El algoritmo no es una simple herramienta, sino una fuerza que modeliza al mundo, uniformizándolo y desregulándolo a la vez. Así, marida bien con el neoliberalismo y las nuevas derechas. ¿Qué hacer? En 1955 Martin Heidegger sugirió “un pensar incesante y vigoroso” para alcanzar la serenidad.

La fascinación que genera el mundo algorítmico oculta un verdadero colonialismo sobre el que es necesario reflexionar. Para explicar la definición de “colonialismo algorítmico” se puede partir de una metáfora muy sencilla. En biología, se habla de una colonización cuando una especie se devora a las demás y conquista un territorio. Esa misma idea se puede aplicar a la dinámica del mundo digital. La irrupción de los smartphones, por ejemplo, llevó a la desaparición de bibliotecas, de álbumes de fotos físicas y a la delegación de funciones cerebrales. El teléfono inteligente, poco a poco, devora y va transformando su entorno. El smartphone, en cuanto expresión de algo más amplio, que es el mundo del algoritmo, no debe ser visto como una simple herramienta, sino como algo que transforma el mundo de una manera mucho más profunda.

El algoritmo no es el equivalente a un martillo o una máquina de escribir, porque, a diferencia de estos objetos, es capaz de modelizar al mundo, de cambiarlo de manera cualitativa. Al mismo tiempo, la forma de modelización del algoritmo no es la misma forma de modelización de lo vivo (y cuando decimos lo vivo no hablamos solamente de lo humano); es un modo desterritorializado de modelización. En pocos años, cada vez más tareas humanas se “algoritmizaron” y pasaron a operar bajo el mecanismo de delegación de funciones: ubicarse en una ciudad, buscar un destino de vacaciones, seleccionar amigos... cada vez más funciones que antes practicaba el cerebro fueron delegadas al algoritmo.

Metafóricamente, es como si hubiera emergido una nueva especie dotada de una enorme potencia para colonizar todo lo existente. No es estrictamente una nueva especie, pero tiene ecos de una transformación de esas características. Un ecosistema, una persona o una especie pueden incorporar cambios que rompan sus ciclos metabólicos, telúricos o culturales, pero hay un punto dado en el que el cambio destruye la identidad del organismo. Este es el peligro. Muchas veces no es evidente, pero lo cierto es que los cambios introducidos en la pedagogía, la economía, la sociedad o la cultura –es decir, en todo lo que hoy está ordenado por el algoritmo– son difíciles de incorporar, de digerir. No podemos seguir diciendo simplemente que estamos ante un instrumento nuevo cuando en realidad la alta tecnología construye un mundo nuevo. Una nueva casa dentro de la cual lo vivo y la cultura tienen dificultades para existir.

Algoritmo y neoliberalismo

El mundo algorítmico es hiperfuncional al neoliberalismo, porque elimina toda la diversidad y unifica en una sola vía todas las cosas. Cuando hablamos del mundo algorítmico no nos limitamos a las plataformas o las redes sociales. Cuestiones como por ejemplo las modificaciones genéticas en los transgénicos (la aplicación del “genio genético”) también pertenecen al mundo algorítmico. La consustancialidad entre neoliberalismo y mundo algorítmico deriva del hecho de que los dos funcionan desregulando. El mundo algorítmico tiene una capacidad de desregulación que no es posible ni para la cultura ni para lo vivo, que se mueven con tiempos más lentos que los que impone el algoritmo.

Esta uniformización y la eliminación de la diversidad en muchas esferas de la vida biológica o social generan fenómenos nuevos. Los aparatos digitales crean una suerte de pantalla –en el sentido de separación– entre nosotros y el mundo. Cada vez más uno actúa en referencia a lo que le ordena el algoritmo y no en referencia al mundo exterior. El GPS es un ejemplo simple pero ilustrativo. Uno ya no actúa de acuerdo con lo que podría llamarse el “sentido de ubicación”, con base en los múltiples receptores que todos tenemos en el cerebro, que nos permiten estar atentos y ser un poco “baqueanos” de los lugares que conocemos, sino que priorizamos el GPS. Así, el GPS no es una herramienta que nos permite relacionarnos con el mundo, sino un instrumento que corta –introduciendo una pantalla– ese vínculo cerebral y corporal con el mundo.

En mi libro El cerebro aumentado, el hombre disminuido (Paidós, 2015), intenté dar cuenta de muchas de estas delegaciones de funciones. Los núcleos subcorticales son aquellos que se ocupan de cartografiar el tiempo y el espacio. Cuando uno delega esa tarea en el GPS, lo que sucede es que se “atrofian”. Cuando un médico delega en una base de datos el diagnóstico de su paciente, ya no lo ve más como una unidad. Cuando un niño en vez de aprender a hacer una raíz cuadrada o alguna operación matemática apela a una tablet o a una calculadora, deja de ejercitar la complejización del cerebro para simplemente “ordenarle” a la máquina digital que le resuelva un problema.

Son sólo algunos ejemplos de la simplificación de las capacidades del cerebro que produce el algoritmo, pero lo más dramático es que muchas veces el mundo científico responde a estas cuestiones soslayando el tema bajo el argumento de que, sencillamente, ahora es así: de ahora en adelante, el mundo digital se va a ocupar “bien” de lo que se ocupaba “mal” el cerebro humano. El peligro de este razonamiento es una asimilación que concibe al cerebro humano como una máquina, sólo que más débil, y que por lo tanto pierde de vista la singularidad de la cultura y de lo vivo.

Cada vez más actuamos con referencia a la máquina digital. Esto produce –o agranda– diferencias al interior del propio proceso de uniformización algorítmico. Para un joven que vive en Berlín o en Zurich, la relación con el mundo a través de la máquina digital tiene un sentido y un efecto diferentes que para otro que vive en La Quiaca o la Patagonia [al norte y sur de Argentina, respectivamente]. En este caso, la diferencia con el medio –la distancia entre el algoritmo y su mundo– es mucho mayor –y, por lo tanto, también el efecto de descapacitación que produce–. No es lo mismo sufrir la desterritorialización tecnológica en Zurich que en la Patagonia: las consecuencias son diferentes y el efecto de la colonización, más profundo. Es ahí donde estos procesos se encuentran con el neoliberalismo, que considera al mundo como pura materia prima y a los seres humanos como simples recursos humanos.

Nuevas derechas

Las derechas actuales constituyen un nuevo fascismo del funcionamiento. Son verdaderamente nuevas: el fascismo tecnológico funcionalista no es igual a las fuerzas políticas del pasado, como el neoliberalismo conservador chileno de Augusto Pinochet o la dictadura argentina de Jorge Rafael Videla, que eran, en definitiva, fuerzas “ideológicas”. Las derechas actuales son la tiranía del puro funcionamiento. Cuando el presidente argentino, Javier Milei, asegura que “las cosas van bien”, hay que creerle, siempre que se tenga en cuenta que, bajo su modelo, ese decir que las cosas van bien alude al puro funcionamiento que aplasta la existencia en su multiplicidad.

Este funcionalismo tiene dos caras. Por un lado, el costado totalmente frío del cálculo puro, que busca, de manera permanente, “variables de ajuste”. ¿Cuál es la variable de ajuste por excelencia? La más barata: el ser humano. Por otro lado, esto se combina con una especie de grosería o de brutalismo que es inherente a la emergencia de las nuevas derechas. En cierto momento, el cálculo frío, por el impulso del exceso de vida o de las pulsiones vitales, se transforma en grosería o brutalidad. No es accidental que personajes como Milei o el presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump, combinen las dos cosas. Por un lado, apología de la inteligencia artificial, alianzas con Elon Musk o glorificación de las nuevas tecnologías. Por otro, la irrupción de lo brutal, de lo grosero.

En el cálculo frío hay una especie de represión de lo humano, de lo pulsional, de lo deseante; la grosería o el brutalismo constituyen “el retorno de lo reprimido”, que vuelve bajo esas formas.

En la conversación pública, esta lógica implica romper la distancia que se necesita para tener un mínimo de respeto, distinguir las cosas que se pueden decir de las que no. En el fondo, esa regulación es lo que hace posible la vida en sociedad. Por si quedaban dudas, Milei lo dijo de forma explícita en un discurso reciente: entre el peligro de la inteligencia artificial y el peligro de la regulación, prefiere el primero. Las nuevas derechas impulsan una desritualización de lo social, y esa desregulación de los ritos marida con la desregulación permanente que impone el paradigma del funcionamiento algorítmico.

¿Qué hacer?

Lo señalado hasta aquí no quiere decir que el algoritmo sea irrecuperable. Se puede separar el mundo algorítmico del neoliberalismo y las nuevas derechas, pero para lograrlo habrá que pasar de aceptar la colonización algorítmica a buscar vías para domesticar la máquina digital. La unión actual entre mundo algorítmico y neoliberalismo no es una fatalidad, aunque hoy operen juntos.

Para ello, hay dos caminos fundamentales. El primero es intentar comprender. Es necesario dejar de lado la fascinación y observar con un poco de extrañeza esta nueva realidad tecnológica. En este momento estamos todos entregados a la fascinación ante el poder del algoritmo; es imperioso tomar un poco de distancia. Y, desde ese lugar, ubicar estos temas en el centro del debate. Muchos clausuran esta discusión desde una perspectiva en la que consideran que este es “el sentido de la historia”; pero la historia no tiene más sentido, esa era una idea del occidente colonial. Las innovaciones tecnológicas no son el sentido de la historia; son dispositivos, y tenemos la obligación de pensar para qué nos sirven.

En segundo lugar, desde el punto de vista práctico, se trata de que los niños tengan experiencias corporales, que vivan el mundo. Que sepan, por ejemplo, que escribir a mano no es lo mismo que apretar botones, que saber qué es un bosque mirándolo en una pantalla no es lo mismo que ir al bosque. Se trata de proteger lo analógico, para decirlo de alguna manera, sin caer en una perspectiva tecnófoba, sino buscando que los niños puedan experimentar –vivir– la diferencia.

Esto no se logrará nunca a partir de una estrategia punitivista o disciplinaria. Volviendo al ejemplo del GPS, no se puede simplemente ordenar no utilizarlo. Hay que encontrar una razón positiva para no usarlo, para lo cual hay que tener inventiva, ser creativo: mostrar todo lo que se pierde, por ejemplo, en términos de contemplación del paisaje, cuando te entregás al GPS.

En suma, reaprender no solamente lo que ganamos con la máquina digital, sino lo que estamos perdiendo. Y esto se puede pensar desde un punto de vista más global y político: se trata de construir una estética alternativa. Los movimientos emancipatorios de los años 1960 y 1970 no tenían la misma estética que sus adversarios; construían otra diferente, más deseable. Hoy todo el mundo está capturado por la fascinación ante lo algorítmico, y falta una estética alternativa. No podemos decirles a los niños simplemente que no pasen todo el día delante de la pantalla. Hay que encontrar una práctica más deseable, y es ahí donde se nota el retraso. A esta altura, ya sabemos los efectos nocivos de la exposición de los chicos a las pantallas, pero el asunto no se resuelve con la amenaza o la sanción. Tenemos que imaginar una estética alternativa gracias a la que la adicción a la pantalla aparezca como algo no deseable, y eso se construye con prácticas y subjetividades, múltiples, variadas y diversas.

Miguel Benasayag, filósofo. Su último libro, con Ariel Pennisi, es La inteligencia artificial no piensa (El cerebro tampoco), Prometeo, 2023.