El 28 de octubre, el gobierno del estado de Río de Janeiro llevó a cabo la mayor operación policial de la historia, que se saldó con más de un centenar de muertes, entre civiles y policías, y 113 detenciones.1 La acción en los complejos Penha y Alemão comenzó temprano en la mañana, atravesando la región y, más tarde, toda la capital. Como consecuencia, tuvimos varias calles y avenidas con barricadas, servicios de salud y asistencia cerrados, pánico y violencia por todas partes. Cabe recordar que la peor masacre ocurrida antes fue en la favela Jacarezinho,2 en 2021, que provocó la muerte de 28 personas.
La “guerra contra las drogas” es la justificación utilizada para establecer el estado permanente de guerra y exterminar a todos aquellos que son “reconocidos” como peligrosos y enemigos. En Brasil no existe la pena de muerte como mecanismo legal, pero existe una autorización social, política y económica para llegar a las favelas y regiones periféricas “disparando en la cabeza”, como anunció en 2018 el exgobernador Wilson Witzel. En otras palabras, el Estado se autoriza a exterminar a la población negra, pobre, periférica y de favelas, sin la menor restricción.
La megaoperación policial no sólo demuestra el fracaso de la política de seguridad en el estado de Río de Janeiro, sino que también declara el odio dirigido a la población pobre y de las favelas. El lastre de la muerte y la destrucción no cabe en los datos publicados oficialmente, ya que todavía tenemos a quienes se quedan en el camino sin identificación y reconocimiento. La eliminación proporcionada por las operaciones tiene consecuencias físicas, psíquicas y simbólicas que marcan seriamente a la población.
El permanente estado de guerra naturalizado en la vida cotidiana de Río de Janeiro aún no está incluido en las estadísticas oficiales de los servicios de salud mental, lo que es de fundamental importancia para comprender los impactos de la violencia armada en la salud de la población. La munición que ejecutó a los 119 muertos según las cifras oficiales –y a los que no aparecen en esa estadística oficial– sigue girando y perforando el pecho de mujeres, niños, adolescentes, jóvenes, ancianos y toda la población de este territorio. En consecuencia, pronto tendremos a las víctimas indirectas de esta masacre y, lamentablemente, no habrá datos estadísticos que demuestren que la política de exterminio sigue funcionando a diario.
En el libro En el punto de mira: la salud mental de las mujeres negras en cuestión, publicado en 2023, por Editora Hucitec y el sello Diálogos da Diáspora, abordamos los impactos del estado de guerra permanente en la salud mental de las mujeres madres de víctimas de violencia armada. En los testimonios recolectados, fue posible identificar el proceso de enfermedad psicosocial generado por la muerte o mutilación de los niños. La mayoría de ellas tenían enfermedades físicas, como hipertensión, diabetes, cáncer, enfermedades cardiovasculares, entre otras, así como enfermedades mentales. En algunos casos, tenemos testimonios que recuerdan a otras mujeres que “murieron de tristeza” y no pudieron resistir el tamaño del dolor.
De esta manera, podemos decir que hemos establecido como forma de sociabilidad y proyecto político el vuelco de los cuerpos, la laceración simbólica de estas personas y la mortificación en la vida. En otras palabras, no basta con exterminar, es necesario demostrar que estos muertos son de la “peor clase” y, por lo tanto, merecen la eliminación. Por otro lado, se registra para la comunidad y la familia que existe una vigilancia permanente con la violencia como lenguaje corporal y psíquico. Las víctimas indirectas, en cambio, se verán atravesadas por un dolor que no se puede arrancar de raíz ni “curar”, y tendrán que adaptarse o sucumbir, convirtiéndose en una afectada más.
El proyecto político de exterminio seguirá produciendo dolor y destrucción, lo que significa que no sólo se trata de seguridad pública. La agenda de salud mental es fundamental, ya que estamos lidiando con un estado de guerra permanente que continuará perpetuando el exterminio físico y psíquico. A diario, tenemos la producción de traumas psicosociales que deben ser tratados como un caso de salud pública y dispositivos de atención a la salud mental creados, desde la perspectiva de la atención psicosocial, para permitir el apoyo y la reparación de las personas que han sido heridas por la violencia armada. ¿O continuaremos produciendo dolor y destrucción?
Es urgente que se implemente una política pública que apunte al acceso a la justicia, la reparación y la atención psicosocial, ya que se legitima la estrategia de destrucción. No podemos avanzar en el campo de los derechos sociales sin tener cambios concretos y efectivos para garantizar el derecho a la atención, la salud mental y el bienestar. Ahora es el momento de reconocer a los muertos y contar los daños producidos por la política de exterminio, pero sin olvidar que la masacre de Río de Janeiro marcó para siempre nuestras vidas. Después de todo, ¿quién cuenta nuestros muertos?
Rachel Gouveia Passos es profesora de estudios de grado y posgrado en Trabajo Social en la Universidad Federal de Río de Janeiro, coordinadora del Censo Psicosocial de usuarios de servicios de salud mental en el estado de Río de Janeiro y del proyecto de investigación y extensión Lucha contra el Asilo y Feminismos. Este artículo fue publicado por Le Monde diplomatique, edición Brasil.