El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, redescubre sin saberlo el circuito del Tesoro, instrumento usado en Francia para el control estatal de las finanzas. El autor de este artículo, filósofo francés, analiza cómo la izquierda europea puede asumirlo para quebrar el poder de los mercados sobre la democracia.

Es pleno verano boreal y nadie, o casi nadie, está prestando atención cuando Scott Bessent, el secretario del Tesoro de Donald Trump, aparece en Fox News (13 de agosto) y, con la desenvoltura a la que últimamente está acostumbrado el nuevo poder estadounidense, hace un pequeño anuncio: los ahorros de no residentes invertidos en Estados Unidos podrían, en parte, ser reunidos en una especie de “fondo soberano interno” a discreción del gobierno –del presidente–, quien tendría el poder de decidir –a su antojo– su uso en función de los sectores que desee desarrollar.

Sólo algunos internautas que no quedaron atrapados en la modorra informativa estival advirtieron la declaración y dimensionaron su importancia, pero de inmediato la llenaron de insultos, con el reflejo automático con que suele recibirse casi todo lo que emana del trumpismo. Sin embargo, precisamente en este caso, habría que tomarse el tiempo para reflexionar. Lo que están haciendo Trump y Bessent, con toda inconciencia, por supuesto, no es ni más ni menos que reinventar el principio del “circuito del Tesoro”. Es decir, el instrumento para retomar el control del financiamiento de la economía.

Instalado primero bajo el régimen de Vichy [colaboracionista con el ocupante alemán], pero movilizado sobre todo durante la reconstrucción [posterior a la Segunda Guerra Mundial], el circuito del Tesoro consistía en poner a disposición del Estado los fondos líquidos depositados por los agentes en instituciones financieras públicas o de carácter público-no estatal, tales como, por ejemplo, las cuentas corrientes postales [actuales cuentas bancarias de La Banque Postale]. Estas instituciones, que recibían el estatus de “corresponsales del Tesoro”, estaban además obligadas a volcar una parte de los ahorros que recaudaban a los títulos de la deuda pública, cuya suscripción quedaba así garantizada, en una época en que la estrechez de los mercados de bonos impedía convertirlos en una fuente de financiamiento del Estado.

Reducido a su principio y en términos generales, el circuito del Tesoro puede redefinirse como un mecanismo de asignación intervencionista de los ahorros privados. En beneficio del Estado en el caso histórico francés. En favor del desarrollo de ciertos sectores industriales considerados estratégicos en el inusual caso de los Estados Unidos de Trump, aplicándolo de manera selectiva sólo a los ahorros de no residentes –de más está decir que la libertad de inversión de los ciudadanos estadounidenses es inalienable–. Esta última cláusula restrictiva es la que logró engañar incluso a las mentes más agudas, que no vieron en la idea Trump-Bessent más que una burda versión de “colonialismo financiero”, sumada a una nueva humillación infligida en el terreno económico a los europeos, convertidos en vasallos por la captura indirecta de su ahorro.1 No hay duda de que esto es así. Sin embargo, el error surge al limitarse a eso y no ver la deliciosa contradicción por la cual Trump despierta en nuestro espíritu ni más ni menos que el recuerdo de un mecanismo antimercado de financiamiento de la economía. En su caso, con fines de política industrial –que está muy lejos de carecer de interés–. En el nuestro, para el financiamiento de la deuda pública. Lo mínimo que se puede decir en estos tiempos de “pedagogía” apocalíptica es que la cuestión vuelve a plantearse, y de forma aguda.

La toma de rehenes financiera

Desde el momento en que el financiamiento del Estado fue entregado a los mercados de capitales –abiertos de manera expresa con ese fin–, la toma de rehenes quedó servida. No la de los ferroviarios ni la de los basureros, sino la de los inversores institucionales. Según una anécdota hoy muy conocida, James Carville –quien fue director de campaña de Bill Clinton y que no era precisamente un inexperto en materia de correlación de fuerzas– había declarado que, si debía reencarnarse, deseaba hacerlo en “mercado de bonos”. Pues había comprendido que en él residía el verdadero poder: un lugar de un poder superior al de los Estados, ya que los inversores, con su reacción colectiva, fijan las condiciones –en particular las de las tasas– en las que puede emitirse la deuda pública. Esas condiciones reflejan con total exactitud su opinión y sus deseos respecto de lo que, para ellos, debe ser la “buena política económica”. Fuera de ese respeto a su norma, los gobiernos se exponen a encontrarse con condiciones de emisión tan desfavorables que la carga de la deuda puede volverse insoportable, llegado el caso puede incluso llevarlos al default. Antes de llegar a esos extremos aberrantes, los Estados tienen tiempo para sufrir y apretar el cinturón –en nombre de “los mercados”, de “la calificación del país” y de la “credibilidad” –. Entonces hay que someterse, aceptar cualquier cosa con tal de complacer a “los inversores”, todo esto hasta el punto absurdo en que los gobiernos, habiendo optado por ceñirse al dogma neoliberal con fe ciega, terminan sosteniendo que la independencia del país sólo se gana mediante el respeto escrupuloso de esta disciplina, es decir, mediante el grado último de sumisión y heteronomía. Esclavicémonos, así seremos libres.

No obstante, es el momento de empezar a hacer ciertas distinciones dentro de ese “nosotros”, porque no todos están en la misma situación. La camisa de fuerza de los “mercados” fue concebida para beneficio exclusivo de los inversores, para ofrecerles una garantía frente a la inflación –que erosionaría sus activos– y, por supuesto, contra el default, que les generaría una pérdida total o parcial. Por eso se espera que las políticas económicas nacionales sigan las reglas –en realidad, a velar sólo por los “objetivos” que interesan a las finanzas: la estabilidad nominal (la de los precios) y la estabilidad financiera (la del servicio de la deuda y de la trayectoria de solvencia)–. De ahí que la “estabilidad” se haya convertido, por excelencia, en el concepto rector del discurso económico neoliberal: es la estabilidad de y para los inversores –incluso la estabilidad política, que funciona como garantía de las otras dos: que nada venga inoportunamente a perturbar el orden que complace a las finanzas–. En este sentido, había razones para atragantarse al ver la firma de la Confederación General del Trabajo (CGT), junto a la del Movimiento de Empresas de Francia (Medef), en un comunicado colectivo que apelaba precisamente a la “estabilidad”, justo después de que Michel Barnier fuera amarrado al asiento eyectable [ex primer ministro de Francia, del 5 de setiembre al 13 de diciembre de 2024].

Así, una soberanía desplazó a la otra: la de los inversores vino a sustituir a la de los ciudadanos –salvo por la de unos pocos ultraminoritarios cuyos intereses están alineados con los de las finanzas, porque son ricos y poseen grandes patrimonios en títulos–. Los intereses de todos los demás pasan a un segundo plano –si es que llegan a ser tenidos en cuenta–. De esta manera, las estructuras de la finanza desregulada hicieron entrar en el contrato social a un intruso, a quien todo se consagra, en torno a quien todo se organiza y para quien se diseña toda la política económica, una negación absoluta del principio democrático, cuyo verdadero valor se revela en el capitalismo neoliberal. Por lo tanto, los dirigentes mantienen de forma sistemática un doble discurso: el primero, hecho de palabras vacías, dirigido al buen pueblo al que se lo pasea entre el “sentido común” y el miedo; el segundo, dirigido a los inversores, para quienes se reservan las cosas serias. Un discurso escindido como consecuencia de un contrato escindido, en el que todo ha sido dispuesto para que el contratante intruso desplace al contratante histórico.

El intruso en el contrato social

Máquina de desdemocratización por excelencia –para retomar los términos de la filósofa Wendy Brown– y de anular las soberanías políticas para instituir el reinado de la soberanía del capital, la Unión Europea no se ha equivocado en este sentido. Toda su organización, y en particular el artículo 63 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (TFUE), que prohíbe atentar –por mínimo que sea– contra la libertad de movimientos de capitales, ha sido ideada con la intención de acabar con los arrebatos de la política para garantizar la paz de los inversores, es decir, la eternidad de su imperio sobre las políticas económicas.

Habrá que desafiarlo. Y habrá que empezar a pensarlo con seriedad. ¡Maravillosa coincidencia! Justo en este momento Trump nos trae de nuevo a la mente el medio por excelencia: un circuito del Tesoro. Tal es, por construcción, la virtud primera de este mecanismo, ya que nos evita tener que lanzarnos a los mercados internacionales de deuda para financiar los déficits, al permitir orientar directamente –y sí, coercitivamente– una parte de los ahorros privados hacia los títulos públicos. Donald Trump, con su propio circuito, hace política industrial; nosotros podemos hacer lo mismo, pero a nuestra manera, para financiar, por ejemplo, grandes programas de inversión pública, cuyo déficit es completamente legítimo puesto que, al comprometer el futuro, escapan a la lógica de los gastos corrientes. Y ello sin perjuicio de otros usos más vastos.

Salir de los mercados

Todo esto sin perjuicio de perspectivas estratégicas más amplias, porque un circuito del Tesoro es, por excelencia, también el instrumento para salir de la Unión Europea. ¿La zona euro nos tiene atrapados en los mercados? Es tan simple como el huevo de Colón: salgamos de los mercados. Pero, en el ámbito político institucional, ¿a quién puede interesarle esta perspectiva? Ya no a la Agrupación Nacional (RN, por sus siglas en francés, ultraderecha), cuya normalización euroliberal está consumada. ¿A La Francia Insumisa (LFI, izquierda)? La cuestión es sumamente incierta. Es evidente que la salida del euro ha desaparecido de su discurso. La idea tuvo sus últimos destellos durante la campaña de 2017. Dos años después del punto álgido de la crisis griega y de su dramática resolución con la renuncia de Alexis Tsipras [primer ministro de 2015 a 2019], todavía había motivos para hablar de ello. Pero desde entonces ya prácticamente no se habla del tema.

Una interpretación compasiva atribuiría esta desaparición a una racionalidad táctica bien entendida: la salida del euro, así como la de los mercados de capitales, forma parte de esas cuestiones que es imposible plantear en el debate público de la falsa democracia burguesa que se jacta de poder discutir de todo, pero que, en realidad, deja que se discuta muy poco. Resulta imposible, en efecto, porque basta con que el debate resurja para que de inmediato las finanzas se inquieten –es entendible: ellas son el objetivo– y reaccionen, como de costumbre, abandonando los títulos de la deuda pública y, por ende, haciendo subir las tasas de interés, no se sabe hasta dónde, pero posiblemente muy alto si la crisis se agrava, incluso hasta el punto de volver imposible la ecuación presupuestaria. Régis Portalez, exalumno de la École polytechnique [Escuela Politécnica], bastante disidente y comentarista, enérgico –por así decirlo– en las redes sociales, escribió a finales de agosto, en el momento en que se perfilaba la caída de [el hoy ex primer ministro] François Bayrou: “Los macronistas serviles serían capaces de lanzar un ataque contra los mercados especulativos de la deuda francesa con el único propósito de limpiar su imagen y conservar un poder que usurparon tras las últimas legislativas” (26 de agosto). El estilo es florido, pero difícilmente se le pueda reprochar: el análisis está bien fundamentado –y es de carácter general–. Lo comprobaremos durante las próximas elecciones presidenciales, cuando LFI se acerque al poder –y eso sin siquiera haber dicho “salida del euro”–. Todo proyecto político de modificación significativa de la correlación de fuerzas entre el cuerpo social y el capital se topará con la furia del capital, y su primer lugar de expresión siempre serán los mercados de bonos. Casi podría servir de barómetro del grado de “izquierda” de una línea política: provocar, o no, la tormenta especulativa.

Queda el hecho de que, una vez desatada, la tormenta pone en gran dificultad –quizás incluso en jaque– su política, y esto posiblemente suceda –lo que es además más notable– incluso antes de la llegada al gobierno de esa izquierda. Tal es el poder desmesurado de las anticipaciones financieras, que traen al presente inmediato una representación del futuro y, al hacerlo, reconfiguran por completo la trayectoria temporal. Resulta entendible que un arma semejante se utilice en el combate político, y que la facción de la burguesía radicalizada, ya dispuesta a todo, se sirva de ella para hacer fracasar al oponente político que amenaza con llegar al poder antes incluso de que lo haya tomado... ¡Qué posibilidad tan maravillosa! Estas son las condiciones en las que “se puede debatir de todo” en la democracia capitalista. Es comprensible que, en tales circunstancias, la prudencia se imponga y que el intento por evitar las cuestiones explosivas pueda ser la norma –e incluso que el encubrimiento resulte enteramente legítimo–.

No obstante, sigue abierta la pregunta respecto de dónde se encuentra realmente la principal fuerza de izquierda institucional en lo relativo al euro y a las finanzas: ¿encubrimiento o abandono? Por desgracia, la hipótesis del abandono no puede descartarse por completo. Podría incluso atribuirse a LFI una línea de acomodación que convencería a la Comisión Europea de permitir el aumento de la fiscalidad sobre los ricos y las grandes empresas, solución en suma simple y lógica para volver a encajar en los límites presupuestarios. Y para no hacer enojar a nadie innecesariamente.

Sin embargo, no hay que ilusionarse: la construcción europea fue fundamentalmente concebida para excluir proyectos políticos de izquierda. De hecho, para volverlos imposibles –y esto, una vez más, gracias a y mediante la coerción de los mercados, cuyo reinado ha sabido estructurar de forma deliberada–. Existe entonces, en algún lugar (aunque no sepamos dónde), un punto crítico más allá del cual –sumadas unas tras otras– las orientaciones impías, los diversos proyectos de regulación, las nacionalizaciones, las ayudas públicas y las desobediencias a tratados (mercados de la electricidad, tratados comerciales sobre pesticidas, etcétera) terminarían por desencadenar hostilidades, que la caja de resonancia de los mercados se encargaría de amplificar. Nadie puede prever hasta qué punto esto elevará la adversidad financiera vía tasas de interés, debidamente alentada por los discursos incendiarios de las instituciones europeas, de los medios capitalistas (y de los públicos también...), y de todos aquellos que no dejarán pasar semejante oportunidad de ponerle un fin inmediato a un gobierno de izquierda. Pues, en efecto, puede llegar hasta el punto de derribarlo –como bien lo saben los griegos tras la experiencia Syriza-Tsipras–.

Hace algunos años, en una larga entrevista, Jean-Luc Mélenchon respondió por anticipado a la objeción.2 Afirmó que Francia no era Grecia, y no se jugaba con una economía con bancos sistémicos y tres billones de deuda pública. “Recomiendo que todos se mantengan razonables”, dejó entrever como amenaza –que, en efecto, es la mejor manera de hablar tanto a los mercados como a las instituciones europeas–. El hecho es que apenas podemos imaginar la magnitud del desastre financiero que representaría un default sobre la deuda francesa. Pero ¿quién es ese “todos” llamado a ser razonable? La Comisión y el Consejo Europeo, por supuesto. ¿Y “los mercados”? El problema con los mercados es que no tenemos su número de teléfono, y no se negocia con ellos. A primera aproximación, los mercados son una entidad acéfala, no están guiados por ninguna racionalidad de conjunto y sólo están coordinados por las ráfagas miméticas que a veces los recorren durante las crisis. Sin embargo, son ellos los que determinan el estado –o los cataclismos– de las finanzas, llegado el caso incluso hasta su propia ruina colectiva. Todos los que conocen los encantos de las finanzas saben que pueden ocurrir corridas simplemente porque los inversores temen una corrida... de otros. Basta con que algunos elementos objetivos aparezcan en el horizonte para que todo se dispare: un gobierno de izquierda-espantapájaros, datos económicos que se les negará –mientras que a cualquier gobierno de derecha se los entregarían sin problema–, y una situación de conflicto venenoso con la Unión Europea. Quizás se llegue al punto en que, como reacción, Bruselas prefiera sacar el plan de rescate del siglo para todos sus bancos... excepto para los del país que haya decidido excluir.

Bien se podría creer que las instituciones europeas “no se atreverán”, y es cierto que preferirían no hacerlo, pero es una apuesta arriesgada; y si sale mal, habrá que evitar quedarse totalmente desprotegidos. Sólo la disposición de un plan como es debido –quizá guardado en los cajones hasta ahora, pero listo para activarse en cualquier momento– podrá sacarnos de la pasividad. En ese plan, necesariamente habrá un circuito del Tesoro.

Bala de plata contra el chantaje

Tendrá que haber uno porque –sea para una salida voluntaria o para una salida forzada– habrá que estar preparados. Tanto más cuanto que, más allá de la Unión Europea y del euro, un circuito del Tesoro es la silver bullet [bala de plata] contra el chantaje por “la deuda”, contra sus gramófonos mediáticos y gubernamentales, contra el intruso que ya es hora de eliminar del contrato social. Que sea el propio Trump quien nos lo haga recordar es, sin duda, una ironía que cabe atribuir a tiempos decididamente turbulentos. Pero hay distintas maneras de agitar los tiempos y, siempre que sea la correcta, no hay que temer añadirle la nuestra. Terminar con el reinado de las finanzas y de los inversores es, sin duda, la mejor de todas. En realidad, es incluso el patrón, el principio de eso en lo que consiste y de lo que debe ser una política de izquierda. A fuerza de renuncias, hemos llegado a tal punto de estrechamiento de nuestras ambiciones que los parches fiscales al estilo Piketty-Zucman3 nos parecen el colmo de la audacia, quizá incluso los últimos marcadores de “la izquierda”, el umbral más allá del cual comenzaría la sinrazón, como lo atestigua el aluvión de prudentes cláusulas con que Gabriel Zucman acompaña sus propuestas: “No, no, no, no se preocupen, los ricos no se irán”. La morada de los ricos, o el índice de la razón alienada.

Ahora bien, es posible imaginar salirse de la órbita de los ricos, de su aprobación o de su presencia supuestamente benéfica que habría que mantener; dicho de otro modo: dejar de convertirlos en rehenes de toda la sociedad. También sería posible recordar que las correcciones fiscales, precisamente, no son más que correcciones, que dejan en gran medida intactos los mecanismos estructurales generadores de desigualdades, es decir, la socialdemocracia reducida a ser el felpudo. Hoy en día, está más que demostrado que la financiarización es el factor número uno de los enriquecimientos obscenos, al mismo tiempo que de las penurias sufridas por todos los demás: como asalariados, (pequeños) contribuyentes en nombre de la deuda, o usuarios de servicios públicos empobrecidos (para dejar espacio a los privados).4 No hay otro criterio de “la izquierda” –precisemos: de la izquierda en el capitalismo– que la ruptura con las finanzas. El circuito “Donald” ni siquiera es un tema de Europa y del euro, de salida encubierta o salida forzada. Se trata de uno de los instrumentos indispensables de una política decidida a acabar con la financiarización, es decir, a cerrar un paréntesis histórico que ya lleva cuatro décadas abierto. Paréntesis que –nunca dejaremos de recordar– fue inaugurado por otra “izquierda”, la de los autodenominados socialistas, la de François Mitterrand, Jacques Delors, Pierre Bérégovoy y todos sus sucesores, a quienes debemos el reinado combinado de las finanzas y de la Europa liberal, es decir, la liquidación de toda política de izquierda. Por lo tanto, sabemos cuál sería el sentido político del “nuevo cierre” de esta secuencia histórica: el de la liquidación de los liquidadores... Y el de la apertura hacia otra cosa.

Frédéric Lordon, filósofo. Autor de Figures du communisme, La Fabrique, París. Traducción: Paulina Lapalma.


  1. Arnaud Bertrand, “Not at the table: Europe’s colonial moment”, substack.com, 10-8-2025. 

  2. “Où va la France ? Jean-Luc Mélenchon”, thinkerview.com, 28-3-2022. 

  3. Thomas Piketty y Gabriel Zucman son economistas. Autores, respectivamente, de El capital en el siglo XXI (2013) y La riqueza oculta de las naciones (2015). 

  4. Pierre Rimbert y Grégory Rzepski, “Austérité, le festin des actionnaires”, Le Monde Diplomatique, París, setiembre de 2025.