Tras el juicio por las violaciones que sufrió Gisèle Pelicot en Mazan, al sudeste de Francia, muchas voces se alzaron para pedir la introducción de la noción de consentimiento en la ley. Esta solución, que parece ser evidente, cuando se reduce a la fórmula “sólo sí es sí” puede acarrear consecuencias políticas inquietantes. El debate está lejos de cerrarse.

Mencionado de forma constante en programas de entrevistas y noticieros, vulgarizado en las redes sociales, explicado mediante carteles en salas de espera o en las páginas de guías didácticas, e invocado en discursos políticos, el consentimiento sexual se presenta hoy como una solución insuperable. En España, la Ley Orgánica de Garantía Integral de la Libertad Sexual, promulgada el 6 de setiembre de 2022, afirma que “sólo sí es sí”. Ante los debates que suscitó este texto, sus defensores resumieron la cuestión a una simple disyuntiva: ¿los partidarios, progresistas, del consentimiento prevalecerán sobre sus detractores reaccionarios? Así, este acuerdo –expresado de manera evidente, unívoca y clara– se enfrentaría al único obstáculo de las legislaciones obsoletas o de jueces machistas que se niegan a incorporarlo a la ley. Si los casos de violencia sexual que estremecen regularmente a las sociedades nos predisponen a recibir con alivio cualquier perspectiva de reforma penal, no podemos pasar por alto una interrogante: ¿el consentimiento se reduce a la doctrina particular del consentimiento afirmativo, y, sobre todo, es la mejor herramienta para luchar contra los crímenes sexuales?

El ejemplo francés de Gisèle Pelicot, que fue violada bajo los efectos de la sumisión química, sugiere que no. Durante el juicio, como argumento de defensa, los violadores sostuvieron que creían que “ella había dado el consentimiento”; aseguraban que estaban convencidos de que ella le había dicho que sí a su marido y de que ese sí se suponía que transformaba su acto en sexo consentido. Si aceptamos este marco, hay que reconocer que, en efecto, de plano, un sí de este tipo no es imposible y que, por lo tanto, para demostrar la violación sería necesario probar que Gisèle Pelicot nunca dijo “sí”. Pero ¿por qué deberíamos tomar ese hipotético “sí” (en el caso de que se hubiera pronunciado) como un criterio de consentimiento, cuando una característica central de las violaciones en Mazan radica en que fueron cometidas contra una víctima privada de la capacidad de expresar su negativa? Por lo tanto, no se puede tomar un “sí” como una prueba de la validez del consentimiento si este no va acompañado de la posibilidad de decir “no”.

Juego de poder

Para entender la institución del consentimiento afirmativo como una evidencia, es necesario remontarse a los intensos debates políticos sobre la cuestión de la sexualidad que atravesaron a los movimientos feministas (sex wars) en Estados Unidos en la década de 1980. Al principio, este gran enfrentamiento acerca de las leyes contra la pornografía se focalizó en una cuestión mucho más central y estructural: el problema del consentimiento, precisamente.

En su afamado libro Acoso sexual a mujeres trabajadoras (1979), Catharine MacKinnon analiza las posibilidades que tiene una mujer de rechazar las propuestas sexuales de su jefe cuando ese rechazo la expone a represalias profesionales. Para MacKinnon, todo pacto o acuerdo libre que se dé en esas condiciones de dominación surge de la ficción patriarcal: el contractualismo liberal legitima la libertad de los hombres y la sumisión de las mujeres. MacKinnon se centra en el ámbito del trabajo asalariado, en el que, en su mayoría, los hombres ocupan los puestos jerárquicos, poseen un gran poder sobre la vida de las mujeres subordinadas y pueden, en consecuencia, abusar de esa autoridad. Sin embargo, al aliarse con la teórica feminista Andrea Dworkin, MacKinnon abandonó el análisis de la variedad de situaciones concretas, que sí había llevado a cabo en sus primeros escritos. La filósofa Judith Butler estimó que: “Esa evolución no fue menos que un trágico error. A partir de ese momento, la estructura del acoso sexual dejó de concebirse como contingente y determinada por un contexto institucional, para pasar a generalizarse hasta manifestar una estructura social en la que los hombres dominan y las mujeres son dominadas. Por ende, las mujeres siempre son víctimas de chantaje y siempre se encuentran en un entorno hostil; es más, el mundo en sí mismo es un entorno hostil y el chantaje no es más que el modus operandi de la heterosexualidad”1.

Por otro lado, un feminismo diferente, al cual pertenece Judith Butler, cuestiona el conjunto de normas y representaciones que otorgan a la heterosexualidad patriarcal la obviedad de una forma natural. En conjunto con otras mujeres, Butler defiende las múltiples formas de disidencia sexual (lesbianismo, transexualidad, travestismo, sexo remunerado, etcétera), pero critica, al mismo tiempo, cualquier intento de imponer, en nombre del feminismo, otra normatividad sexual (como el lesbianismo, por ejemplo). Se trata de rechazar los límites del deseo femenino, de liberarse de la culpa, de despenalizar las fantasías y de conquistar para las mujeres la posibilidad de jugar con los roles de género –por ejemplo, a través de las identidades butch-femme (parejas lesbianas formadas por una persona que adopta roles masculinos y otra que adopta roles femeninos) o de los roles de poder (sadomasoquismos), siempre y cuando las relaciones sean consentidas–. Butler sostiene que no es posible desvincular el sexo del poder, por lo que convertir la ausencia total de poder en una condición necesaria para legitimar o permitir el sexo conduce a una reglamentación moralizadora peligrosa de la sexualidad. Esto es precisamente lo que Butler y las feministas en contra de la prohibición de la pornografía identificaron en la propuesta de MacKinnon y sus seguidoras: la imposición de un sexo bueno, es decir, un sexo feminista, que ya no se define por el hecho de que las prácticas, de cualquier tipo, sean consentidas o no, sino por ciertos contenidos y prácticas sexuales que serían intrínsecamente buenas o malas (por ejemplo, un sexo amable y afectuoso frente a un sexo sadomasoquista).

De este modo, la corriente feminista a la que pertenece Judith Butler, ligada por su genealogía a las luchas queer y a la defensa de los derechos de las trabajadoras sexuales, ha apostado de manera decidida por el consentimiento sexual como criterio pertinente para distinguir el sexo de la violencia. Según el análisis de Butler, el “trágico error” de Catharine MacKinnon reside en la base de su propuesta: si la desigualdad de poder atenta contra las condiciones del consentimiento, entonces todas las relaciones sexuales entre hombres y mujeres son, en última instancia, forzadas y, por lo tanto, violentas. Así, la distinción entre violación y coito heterosexual se desvanecería. En la medida en que se asimila el poder a la fuerza, delimitar en términos jurídicos la violencia sexual se vuelve imposible, lo que conlleva la extensión irresistible de la acción penal. Si las diferencias de edad entre adultos comprometen las condiciones para consentir, ¿por qué no también las diferencias de clase? ¿Y por qué las diferencias de raza no impedirían el consentimiento en un mundo donde las variaciones de color de piel se traducen, de modo indiscutible, en desigualdades de poder? ¿Y por qué no llegaríamos a decretar la ilegalidad de las relaciones entre personas que ocupan posiciones de poder diferentes dentro de una misma empresa?

¿Consentimiento o puritanismo?

Las tesis de MacKinnon fueron bien recibidas en una sociedad estadounidense puritana en donde reinaba el miedo al sexo. Como lo explicó la filósofa Amia Srinivasan, “las críticas feministas radicales a la pornografía coincidían con una ideología conservadora, que realizaba una distinción entre las ‘malas’ mujeres (las trabajadoras sexuales, las ‘reinas de las ayudas sociales’) –que debían ser disciplinadas por el Estado– y las ‘buenas’ mujeres –que necesitaban su protección–, y que veía a los hombres como seres naturalmente rapaces [...]. Fue Ronald Reagan, el guía de la nueva derecha, quien, como presidente, ordenó a su fiscal general llevar a cabo una investigación sobre los daños que provocaba la pornografía, a la que MacKinnon y Dworkin aportaron su conocimiento”2. Las militantes reunidas en el movimiento de mujeres contra la pornografía –Women Against Pornography [WAP]– establecieron alianzas fructíferas con el moralismo de la derecha estadounidense y se sirvieron de esta poderosa caja de resonancia social para impulsar leyes prohibicionistas que siguen vigentes en la actualidad.

Estos antiguos debates siguen teniendo lugar en la actualidad, ya que el legado legislativo del feminismo de la dominación no se limita a las leyes contra la pornografía. Los principios filosóficos que justificaban la prohibición del porno también han servido para redefinir el consentimiento en la legislación estadounidense: la asimilación del poder con la violencia y la extensión ilimitada de la imposibilidad de decir que no debido a las relaciones de dominación. Así, el feminismo hegemónico en Estados Unidos ha sido el inspirador político del concepto de consentimiento positivo o afirmativo, una doctrina jurídica que varios estados –entre los cuales se encuentran, principalmente, Wisconsin, Vermont, Nueva Jersey y California– han adoptado hasta el día de hoy. Srinivasan recuerda que: “En 2014, con el apoyo de militantes feministas, Jerry Brown, el gobernador de California, ratificó la Ley SB 967, conocida como el proyecto de ley ‘Sí es sí’. Esta ley imponía a todos los establecimientos de enseñanza superior que recibían fondos por parte del Estado [...] adoptar el principio de ‘consentimiento afirmativo’ para juzgar si un acto sexual era consentido o no”. Muchos estados aún no han adoptado esta doctrina, pero sí ha sido ampliamente adoptada en los reglamentos internos de los campus universitarios estadounidenses. En 1996, la universidad Antioch College, en Ohio, implementó un reglamento, aún vigente, que exige que toda relación sexual esté precedida por un “consentimiento verbal” que debe ser reiterado “en cada nueva etapa del acto sexual”. Se trata, por lo tanto, de abandonar un marco en el que el consentimiento depende de la presencia o ausencia de un rechazo (que no se limita, por supuesto, a una resistencia física) para pasar a una reglamentación que exige de manera positiva –incluso en forma verbal– dicha afirmación.

En un video que se hizo viral sobre la importancia del consentimiento, la modelo, actriz y conductora Genelia Deshmukh afirma de manera categórica que “‘no’ significa ‘no’. ‘Quizá’ significa ‘no’. ‘No sé’ significa ‘no’. Y el silencio también significa ‘no’”3. Tal como lo expresa la fórmula “Sólo sí es sí”, todo lo que no sea un “sí” perfectamente claro es un “no” perfectamente claro. También se puede encontrar este espíritu de clarificación en una campaña llevada a cabo en 2020 por Amnistía Internacional que planteaba los términos de la siguiente manera: “Sí + sí = sí; sí + no = no; no + sí = no; sí + eh = no; sí + no sé = no”. De este modo, la totalidad del territorio de la sexualidad queda dividida entre lo que queremos claramente y lo que claramente no queremos.

Deseo verbalizado

Revistas femeninas, consejos de sexólogos, contenidos en Instagram... Nos exhortan todo el tiempo a la claridad, a explicitar los deseos, a poner palabras a la sexualidad, al acuerdo consensuado, al pacto verbal. El optimismo de esta postura radica en la promesa de que, al contractualizar el sexo todo el tiempo, no sólo tendremos una sexualidad consentida –es decir, no violenta–, sino también deseada, plena, agradable y feliz. Así, paradójicamente, si en el ámbito del peligro sexual era imposible decir lo que no queríamos, ahora se confía plenamente en la posibilidad de expresar lo que queremos y de afirmarlo sin la más mínima ambigüedad. Si antes no era posible decir nada, parece que ahora es posible verbalizar todo. En un abrir y cerrar de ojos pasamos del pesimismo de pensar que el sexo es inevitablemente violento a la ingenuidad de creer que el placer y la satisfacción están garantizados por el lenguaje y el acuerdo mutuo. ¿No estaremos atrapadas en la trampa de la disyuntiva entre no esperar nada del consentimiento y esperar quizá demasiado de él? ¿Cómo puede nuestra sociedad afirmar ambas cosas al mismo tiempo?

Desde Sigmund Freud, al menos, debemos tener en cuenta la dificultad, no menor, que introduce el psiquismo en la ecuación. La división interna del sujeto –que puede querer y no querer al mismo tiempo, e incluso ignorar lo que en el fondo desea– pone en jaque a ese individuo soberano que las leyes consideran dueño de una voluntad unívoca y consciente de sí misma. Si el psicoanálisis ha sido y sigue siendo tan incómodo para el paradigma liberal es porque, como dice la filósofa Rosi Braidotti, “la hipótesis del inconsciente infligió una herida terrible al narcisismo de la visión clásica del sujeto”4.

No se trata aquí de cuestionar que la coincidencia entre el consentimiento y el deseo sea un horizonte deseable. Pero nada ni nadie podrá salvarnos de la posibilidad de no elegir lo que deseamos o de no desear lo que elegimos. En todo caso, es el sujeto quien debe intentar resolver esta divergencia y no una vanguardia feminista ni, por supuesto, el Estado. No se nos puede salvar de esto sin pretender salvarnos de nosotros mismos, sin infantilizarnos, sin negar nuestra mayoría de edad. Como escribe Butler: “Podemos, como intentaron las [...] normas de conducta sexual del Antioch College, hacer que cada acto sexual esté precedido de una charla entre dos personas y de un consentimiento establecido antes de cualquier contacto. En esos momentos, la ley ha invadido el encuentro sexual; la ley ha impregnado nuestro discurso”. Es precisamente esa pretensión de transformar el deseo en algo iluminado y locuaz, esa voluntad de inscribirlo en el marco del contrato, lo que invita al derecho penal a sobrepasar sus funciones. Despojar el deseo de su oscuridad permite que la ley entre donde nunca debe entrar: en el campo de lo que se desea y de lo que no se desea.

Clara Serra, filósofa y autora del libro La Doctrine du consentement (La Fabrique, París, 2025), a partir del cual se escribió este texto. Traducción: Paulina Lapalma.

Del archivo

En 2019 la filósofa Judith Butler vino a Argentina, invitada por la Universidad Tres de Febrero, a la Semana del Arte. Debatió con miembros del colectivo Ni Una Menos, un movimiento por el cual siente una profunda admiración. Durante el encuentro, Butler, que llegó con el pañuelo verde, dijo que “los movimientos de activistas feministas de todo el mundo observan y aprenden del activismo argentino. Es muy inspirador. Es una construcción colectiva que promueve el cambio cultural. La criminalización del aborto es la forma que el Estado ha encontrado para penalizar la libertad sexual. El tema del aborto es central porque cuestiona a quién pertenece el cuerpo de la mujer. La respuesta es simple: es individual, el cuerpo me pertenece. Yo decido”. Butler señaló que “un feminismo que excluye a las trans y las travestis no es feminismo”. Y añadió: “El feminismo necesita debatir sus desigualdades internas y articular mecanismos de solidaridad con las mujeres pobres. El enemigo es el sistema patriarcal, homofóbico y capitalista. Sería un error poner al individuo en el centro; luchamos contra la opresión institucionalizada”. Con ocasión de esa visita, la edición Cono Sur de Le Monde diplomatique publicó una entrevista con Butler.


  1. Éric Fassin y Michel Feher, “Une éthique de la sexualité : harcèlement, pornographie, prostitution. Entretien avec Judith Butler”, Vacarme, París, 22-1-2003. 

  2. Amia Srinivasan, Le Droit au sexe. Le Féminisme au XXIe siècle, PUF, París, 2022; reed. Points, 2024; edición original: The Right to Sex, Bloomsbury, Londres, 2021. 

  3. “Genelia Deshmukh on Consent”, Facebook, 20-4- 2022. 

  4. Rosi Braidotti, Feminismo, diferencia sexual y subjetividad nómade, Barcelona, Gedisa, 2004.