Ocupada con la guerra en Ucrania, Rusia se mostró impotente frente a la caída de Bashar al-Assad en Siria, a quien había salvado en 2015. El exdirigente le garantizaba el uso de dos bases militares esenciales para su capacidad de proyección regional. ¿Qué harán ahora los opositores al régimen?

La caída del régimen de Bashar al-Assad en diciembre de 2024 significó un golpe duro para Rusia. Mientras que, en setiembre de 2015, su intervención militar había logrado salvar al régimen sirio –y marcar el retorno de Moscú a la escena estratégica de Medio Oriente y al Mediterráneo–,1 esta vez no pudo mantener a su aliado en el poder.2 Este fracaso podría haberse convertido en un revés logístico y estratégico de primer orden si Moscú hubiera perdido sus dos bases militares –la primera, naval, en Tartús, y la segunda, aérea, en Hmeimim–, ambas situadas en la costa. Cada una desempeña un papel fundamental en la capacidad de proyección de las fuerzas rusas. Su futuro fue uno de los temas de las conversaciones entre el presidente ruso, Vladimir Putin, y el nuevo jefe del Ejecutivo sirio, Ahmed al Sharaa, durante su visita a Moscú el 15 de octubre. Precedida por una serie de reuniones de alto nivel que tuvieron lugar en el verano, este primer encuentro concluyó con el compromiso de Siria de respetar todos los acuerdos firmados por el antiguo régimen.

Más concretamente: Moscú explota las bases sirias en el marco de un acuerdo bilateral firmado con Damasco en enero de 2017 y válido por 49 años. Las nuevas autoridades han suspendido este acuerdo, aunque sin llegar a denunciarlo, a la espera de una probable renegociación. Desde finales de los años 2000 hasta el derrocamiento de su aliado, el “punto de apoyo material y técnico” de Tartús, según la terminología vigente, permitía al destacamento naval operativo ruso navegar de manera permanente en el Mediterráneo. La base rara vez alojaba más de una media docena de unidades (unidades de superficie, submarinos de propulsión convencional, embarcaciones de apoyo). Sus infraestructuras, modestas, permitían operaciones logísticas ligeras y, ante la ausencia de un astillero naval, sólo podían realizarse allí trabajos elementales de mantenimiento. Hoy en día, las embarcaciones rusas que llegan del norte y del Báltico siguen valiéndose de Tartús con el objetivo de proyectarse hacia el mar Rojo y el océano Índico. Las unidades que arriban del Extremo Oriente ruso a través del Canal de Suez hacen allí escala antes de continuar su navegación hacia el Atlántico. La base aérea de Hmeimim sirve, por su parte, como centro logístico para trasladar hombres y material hacia Libia, África Central y el Sahel, donde el Kremlin ha tejido asociaciones en materia de seguridad desde finales de los años 2010.3

En vísperas de la caída del régimen de Bashar al-Assad, la presencia militar de Rusia en Siria era relativamente modesta. La mayor parte de su contingente –poco menos de 5.000 hombres en el apogeo de la intervención militar rusa entre 2015 y 2018– fue trasladada a Ucrania tras la invasión de febrero de 2022. Su despliegue, reducido a apenas unos cientos de soldados, le permitía cumplir misiones de policía militar y de fuerza de interposición en un contexto local. Diseminados en los puestos de observación establecidos a lo largo de las líneas de fricción entre los beligerantes (grupos “terroristas”, fuerzas lealistas, kurdos y grupos yihadistas proturcos), estos soldados, con su sola presencia, tenían un poder disuasorio que contribuyó a prevenir, en el plano local, situaciones de escalada. A modo de comparación, Ankara tenía entonces más de 10.000 hombres en el norte de Siria, sin contar los auxiliares del Ejército Nacional Sirio.

Tensiones y necesidades

Las conversaciones entre Moscú y las nuevas autoridades sobre el futuro de la presencia militar rusa comenzaron a partir de la caída del régimen sirio, el 8 de diciembre de 2024. El pragmatismo prevaleció desde entonces. El 14 de diciembre de ese año, en una entrevista concedida a varios medios árabes, entre ellos Al-Jazeera, Al Sharaa –ahora jefe de facto del Ejecutivo– dejó entrever una actitud conciliadora. El dirigente del grupo islamista armado Hayat Tahrir al Sham (HTS), cuyo nombre de guerra era Abu Mohammed al Julani, sopesó entonces los intereses rusos en Siria como “estratégicos” y no expresó hostilidad ante la idea de mantener la presencia militar de Moscú en territorio sirio. Todo ello a pesar de los bombardeos aéreos que la aviación rusa dirigió contra el reducto de Idlib, donde se habían refugiado las tropas de HTS, y del asilo concedido a Al-Assad.

Es cierto que el Kremlin contaba con algunas ventajas. Los rusos dejaron entrever la posibilidad de retirar a HTS de la lista de organizaciones consideradas terroristas y realizaron entregas de fertilizantes, combustible y ayuda alimentaria en un contexto en el que Damasco seguía sometido al embargo por parte de la mayoría de los países occidentales. No obstante, a finales de mayo y principios de junio, el hecho de que Washington y Bruselas levantaran las sanciones –incluida la de la devastadora ley Caesar Act, aprobada en 2019, que, pese a sus exenciones humanitarias, aisló al país de los actores económicos internacionales, obstaculizó su reconstrucción y agravó la escasez de productos básicos– generó ciertas inquietudes en el Kremlin. Los capitales rusos pesaban poco frente a las perspectivas de afluencia de inversores árabes, europeos y chinos. A mediados de mayo, Damasco y la empresa portuaria emiratí DP World firmaron un memorando de entendimiento sobre el desarrollo del puerto de Tartús, que alcanza los 800 millones de dólares. Hasta entonces, la gestión de la infraestructura correspondía a los rusos. Las autoridades sirias dejaron entrever que Moscú ya no debía ser quien gestionara los activos estratégicos sirios, que antes se disputaba con Teherán. En paralelo, dificultaron de forma regular el abastecimiento de las bases militares rusas, poniendo así en entredicho la inmunidad de esas instalaciones, que supuestamente deben garantizar. De hecho, el pasado 20 de mayo, un grupo no identificado atacó la base de Hmeimim y, como consecuencia, murieron entre dos y cuatro soldados rusos –según los balances– y también algunos atacantes.

Sin embargo, las nuevas autoridades sirias no pueden prescindir de las fuerzas rusas para estabilizar un país al borde de la fragmentación y bajo presión israelí. En la primavera de 2025, los enfrentamientos que involucraban a fuerzas gubernamentales en ciudades de mayoría drusa –una comunidad que Tel Aviv asegura querer proteger– sirvieron de pretexto para múltiples incursiones militares.4 Desde entonces, los soldados israelíes han consolidado sus posiciones en el Golán sirio. Las masacres en la región de Suweida, que provocaron numerosas muertes entre los drusos, desembocaron en julio en bombardeos israelíes que alcanzaron el centro de Damasco. En este contexto, Al Sharaa cuenta con Moscú para ejercer presión sobre Israel. Su visita al Kremlin concluyó con el anuncio de envíos de armas, así como del despliegue de patrullas rusas en el sur del país y de la reactivación de aquellas ubicadas en el noreste, cerca de la ciudad de Qamishli, próxima a la frontera turca.

Con todo, en el marco de este “reseteo” de las relaciones entre Rusia y Siria, es muy probable que el acuerdo de 2017 sea reemplazado por otro más modesto. Rusia podría conservar facilidades logísticas, pero podría perder la soberanía sobre esas instalaciones militares. Esas bases podrían pasar a parecerse más a centros logísticos, y Moscú tendría que pagar un alquiler por su uso, algo que nunca ocurrió bajo el régimen de Al-Assad.

Los desafíos de Moscú

Sea cual sea la fórmula adoptada, Rusia deberá explorar otras opciones para su flota y aviación. En lo que respecta al despliegue aéreo, las nuevas bases en Libia compensan en parte el debilitamiento ruso en Siria. Moscú ya alquila terrenos allí al mariscal Jalifa Haftar. No obstante, en comparación con Hmeimim, su utilización exige entre dos y tres horas de vuelo adicionales para los aparatos que despegan de Rusia, lo que complica el transporte de material pesado. Las posibilidades de redistribución de las fuerzas navales son aún más limitadas. Mientras Egipto busca mantener un equilibrio entre Moscú y los países occidentales, Argelia sigue siendo muy celosa de su soberanía. Argel, inmersa en un acercamiento diplomático con Washington, no debería ir más allá del acuerdo de cooperación naval existente, que permite a los buques rusos hacer escala en sus puertos para operaciones logísticas ligeras (reponer provisiones de agua dulce y combustible, por ejemplo). Las ciudades libias de Tobruk y Bengasi podrían llegar a acoger buques rusos, pero ello requeriría un refuerzo de sus infraestructuras portuarias. Sin embargo, esta posibilidad constituye una línea roja para Estados Unidos. Última opción: Sudán, aunque sea un país alejado del Mediterráneo. En julio de 2019, rusos y sudaneses firmaron un acuerdo para el establecimiento de una base naval, pero las presiones occidentales sobre Jartum y luego el estallido de la guerra civil en 2023 frustraron los planes del Kremlin.

En cualquier caso, Moscú se enfrenta a desafíos que la alejan de Medio Oriente. Según fuentes abiertas, el despliegue del destacamento naval ruso en el Mediterráneo ha alcanzado su nivel más bajo desde la reactivación de esta formación a comienzos de la década de 2010. Tras la partida de las corbetas del Proyecto 20380 hacia el mar Báltico, no quedarían más que un submarino convencional de tipo Kilo, el Novorossiisk, y tres buques de apoyo en aguas mediterráneas. Además del componente logístico, Rusia ha tenido que retirar estas corbetas, adscritas a la Flota del Báltico, para escoltar a los petroleros de su “flota fantasma” en el Báltico y en el canal de la Mancha, frente a la presión ejercida por Estados miembros de la Unión Europea contra el petróleo ruso sujeto a sanciones.

Igor Delanoë, investigador adjunto en el Instituto de Relaciones Internacionales y Estratégicas (IRIS, por sus siglas en francés). Traducción: Paulina Lapalma.


  1. Jacques Lévesque, “Quitte ou double de la Russie à Alep”, Le Monde diplomatique, París, noviembre de 2016. 

  2. Akram Belkaïd, “Siria, el año I después de la dictadura”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, enero de 2025. 

  3. Nina Wilén, “Dans les pays du Sahel, les juntes en échec face aux djihadistes”, Le Monde diplomatique, París, setiembre de 2025. 

  4. Emmanuel Haddad, “Siria, cuaderno de viaje”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, setiembre de 2025.