La grieta que divide a la sociedad judía israelí no enfrenta a los partidarios de la democracia con sus enemigos. Enfrenta dos concepciones de la lealtad: una orientada hacia el Estado y otra hacia la identidad judía. Pero estas visiones opuestas comparten presupuestos y cegueras comunes: una fe inquebrantable en el carácter “democrático” del régimen y el rechazo a reconocer su dimensión colonial.

Cada vez que las tensiones se agravan dentro de la sociedad judía israelí y que los ciudadanos se manifiestan contra un gobierno de derecha, o incluso de extrema derecha, o contra el primer ministro Benjamin Netanyahu –en el poder casi sin interrupciones desde 2009–, surgen en Francia y en otros lugares numerosos comentarios que vuelven a enfrentar a los progresistas y a los conservadores, a una centroizquierda ilustrada y a una derecha reaccionaria, oscurantista, religiosa y fanática. Los análisis son previsibles, pero muy engañosos.

¿Cómo explicar la gran movilización de 2023 en nombre de la democracia organizada por la centroizquierda contra una reforma que limitaba los poderes de la Corte Suprema, cuando en 2018 la adopción de una ley que definía a Israel como el Estado-nación del pueblo judío –consagrando jurídicamente la supremacía étnica e invalidando toda pretensión democrática– no dio lugar al surgimiento de ningún movimiento judío israelí de peso que acompañara las movilizaciones de los palestinos ciudadanos de Israel o de los drusos?.1

¿Cómo explicar, además, el silencio de los “progresistas” ante la prohibición –casi sistemática– de manifestarse impuesta a los ciudadanos palestinos de Israel desde el 7 de octubre de 2023 –en flagrante violación del principio de igualdad–, mientras esos mismos “progresistas” reclaman con insistencia, en nombre de ese mismo principio, el reclutamiento obligatorio de los ultraortodoxos, exentos desde la creación de Israel? ¿Y cómo puede ese sector rebelarse ante cada decisión controvertida de Netanyahu en materia de política interna, mientras guarda silencio frente a los crímenes de masa y al genocidio perpetrados en Gaza? La habitual respuesta a estas preguntas no se sostiene: la grieta no enfrenta sólo –ni siquiera principalmente– a demócratas, defensores de valores liberales universales, por un lado, y a nacionalistas autoritarios y extremistas, por el otro.

Para entender la verdadera grieta que atraviesa a la sociedad judía israelí es necesario remontarse a los primeros años del Estado, bajo el gobierno de David Ben-Gurión. Este representante de la izquierda sionista no tenía ninguna consideración por la religión judía y juzgaba a los ultraortodoxos, replegados en sus propias reglas, incapaces de integrarse en las sociedades europeas modernas. Sin embargo, comprendía su peso simbólico y demográfico en el futuro Estado y llegó a un acuerdo en 1947: otorgó a sus representantes el control del matrimonio, el divorcio, las conversiones, la observancia del Shabat y otros ámbitos clave, asegurándoles de este modo un lugar dentro del aparato estatal.

En paralelo, Ben-Gurión instauró otra forma de religiosidad: la Mamlakhtiut.2 A menudo traducida como “estatismo”, valora un poder fuerte y hace prevalecer los intereses del Estado por sobre los de los grupos o instituciones no gubernamentales. Para la Mamlakhtiut, la lealtad tiene que estar dirigida al Estado y a los valores nacionales; es preciso comprometerse, sin reservas, con la unidad y la autoridad. Ben-Gurión y sus aliados movilizaron la tradición judía, sus símbolos y sus relatos con el fin de reforzar los vínculos históricos y contemporáneos entre el judaísmo, el pueblo judío y el Estado: la religión fue así instrumentalizada para dar sentido a la identidad judía de los ciudadanos.3

Desde hace mucho tiempo, la derecha ha adoptado un punto de vista opuesto: el Estado y sus instituciones deben mantener y reforzar la identidad judía organizando la sociedad en torno a ella. Sin embargo, en ambas concepciones, Estado y religión siguen siendo indisociables. Mientras los más “laicos” conciben la identidad judía como una herencia cultural, los más religiosos la expresan a través de un modo de vida basado en reglas estrictas. En cualquier caso, para ambos la identidad se construye sobre todo en su relación con la nación, ya que esta se define según criterios étnicos. No existe una nación israelí que reúna al conjunto de los ciudadanos, judíos y no judíos; sólo la nación judía es reconocida, y es a ella a quien se supone que pertenece el poder soberano.

De este modo, la discrepancia política fundamental remite a la jerarquización entre la identidad judía y el Estado. Durante su primer mandato, Netanyahu ya lo había expresado de manera polémica cuando el 21 de octubre de 1997, ante las cámaras, le susurró a un rabino: “La izquierda ha olvidado lo que significa ser judío”, una vieja acusación formulada por la derecha. Sin embargo, la izquierda –a la que hoy sería más adecuado calificar como “centroizquierda sionista”– desde la aparición de un centro político autónomo a principios de los años 2000 –con partidos como Shinui y luego Kadima– nunca ha renegado de su identidad judía. Simplemente la ha reformulado, afirmando su lealtad al Estado y a sus instituciones. Por eso, no criticará al ejército israelí, no pondrá en duda el carácter democrático del régimen ni de sus instituciones y defenderá a capa y espada el carácter sagrado de Israel frente a las críticas externas –procedan de otros países o de organizaciones internacionales–, incluso al precio de apoyar, en nombre del interés nacional superior, a un gobierno de derecha.

Por su parte, la derecha y la extrema derecha no dudan en cuestionar las instituciones estatales, una antigua práctica que se ha reivindicado y vuelto más visible desde el regreso de Netanyahu al poder en 2009. Critican todo del Estado: su funcionamiento, su composición y su supuesta sumisión ideológica a la centroizquierda. Este cuestionamiento busca recentrar el proyecto nacional en torno a una identidad judía más religiosa.

Ni siquiera el ejército, pilar del régimen israelí, escapa a estos ataques. En marzo de 2016, Elor Azaria, soldado francoisraelí procedente de una familia de extrema derecha, fue filmado en Hebrón mientras abatía a Abdel Fattah Al-Sharif, un palestino que estaba herido y tendido en el suelo después de haber intentado apuñalar a un soldado israelí. El ejército abrió una investigación y condenó el acto, pero varios miembros del gobierno de Netanyahu se opusieron a este procedimiento. Desafiaron al Estado Mayor, visitaron a la familia del soldado, incluso fueron en ocasiones a prisión para manifestarle su apoyo y lanzaron una petición pidiendo su indulto. La centroizquierda sionista condenó esta iniciativa, pero por considerarla un desafío a la autoridad militar. “La firma de Netanyahu en una petición dirigida al presidente del Estado, instándolo a reconsiderar la posibilidad de indultar a Elor Azaria, constituye un ataque directo contra el presidente, el jefe del Estado Mayor y las Fuerzas de Defensa de Israel [Tsahal]”, declaró en Twitter en noviembre de 2017 Yair Lapid, el entonces jefe del partido centrista Yesh Atid.

La misma discrepancia se observó durante la movilización ciudadana de 2020 frente a la residencia oficial de Netanyahu, en la calle Balfour de Jerusalén. Este movimiento buscaba denunciar tanto el descrédito moral que pesaba sobre el Poder Ejecutivo por los casos de corrupción que implicaban al primer ministro, como los reiterados ataques de este último contra los pilares del sistema judicial: la Policía y su jefe, la asesora jurídica del gobierno y los tribunales. En el centro de esta lucha se encontraba la voluntad de defender la integridad de las instituciones.

Una segunda ola de movilizaciones estalló en enero de 2023, esta vez contra la reforma del sistema judicial impulsada por el sexto gobierno de Netanyahu. El proyecto provocó una reacción masiva. La centroizquierda lo percibió como un intento de socavar uno de los fundamentos del régimen, en la medida en que buscaba limitar el poder de control que la Corte Suprema ejercía sobre las leyes y las decisiones gubernamentales. Siendo que la instancia judicial más alta del país no sólo es considerada un baluarte jurídico, sino que también constituye una herramienta esencial para preservar una imagen democrática de Israel tanto en el interior como en el exterior, aun cuando legitima acciones contrarias al derecho internacional.

Los manifestantes insistían en su fidelidad a las estructuras estatales. Pero, al adoptar esta postura, evitaban con cuidado el oponerse al verdadero objetivo de la reforma: eliminar los últimos obstáculos jurídicos para anexar Cisjordania y acelerar la expansión de la colonización. La centroizquierda y sus principales figuras se negaron de forma deliberada a mencionar la ocupación militar, la opresión colonial de los palestinos o incluso las desigualdades estructurales entre ciudadanos judíos y no judíos.

Después del 7 de octubre de 2023, esa misma centroizquierda sionista dudó durante mucho tiempo en reclamar el cese de los combates. Cuando finalmente lo hizo –con timidez desde agosto de 2024 y con más firmeza a partir de abril de 2025–, no fue tanto por solidaridad con las víctimas palestinas como por la esperanza de obtener la liberación de los rehenes. El fin de los combates se presentó entonces como un “precio a pagar”. Tal oposición buscaba preservar la imagen “moral” del Estado y de sus instituciones, al mismo tiempo que proteger las vidas de los rehenes. Esto también se refleja en las cartas dirigidas al gobierno por los reservistas a partir del 10 de abril de 2025, en las que se exigía que la liberación de los rehenes se convierta en una prioridad nacional, “incluso al precio” de un alto el fuego. “La repatriación de los rehenes debe ser una prioridad nacional absoluta. Se trata de una misión moral y estratégica de máxima importancia [...]. Nos negamos a aceptar que el Estado de Israel abandone a sus ciudadanos y soldados en cautiverio”, escribieron los pilotos. Los reservistas de las unidades especiales de las fuerzas de seguridad añadieron: “Son los valores que siempre nos han guiado, y es nuestro deber moral como nación. Este es un llamado a salvar vidas”.4

Si el cuestionamiento al gobierno, vinculado con la guerra y con los rehenes, ha reavivado las grietas dentro de la sociedad judía israelí, el análisis de los discursos y de las movilizaciones de los opositores muestra que su crítica no se dirige a la ambición central de la derecha –la expansión del dominio colonial judío del río al mar–, sino más bien a las consecuencias de esa agenda, percibidas como una amenaza para su “religión civil”, es decir, para el carácter sagrado del Estado.

Nitzan Perelman Becker, doctora en Sociología Política, cofundadora del colectivo de investigación Yaani y autora del libro Anatomie de la droite israélienne, que será publicado por Agone en abril de 2026.


  1. Ver Charles Enderlin, “En Israel, la ley de la discordia”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, setiembre de 2018. 

  2. Nir Kedar, “Ben-Gurion’s Mamlakhtiyut: tymological and theoretical toots”, Israel Studies, vol. 7, n° 3, Bloomington (Indiana), 2002. 

  3. Ver Anna Waeles, “‘Dios no existe, pero nos dio esta tierra’”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, abril de 2024. 

  4. Pueden consultarse los extractos de las cartas en hebreo en el sitio Ynet, en Yoav Zeytoun y Gal Ganot, “Lettre des pilotes publiée contre la poursuite de la guerre: ‘Libérez les otages’” [“Carta de los pilotos publicada contra la continuación de la guerra: ‘Liberen a los rehenes’”], 10-4-2024, y Gal Ganot, “Plus de 450 anciens des unités spéciales dans une lettre: ‘Le retour des otages – avant toute autre mission’” [“Más de 450 exmiembros de unidades especiales en una carta: ‘El regreso de los rehenes, antes que cualquier otra misión’”], 15-4-2024 (ynet.co.il).