El terror a ser exterminados atraviesa la historia de las minorías dominantes. Desde el apartheid hasta Medio Oriente, el miedo justifica la supremacía. ¿Qué pasa cuando los oprimidos acceden al poder político? Así responde este periodista estadounidense hijo de padres judíos emigrados a Sudáfrica.
El excepcionalismo judío es menos excepcional de lo que imaginamos. No somos el único pueblo que utiliza un relato victimista para justificar nuestra supremacía. A comienzos del siglo XX, los afrikáners salpicaron Sudáfrica con monumentos conmemorativos de los campos de concentración en los que los soldados británicos los habían recluido durante la Segunda Guerra de los Boers (1899-1902). Por muy desconocida que sea esta historia y por muy anecdótica que nos parezca en comparación con nuestras persecuciones milenarias, no influenció menos su visión del mundo. Porque se sentían amenazados tanto desde dentro como desde fuera: en su país por los negros, que supuestamente querían su muerte; en el exterior, por el Reino Unido y otros países occidentales, hipócritas impredecibles dispuestos a dejar hacer.
Por grotesca y delirante que pueda parecer hoy esta fábula, puedo dar fe, tras haber pasado parte de mi infancia en Ciudad del Cabo durante el apartheid, de que los afrikáners y la mayoría de los demás blancos sudafricanos creían firmemente en ella. Por otra parte, nos guste o no, no difiere tanto de la historia que los judíos suelen contarse a sí mismos sobre Israel. Muchos de ellos, cuando imaginan un Estado que garantice la igualdad de derechos a los palestinos “desde el río hasta el mar”, tienen la visión de una Tel Aviv inmaculada sobre la que se abatiría de repente la barbarie y el caos que asocian con Medio Oriente. Los blancos de Sudáfrica, que no tenían una mejor opinión de su continente, estaban animados por miedos similares. Hablaban de Nigeria y Congo con tanto espanto como los judíos hablan actualmente de Siria e Irak. En estas regiones donde la violencia es endémica, se murmuraba que las minorías indefensas no tienen ninguna posibilidad de sobrevivir.
El ejemplo de su vecino de Zimbabue los atemorizaba especialmente. En 1987, la propia Helen Suzman, diputada progresista sudafricana, recordaba que el fin del dominio blanco allí había “costado 20.000 vidas” y predecía que “la transferencia del poder en Sudáfrica costaría muchas más”. Últimamente, cuando me explican que judíos y palestinos nunca podrán convivir en igualdad de condiciones porque eso no existe en Medio Oriente, tengo la impresión de retroceder 40 años, cuando miembros de mi familia hablaban de las dictaduras y las guerras civiles que asolaron el norte del río Limpopo, que delimita la frontera norte de Sudáfrica, para demostrar la imposibilidad de una convivencia democrática entre negros y blancos en el país. Los únicos sudafricanos a quienes nunca escuché utilizar este argumento eran los negros, así como rara vez se escucha en boca de los palestinos.
Los blancos sudafricanos estaban obsesionados por el temor de ser expulsados, al igual que los judíos israelíes de hoy en día, y tal vez incluso más, ya que su peso en la población total era menor y sus aliados internacionales menos numerosos. Desde su punto de vista, el Congreso Nacional Africano (CNA) de Nelson Mandela era un grupo terrorista, lo que coincidía con la postura del gobierno de Estados Unidos. Su rival, el Congreso Panafricano (PAC), cuyo lema oficial era “Un colono, una bala”, los preocupaba aún más. Incluso los negros que no participaban personalmente en la resistencia violenta, como el arzobispo Desmond Tutu, Premio Nobel de la Paz de 1984, se mostraban reacios a condenarla, una vacilación que se encuentra en muchos palestinos en la actualidad. Los blancos solían llegar a la conclusión de que, sin la protección de un ejército de soldados blancos, sus vidas correrían peligro. Según una encuesta realizada en 1979, el 84 por ciento consideraba que su seguridad física “se vería amenazada por un gobierno negro”. Para ellos, señalaba el periodista Allister Sparks, “la integración racial era sinónimo de ‘suicidio nacional’”,1 una equivalencia que hoy en día también establecen muchos judíos israelíes.
El miedo como justificación
A más de 12.000 kilómetros de Johannesburgo, los protestantes de Irlanda del Norte justificaban su dominio con el mismo tipo de discurso victimista. Cada año, en julio, agitaban pancartas y cantaban himnos conmemorando el asedio de Londonderry (1689), cuando sus antepasados prefirieron morir de hambre antes que someterse a un rey católico, o la rebelión irlandesa de 1641, en la que los católicos ahogaron a los protestantes en el río Bann. También ellos se sentían amenazados en dos frentes: por un lado, las hordas católicas querían separar Irlanda del Norte de Reino Unido y absorberla en un Estado irlandés que, a los ojos de los protestantes, era casi tan atrasado y autoritario como África a los ojos de los blancos sudafricanos, y Medio Oriente a los de muchos judíos hoy en día; por otro lado, temían que Londres los abandonara, al igual que el miedo a ser traicionados por un Occidente engañoso e irresponsable atormentaba a los afrikáners en el siglo XX y atormenta todavía a los judíos en nuestra época.
La idea de igualdad aterrorizaba a los protestantes. Obnubilados por la violencia de los católicos del Ejército Republicano Irlandés (IRA), no veían en ella una respuesta a la opresión, sino “una pura barbarie tribal”, en palabras de un politólogo irlandés. Imaginar a estos asesinos investidos de los poderes del Estado les helaba la sangre. Eso sólo podía conducir a una reedición del asedio de Londonderry. Cuando en 1998, bajo la presión de los gobiernos británico, irlandés y estadounidense, los protestantes acabaron por renunciar a su hegemonía política firmando el acuerdo del Viernes Santo, su líder más famoso, Ian Paisley, habló de un “preludio a un genocidio”.
Los afrikáners tuvieron la Guerra de los Bóers; los protestantes de Irlanda del Norte tuvieron Londonderry; para los blancos del sur de Estados Unidos, el relato victimista se afianzó en el período conocido como la Reconstrucción, que siguió a la Guerra de Secesión. Según la leyenda, el sur fue saqueado por un enemigo interno, los negros violentos, y otro más lejano, el gobierno federal de Washington. Según George Wallace, gobernador de Alabama, sencillamente había sido “atacado”. En 1963, Wallace advirtió a los blancos del sur que, con la lucha por los derechos civiles, esas dos fuerzas hostiles habían regresado: los negros, que pretendían hacerse con el poder, y los progresistas del norte, que los ayudaban a conseguirlo. Llegó incluso a comparar el trato que recibían los blancos de Misisipi del gobierno federal con el que recibían los judíos por parte de los nazis. Aunque la analogía era extrema, los miedos que la sustentaban eran muy comunes. A mediados del siglo XX, la mayoría de los blancos del sur consideraban que la igualdad racial era una quimera destinada a engañarlos. Como señala el historiador Jason Sokol, “pensaban en términos de supremacía blanca o negra; si los negros obtenían derechos, les tocaría a los blancos ‘soportar el yugo’”.2
La inclusión política como solución
¿Por qué se equivocaron estos supremacistas asustados? ¿Por qué, tras el fin del apartheid, los partidarios del CNA y del PAC no se abalanzaron sobre barrios como el que habitaba mi abuela para masacrar a los blancos al grito de ‘Un colono, una bala’? ¿Por qué el IRA no asedió los barrios protestantes de Londonderry? La respuesta es tristemente sencilla: porque la mayoría de la gente, negros, blancos, católicos, musulmanes, palestinos, lo que sea, no quiere matar ni ser asesinados. No toman las armas de buen grado, sino como último recurso. Al acceder a la representación política, los oprimidos tienen la oportunidad de expresar sus reivindicaciones sin arriesgar sus vidas. La violencia política no desaparece por ello, pero tiende a disminuir. Si Sudáfrica no ha vivido 15 años de guerrilla sangrienta como Zimbabue, es porque sus líderes comprendieron antes que la única manera de frenar el levantamiento de los negros era darles un carné electoral. Y si las calles de Alabama no se convirtieron en ríos de sangre fue porque los negros del sur obtuvieron el derecho al voto en 1965.
La inclusión política genera seguridad: esa es precisamente la tesis del politólogo Mahmood Mamdani, confirmada por una pequeña pila de trabajos científicos.3 En 2010, por ejemplo, un estudio sobre 146 casos de conflictos interétnicos ocurridos en el mundo desde 1945 reveló que los grupos excluidos del poder eran tres veces más propensos a recurrir a la lucha armada que quienes tenían acceso a la representación. Del mismo modo, la investigadora israelí Limor Yehuda demostró en su libro Collective Equality (Cambridge University Press, 2023) que los países que practican “la exclusión política y la discriminación estructural” tenían muchas más probabilidades de sufrir guerras civiles.
Un ejemplo elocuente en este sentido es el destino de la práctica sudafricana conocida como necklacing. Este método, que consistía en colgar un neumático alrededor del cuello de la desafortunada víctima, rociarla con gasolina y prenderla fuego, era utilizado por los militantes del CNA para castigar a las personas acusadas de colaborar con el régimen del apartheid. El partido se negaba a condenarlo, y la propia esposa de Mandela, Winnie, una de las figuras más destacadas de la Sudáfrica negra, lo animaba en 1985: “Con nuestras cajas de fósforos y nuestros neumáticos en llamas, liberaremos este país”. Los blancos se estremecían de horror ante la idea de entregar las llaves del poder a personas así. Sin embargo, como recuerda Mamdani, “en cuanto se esbozó una salida no violenta del apartheid, esta práctica perdió casi todos sus defensores”. El “collar” era una respuesta brutal a un sistema brutal, y desapareció con él.
Peter Beinart, autor de Being Jewish After the Destruction of Gaza. A Reckoning, Atlantic Books, Londres, 2025, de donde se extrae este texto. Traducción: Emilia Fernández Tasende.
-
Allister Sparks, Tomorrow is Another Country. The Inside Story of South Africa’s Road to Change, The University of Chicago Press, 1996. ↩
-
Jason Sokol, There Goes My Everything. White Southerners in the Age of Civil Rights, 1945-1975, Knopf, Nueva York, 2006. ↩
-
Mahmood Mamdani, Neither Settler nor Native. The Making and Unmaking of Permanent Minorities, Harvard University Press, Cambridge, 2020. ↩