En la noche del domingo 26 al lunes 27 de enero cayó la ciudad de Goma, en el noreste de la República Democrática del Congo (RDC): 3.500 soldados ruandeses y el Movimiento 23 de Marzo (M23) lograron tomar la capital de la provincia congoleña de Kivu del Norte y ahora controlan una gran parte de ella. Han pasado casi tres años desde que el M23 lanzó una ofensiva en la región y, para marzo de 2024, estos rebeldes, apoyados por las fuerzas ruandesas, habían convertido la ciudad a orillas del lago Kivu en su principal objetivo. “Aunque la ocupación de parte del territorio congoleño por el ejército ruandés en apoyo del M23 es una violación innegable del derecho internacional, la ‘comunidad internacional’ no acepta sanciones y parece estar ignorando el conflicto, haciendo la vista gorda ante sus consecuencias humanitarias y sociales”, han explicado Erik Kennes y Nina Wilén en un artículo publicado en agosto de 2024 en Le Monde diplomatique. “Para la RDC, el meollo del problema sigue siendo la falta de un ejército capaz de defender eficazmente sus fronteras y, más en general, la ausencia de Estado; otra espina en el costado de Kinshasa es la falta de perspectivas económicas para los miembros de los grupos armados una vez desmovilizados”, continuaban los autores.

Hasta ahí el texto que le dedicó a fines de enero la edición francesa en su sitio web, a la vez que presentaba el artículo de fondo de agosto del año pasado, también aparecido en nuestra edición. Esta ofensiva contra Goma impactó de manera directa en la sociedad uruguaya dada la muerte de un soldado de los cascos azules de esta nacionalidad desplegados en la RDC. Además de varios heridos, uno de ellos de gravedad, la caída en acto de servicio de Rodolfo Álvarez abrió una ventana de debate que se cerró con rapidez. Tanto el ministro de Defensa actual como la futura titular de la cartera descartaron un retiro de las fuerzas de paz desplegadas en ese país africano.

Más allá de que perder la vida es una posibilidad presente en la vida militar, Uruguay está desacostumbrado a este tipo de noticias. Pero no es la primera vez que ocurre. El 11 de abril de 1993, el cabo de segunda Gabriel López Steinhardt fue el primer militar uruguayo que murió en una misión de paz, en su caso por malaria. Un mes más tarde, el 15 de mayo, Daniel Bustamante fue el primero en morir por fuego de bala; en ambas situaciones integrando el contingente de paz de Naciones Unidas en Camboya. Luego de estos casos, otra treintena de militares corrieron la misma suerte. Resulta claro que garantizar la paz es una tarea llena de riesgos que, cuando los riesgos se concretan, es dolorosa en extremo. El paraguas de Naciones Unidas no blinda contra el desmoronamiento de las condiciones de seguridad que ocurrieron en Goma. Por eso, la atención ecuánime y decidida de los principales actores del tablero internacional en todos los conflictos que afectan el globo, y no sólo en los que tocan los intereses centrales, es la mejor forma de que los que están en el terreno para garantizar la paz no resulten tan desamparados. Uruguay, por sí solo, no puede hacer otra cosa que actuar con el profesionalismo de sus efectivos y su tradición democrática proyectada a la resolución pacífica de las controversias en el marco de la más estricta legalidad internacional.