Donald Trump alienta a los países miembros de la OTAN a pasar sus gastos de defensa del dos al cinco por ciento de su PIB. Los líderes europeos se aprestan a cumplir pronta y mansamente una exigencia que sólo podrá sostenerse a costa de la conocida receta de austeridad.
Y de repente, aparece el vértigo. Para los líderes de las naciones y de las instituciones europeas, la reelección de Donald Trump produce el efecto de un salto al vacío… sin paracaídas. El 9 de febrero, en su red Truth Social, el presidente estadounidense reposteó sin comentarios una cita de su par ruso, Vladimir Putin, sobre los políticos europeos: “Van a ver que pronto todos se pondrán a los pies del amo y terminarán moviendo la cola mansamente”. No sólo a Trump le gusta humillar al Viejo Continente, un espacio para él en decadencia, habitado por sibaritas derrochadores y jansenistas mercantilistas que se niegan a pagar el precio justo del paraguas militar estadounidense. Pero el regreso de la política de “America First” (Estados Unidos primero) y de cierto aislacionismo echa por tierra el único respaldo que otorgaba credibilidad al compromiso incondicional de Bruselas con Ucrania en su guerra defensiva contra Rusia. Sin el apoyo financiero y militar de Estados Unidos, las jactanciosas declaraciones de Ursula von der Leyen –“Putin tiene que perder esta guerra”, afirmó la presidenta de la Comisión Europea en setiembre de 2022– se convierten, en efecto, en palabras vacías. Para una Unión Europea (UE) endeudada, dividida y tambaleante, tanto en términos económicos como militares, ¿es posible conciliar el apoyo incondicional al presidente ucraniano y los favores de Trump? La respuesta se resume en dos palabras: keynesianismo militar, o cómo endeudarse para llenar sus arsenales con armas estadounidenses y, luego, hacérselo pagar a la población aplicando la receta de austeridad.
Si la profecía de Putin –que Trump difundió de manera poco diplomática– aún espera su pleno cumplimiento, varios líderes políticos ya se han doblegado ante las exigencias del nuevo amo de la Casa Blanca. El 7 de enero, Trump había estimado que los países miembros de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) deberían destinar no el dos, sino el cinco por ciento de su producto interno bruto (PIB) a gastos de defensa. Poco después, comenzaba la procesión de los penitentes. El ministro de Asuntos Exteriores de Lituania celebraba “una presión positiva y constructiva de parte de nuestro principal aliado estratégico en la OTAN”, seguido poco después por el primer ministro de Estonia: “Estoy totalmente de acuerdo: nuestro objetivo debería elevarse al cinco por ciento” (Financial Times, 27 de enero). “Soy el ministro de Asuntos Exteriores de Polonia. Europa ha recibido el mensaje”, escribió Radoslaw Sikorski en una columna publicada en The New York Times, procurando adular al presidente estadounidense. “Polonia destina cerca del cinco por ciento de su PIB a la defensa, el porcentaje más alto de la OTAN. Nos hemos convertido en uno de los clientes más importantes de la industria militar estadounidense, con decenas de miles de millones de dólares en pedidos desde 2022” (The New York Times, 3 de febrero). En noviembre de 2024, una semana después de la reelección de Trump, e incluso antes de iniciar negociaciones, la presidenta de la Comisión Europea halagaba al vencedor: “Aún recibimos mucho GNL [gas natural licuado] de Rusia, ¿por qué no reemplazarlo con GNL estadounidense, que es más barato para nosotros y reduce nuestros precios de la energía?”. En materia militar, sin embargo, no hacía falta convencer a Von der Leyen: decidida desde junio de 2024 a invertir 500.000 millones de euros en la defensa de Europa durante la siguiente década, prometió el 3 de febrero “crear nuevas flexibilidades, ceder más espacio presupuestario para las inversiones en defensa”.
Abrir la billetera
La invasión de Ucrania por parte de Rusia y el clima de guerra fría fomentado por los medios de comunicación y la clase dirigente europea han convencido a los Estados más “frugales” de que ha llegado la hora de abrir la billetera: Dinamarca, Finlandia y Alemania ahora dicen estar “dispuestos a debatir”1. La publicación este mes del libro blanco de la defensa –encargado a un halcón antirruso, el ex primer ministro lituano Andrei Kubilius– no hará más que reforzar su afán. Esta priorización del gasto militar en las agendas nacionales y europeas también se alimenta de las atemorizantes advertencias de Mark Rutte, secretario general de la OTAN y ex primer ministro liberal neerlandés: “Debemos acelerar el ritmo colectivamente. [...] Si no asignan mucho más dinero a las necesidades militares que el dos por ciento actual del PIB, tendrán que aprender ruso en cuatro o cinco años, o irse a vivir a Nueva Zelanda” (13 de enero de 2025).
A principios de 2017, cuando Trump retiró a Estados Unidos del Acuerdo de París sobre el cambio climático, el repudio internacional impulsó a los europeos a colocar la transición ecológica en el centro de su estrategia. “Make Our Planet Great Again” [hacer a nuestro planeta grande de nuevo], proclamaba entonces el presidente francés, Emmanuel Macron, [parafraseando el eslogan trumpista “Make America Great Again”, hacer a Estados Unidos grande de nuevo]. Ocho años después, la sed de gasto militar ha desplazado la preocupación por el planeta. De ahora en más, la respetabilidad política se mide en porcentaje del PIB destinado a la compra de armas y municiones. En un editorial que refleja y ratifica este cambio, el diario francés Le Monde agradece al presidente estadounidense por haberles abierto los ojos a los imprudentes europeos. “Hay que reconocerle un mérito a Donald Trump: las amenazas dirigidas durante su primer mandato contra sus aliados de la OTAN dieron sus frutos. Hoy, 23 de los 32 miembros de la Alianza Atlántica destinan al menos el dos por ciento de su PIB al gasto en defensa. [...] Pero ahora el presidente Trump habla de una cifra del cinco por ciento”. Conclusión: “Habrá que aumentar el gasto en defensa. [...] Los más audaces dicen al pasar que esto implicará dolorosos sacrificios presupuestarios. [...] Todo esto lleva demasiado tiempo. [...] Ha llegado el momento de pasar a la práctica y de emprender la indispensable labor pedagógica con los votantes” (23 de enero).
Pedagogía de la guerra
Ya hace cuatro décadas que en los grandes medios de comunicación se viene empleando la palabra “pedagogía” para anunciar austeridad, a saber: desindustrialización (“¡Vive la crise!”, en los años 1980), recortes (“pedagogía del euro”, en los 1990), naturalización del liberalismo (pedagogía del “sí”, en el proyecto del Tratado de Constitución Europea, en 2005).
Ahora se trata de una pedagogía de la guerra. Será costosa. Para la UE, pasar del dos al cinco por ciento del PIB significaría un aumento anual de 516.000 millones de euros con un PIB constante y, sólo para Francia, un incremento de 85.000 millones de euros. El presupuesto de defensa ascendería entonces a 140.000 millones de euros (contra menos de 50.000 millones en 2024 y menos de 33.000 millones en 2017), muy por encima de todo el presupuesto destinado a la educación, la enseñanza superior y la investigación (alrededor de 100.000 millones en 2024). Por lo tanto, no se trataría de un simple cambio de escala, sino de una transformación cualitativa: una militarización de las sociedades europeas.
En el momento en que podría darse por finalizado un conflicto que ya ha dejado cientos de miles de ucranianos y rusos muertos o heridos –sin avances significativos de ninguno de los dos bandos–, los dirigentes del Viejo Continente abandonan el discurso sobre los “dividendos de la paz”, discurso estructurante de la identidad europea desde el final de la Guerra Fría, en 1991. Siguiendo los pasos de Montesquieu, para quien “el efecto natural del comercio es la paz”, Europa, concebida como una zona de libre comercio abierta al mundo, veía en el intercambio de bienes y servicios la mejor garantía contra la agresividad bélica de los imperios. Contra toda evidencia histórica, numerosos ideólogos liberales habían intentado acreditar la idea de que la expansión de los mercados iba necesariamente acompañada de una disminución de la conflictividad internacional.
Sin embargo, el vínculo entre imperialismo –incluyendo el militar y el ideológico-religioso– y globalización capitalista constituye un dato duro de la historia global. La “primera era del capitalismo” (1415-1763) se caracterizó por el comercio forzado y desleal, el intercambio desigual y las conquistas2. En el siglo XX, el fin de los imperios coloniales, que durante mucho tiempo fueron rivales y solían estar en conflicto, no provocó la pacificación de las relaciones internacionales: las potencias dominantes, encabezadas por Estados Unidos, se imponen tanto por la fuerza militar como por la ideología, el comercio, la moneda y las finanzas3.
Sin una lengua, cultura o historia en común, y en estrecha dependencia ideológica y económica de Estados Unidos y, en el plano energético, de Rusia, la UE se identificaba a comienzos del siglo XXI con un liberalismo tanto económico como político, basado en valores universalistas como la paz, la democracia y los derechos humanos. A eso se sumaba, entre los más progresistas, asumir las bondades del estado de bienestar y la transición ecológica, cuya consecuencia visible se traduce en un nivel de buen vivir y en normas sociales y ambientales relativamente más altas que en otras partes del mundo. Esa etapa está llegando a su fin. Hoy, una parte significativa de los ecologistas y socialdemócratas europeos, claros defensores de ese discurso, están reorganizando sus convicciones a toda prisa: Europa será el nombre de la guerra ideológica y, si es necesario, militar de las democracias contra Rusia, un régimen autoritario pero una potencia media, considerablemente menos ambiciosa en sus proyectos expansionistas que Estados Unidos y China. Al igual que los Verdes alemanes4 o los socialdemócratas polacos, Raphaël Glucksmann –eurodiputado del partido francés Place Publique, aliado del Partido Socialista y cabeza de lista de este partido en las elecciones europeas del pasado junio– lo expresa con claridad: “Hay algo que podemos aprender de todo esto, y es que, sí, Donald Trump tiene razón cuando dice que debemos aumentar nuestro gasto en defensa. Una ciudad, un país que no es capaz de garantizar su propia seguridad no es libre. Así que necesitamos conseguir 500.000 millones para construir la defensa europea. De eso me ocupo en el Parlamento Europeo” (BFM, 24 de enero).
Protección social vs. protección militar
Como es lógico, el proyecto plantea la cuestión de su financiación: ¿quién pagará este gran rearme en definitiva? La respuesta, que requerirá mucha “pedagogía”, ya se vislumbra en los países bálticos. El primer ministro estonio, Kristen Michal, mencionó de forma imprecisa “recortes presupuestarios en los servicios públicos”. Como ha señalado un político de la oposición, dado el estancamiento económico, “no tienen un plan creíble para alcanzar el seis por ciento” del PIB. “Pedir prestado el monto correspondiente equivaldría a reescribir el contrato social” (Financial Times, 27 de enero).
Como por arte de magia, el keynesianismo de guerra hace posible lo que para el discurso de austeridad resulta más imposible que nunca: aumentar de forma masiva el gasto público mientras se promueve su rápida reducción. Políticos y altos funcionarios compiten en creatividad financiera (gran endeudamiento, confiscación de activos rusos, etcétera) y citan, como ejemplo, la emergencia sanitaria para justificar que la cuestión militar merece una nueva transgresión respecto a su dogma. Como bien han comprendido los neoconservadores más coherentes, se trata de lograr un cambio decisivo: pasar de una Europa aún considerada demasiado protectora a una Europa espartana, preparada para enfrentar a un adversario ruso cuya potencia es fantasiosa. ¿Legitimar la destrucción de la protección social mediante la construcción de una protección militar? Rutte lo expresó sin rodeos en Bruselas, frente a los ministros de Defensa de los países de la OTAN: “Es urgente actuar. Para proteger nuestra libertad, nuestra prosperidad y nuestro modo de vida, sus representantes políticos deben escucharlos. Díganles que aceptan hacer sacrificios hoy para que podamos estar seguros mañana” (Euronews, 12 de diciembre de 2024). Rutte habla desde la experiencia. Antes de liderar la Alianza Atlántica, cuando era primer ministro de los Países Bajos a principios de la década de 2010, implementó políticas de austeridad drásticas: recortes en el gasto educativo, en salud y en subsidios a la cultura, aumento de la edad de jubilación a los 67 años, reducción de los subsidios por desempleo, incremento del IVA y congelamiento de los salarios de los empleados públicos.
Las exigencias comerciales de Trump y la prontitud de los líderes europeos por cumplirlas socavan el eterno argumento del desarrollo local de una industria que garantizaría la “autonomía estratégica” del Viejo Continente. Un gran porcentaje del gasto militar que Europa ha destinado para derrotar a la hidra rusa se convertirá en una subvención directa a los fabricantes de armas estadounidenses, que ocupan los cinco primeros puestos en el ranking mundial de proveedores de materiales y servicios militares. Según el Instituto Internacional de Investigación para la Paz de Estocolmo, “en total, el 55 por ciento de las importaciones de armas por parte de los Estados europeos en el período 2019-2023 provinieron de Estados Unidos, frente al 35 por ciento en 2014-2018”5. El regreso de Trump al Salón Oval no parece que vaya a revertir esta tendencia.
De este modo, en nombre de la seguridad, los jefes de Estado y de gobierno están a punto de establecer un impuesto militar encubierto que se recaudará a expensas de la protección social, lo que beneficiará, principalmente, a los industriales del único país del mundo cuyo líder ha amenazado con usar la fuerza para conquistar un territorio de la Unión Europea: la amenaza de Trump sobre Groenlandia. Para terminar de rematar la jugada, el secretario de Defensa de Estados Unidos, Pete Hegseth, ya ha anunciado que, en caso de un acuerdo de paz, “el mayor porcentaje de la futura ayuda a Ucrania, tanto militar como civil” (lethal and nonlethal), recaerá sobre Europa (The New York Times, 12 de febrero).
Hasta ahora, estas decisiones cruciales no han sido objeto de deliberaciones democráticas ni de un debate público. Los medios de comunicación y los políticos evitan exponer de forma pública las consecuencias concretas del keynesianismo de guerra. ¿Acaso están esperando encontrar la “pedagogía” adecuada?
Frédéric Lebaron y Pierre Rimbert, respectivamente, profesor de Sociología en la Escuela Normal Superior París-Saclay y redactor de Le Monde diplomatique, París. Traducción: Magalí del Hoyo.
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Jade Grandin de l’Eprevier, “Pour leur défense, les Européens prêts à briser les tabous de la dépense”, L’Opinion, París, 4-2-2025. ↩
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Alain Bihr, Le premier âge du capitalisme, Page 2/Syllepse, Lausana/París, 2018. ↩
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Samir Amin, L’Empire du chaos. La nouvelle mondialisation capitaliste, L’Harmattan, París, 1992. ↩
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Ver Fabian Scheidler, “Verde Alemania”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, febrero de 2025. ↩
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Pieter D. Wezeman et al., “Trends in international arms transfers, 2023”, Sipri, Estocolmo, marzo de 2024. ↩