tal y como lo concebimos hoy. Entonces todavía no se había establecido la costumbre ni de leer en silencio ni de permanecer en silencio en el teatro. El público interactuaba con los actores, los abucheaba y podía pedir que se repitiera una escena o linchar a los protagonistas. En aquellos teatros, en que casi todas las clases sociales estaban representadas en distintos niveles (palcos para nobles, el gallinero para los demás), también se conspiraba, se hacían negocios, se difundían los rumores y las chanzas a los notables. Las damas se dejaban ver y se vendían. Se seducía y nacían los romances, y se urdían revueltas y traiciones. Sin duda los dueños de los teatros eran empresarios poderosos, aliados con el poder político, que usaban los teatros para mostrarse y vender sus propios negocios. Pero no podían controlar ni remotamente todo lo que allí ocurría. Musk se compró un teatro. Nada más, ni nada menos.
Santiago Gerchunoff, profesor de Teoría Política en la Universidad Carlos III de Madrid. Autor de Ironía On. Una defensa de la conversación pública de masas, Anagrama, 2019.
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Leo Strauss, “Introducción al existencialismo de Heidegger”, Sobre Heidegger. Cinco voces judías, Manantial, Buenos Aires, 2008. ↩