Camila Barón. Rara Avis; Buenos Aires, 2024. 180 páginas, 790 pesos

Será el peso de la palabra derecho o la historia que se escabulle entre las letras, pero hay algo en las primeras oraciones de este libro que, en su aparente transparencia, deja anidar lo siniestro: “En 2016 presenté un documento que certifica que mi bisabuelo está enterrado en el cementerio de La Tablada. Eso me dio derecho a viajar al final de ese año a Israel a través de BRIA (Birthright Israel Argentina)”. Esa primera incomodidad no hace más que acrecentarse a medida que Camila Barón recorre Israel y Palestina, y nos cuenta lo que ve con la misma sobriedad con la que inaugura su relato. El conflicto sobre este territorio está tan cargado de discursividades maniqueístas que el mero enunciamiento de los hechos sin emitir juicios tiene una enorme potencia. Sobre un soldado israelí de padres argentinos, Barón escribe: “Cuando llegó, Gabriel no hablaba una sola palabra de hebreo, como buena parte de los que fundaron este país”. No lo dice y sin embargo lo está diciendo: la artificialidad de una identidad que se funda negando el pasado.

Otras ironías que se dibujan solas: los palestinos que no pueden volver a sus territorios de origen y ella, que quizás no tenga ningún pariente remoto que haya vivido allí, que puede caminar libremente por esos sitios sagrados porque así lo habilita, según la retórica israelí, “su derecho de nacimiento”. En el libro de Barón, las palabras siempre están cargadas: animal, por ejemplo, que un soldado israelí usa para referirse a los palestinos. Ella lee las implicancias.