Lo que se decide en Chile el 14 de diciembre en el balotaje entre Jeannette Jara y José Antonio Kast es mucho más que un presidente: es un modelo de país y de sociedad. Se trata de una disputa sobre la esencia del Estado, la calidad de la democracia y la vigencia de los derechos sociales. Un eventual triunfo de la derecha radical sería la instauración de un régimen de ruptura, cuyas consecuencias ya tienen rostro en el continente.

El laboratorio internacional es aleccionador. En Estados Unidos, el trumpismo degradó la política institucional, convirtiendo la mentira en método de gobierno y el Estado en un botín para sus adeptos. En Brasil, el bolsonarismo aplicó un vaciamiento sistemático de lo público, desmantelando políticas sociales y aniquilando décadas de avance ambiental. En Argentina, el experimento de shock de Javier Milei exhibe la fase terminal del antiestatismo: un país sumido en el caos, con despidos masivos, universidades públicas estranguladas y una precariedad generalizada como política de Estado.

Creer que Chile es inmune a este virus es una ilusión suicida. La derecha radical local comparte con sus pares globales un mismo ADN ideológico: una hostilidad visceral hacia lo público, un desprecio por los derechos sociales y una fe dogmática en el mercado como único mecanismo de asignación. Su proyecto no es reformar el Estado, sino desguazarlo, devolviendo al lucro funciones esenciales que pertenecen al ámbito de lo común.

Las consecuencias de este programa son previsibles y devastadoras: un sistema de salud crónicamente desfinanciado, la lenta erosión de la educación pública y gratuita, el abandono de la protección ambiental, el desmantelamiento de las políticas de vivienda y un retroceso abrupto en materia de igualdad de género y diversidad. Todo el edificio social, construido con décadas de luchas, podría colapsar en un solo período presidencial.

La arquitectura del retroceso

El próximo ciclo político chileno se define como una contienda entre modelos de sociedad antagónicos. El programa de la derecha, tanto en su versión tradicional como en su facción más extrema, se articula en torno a ejes que prometen una reingeniería radical del país:

  • La “austeridad” como dogma: bajo el eufemismo de eliminar los “parásitos” y la “grasa estatal”, se esconde un recorte drástico del gasto público que asfixiaría servicios esenciales como salud y educación. Esta no es una política económica; es una elección moral que carga el ajuste sobre los más vulnerables.
  • El desfinanciamiento estratégico: la rebaja de impuestos corporativos carece de mecanismos compensatorios. Es una receta probada para debilitar los ingresos fiscales, ahondar la desigualdad y dejar al Estado sin recursos para garantizar derechos básicos.
  • La seguridad como espectáculo: la bandera de la “mano dura” reduce un problema complejo a un simple acto represivo. Promueve el aumento de penas y el negocio de la militarización privada, ignorando de forma deliberada las causas estructurales del delito: la desigualdad, la exclusión y el poder del narcotráfico.
  • El moralismo como autoritarismo: la agenda “valórica” busca reinstalar un orden conservador, limitando políticas de género y revisando derechos sexuales y reproductivos. Es un fundamentalismo disfrazado de tradición que busca restringir libertades individuales.
  • La desregulación como doctrina: el plan de “adelgazar el Estado” fusionando ministerios y eliminando agencias reguladoras es un caballo de Troya para fomentar la privatización. El resultado sería un país más expuesto a abusos de poder, con una fiscalización laboral y ambiental debilitada.
  • El chivo expiatorio migrante: fortalecer controles y limitar derechos apela a lo más bajo del instinto de manada. Esta política del miedo erosiona la convivencia democrática y vulnera principios fundamentales de derechos humanos.

Estos pilares no son propuestas aisladas; conforman un proyecto coherente y peligroso. Diseñan un país organizado alrededor del mercado, la autoridad punitiva y la homogeneidad cultural, anulando el pluralismo, la solidaridad y el derecho a la igualdad.

La candidata de izquierda Jeannette Jara se ha consolidado como una de las figuras más visibles del oficialismo chileno y una postulante presidencial con atributos singulares dentro del panorama político actual. Su trayectoria combina una sólida formación técnica –es abogada y administradora pública– con una larga experiencia en la gestión estatal, destacando su papel como ministra de Trabajo y Previsión Social, donde lideró reformas emblemáticas como la reducción de la jornada laboral a 40 horas y la reforma previsional. Esa combinación de conocimiento institucional y resultados concretos le otorga credibilidad como figura ejecutiva, capaz de traducir las demandas sociales en políticas públicas efectivas.

Una izquierda programática

Sin embargo, el elemento más distintivo de Jara no es sólo su capacidad técnica, sino su narrativa biográfica. Nacida y criada en El Cortijo, comuna de Conchalí, proviene de un entorno popular que le permite proyectar cercanía y autenticidad ante la ciudadanía. Su historia personal conecta con los sectores que sienten que la política tradicional los ha marginado, otorgándole un capital simbólico de empatía y coherencia. Esta identidad, sumada a su estilo sobrio y dialogante, le permite mostrarse como una figura de izquierda moderna, alejada de los excesos retóricos o ideológicos, y más enfocada en la gestión concreta de derechos y bienestar social.

En el plano político, Jara representa una apuesta por la continuidad transformadora del ciclo iniciado por Gabriel Boric, aunque con un tono más pragmático. Su capacidad de negociación –puesta a prueba en acuerdos con empresarios, sindicatos y parlamentarios– refuerza su imagen como una articuladora dentro de un oficialismo fragmentado. En un contexto donde la ciudadanía valora la eficiencia más que la épica, ese perfil negociador podría ser su principal fortaleza. No obstante, el peso de su pertenencia al Partido Comunista constituye un límite real: despierta recelos en sectores moderados y puede dificultar la expansión hacia el electorado de centro que decide las elecciones en segunda vuelta.

A ello se suma la carga de representar al gobierno en ejercicio. Aunque Jara ha logrado cierta autonomía discursiva, su candidatura está inevitablemente asociada al desempeño del Ejecutivo, con sus luces y sombras. Si la economía o la seguridad pública no muestran mejoras tangibles, el costo político puede recaer sobre ella. Su desafío será, por tanto, construir una identidad propia, diferenciada, que exprese continuidad en las reformas sociales, pero con una promesa renovada de eficacia, autoridad y sentido común frente a la polarización.

En síntesis, Jeannette Jara encarna un tipo de liderazgo que podría redefinir la izquierda chilena: técnico pero empático, institucional pero popular, transformador sin estridencias. Su éxito dependerá de si logra convertir esa síntesis en una narrativa que inspire confianza más allá de su base natural. En tiempos de desconfianza generalizada y fatiga política, su candidatura tiene el potencial de ofrecer una figura de estabilidad y sensibilidad social, pero también el riesgo de ser vista como una prolongación de un ciclo gubernamental que muchos desean superar. El desenlace dependerá de su capacidad para trascender las etiquetas y conectar con la esperanza práctica de un país que busca certezas más que consignas.

El derrotismo

Ante este panorama existen derrotas inevitables y otras que se cultivan con esmero en el invernadero de la autocompasión. Lamentablemente, en sectores de la izquierda chilena, el derrotismo se ha erigido como la coartada perfecta para la inacción. Se ha preferido administrar el desencanto en lugar de organizar la esperanza; se ha optado por predicar la impotencia en vez de construir una mayoría social. Todo bajo el manto del “realismo”, ese pesimismo elegante que sirve para justificar la renuncia anticipada.

El derrotismo electoral es la rendición civil antes de la batalla. Es la actitud de quien, ante la primera encuesta adversa, celebra su propio pesimismo como una profecía autocumplida. Se magnifica cada error interno y se santifica cada acierto del adversario, cediendo el campo emocional y simbólico sin siquiera presentar combate.

Pero lo que está en juego excede con creces cualquier cálculo electoral cortoplacista. La posibilidad de un gobierno de la derecha radical no es un escenario político más; el derrotismo es, en última instancia, un lujo decadente. Un privilegio que sólo pueden permitirse quienes han olvidado el costo social que se paga cuando la ultraderecha llega al poder. Es el síntoma de una izquierda ensimismada, que prefiere contemplar con melancolía sus propias divisiones antes que mirar al país que dice representar. La batalla política, como cualquier otra, se gana o se pierde primero en el terreno de las convicciones. Y quien se autoproclama derrotado antes de tiempo, ya ha elegido su bando: el de la capitulación.

Álvaro Ramis, rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano. Artículo publicado por Le Monde diplomatique, edición Cono Sur.