Javier Milei cuenta con el apoyo de un electorado religioso que vive lejos de Buenos Aires. Una Argentina conservadora que se sentía subestimada por la dirigencia progresista y que ahora pasó a la ofensiva. Este artículo analiza las contradicciones entre peronismo histórico y kirchnerismo, a la vez que profundiza en la conexión de Milei con sus votantes.

Desde hace tiempo, pero sobre todo en los últimos 20 años, la dirigencia política argentina se volvió más progresista que la sociedad a la que representaba. Incluso más progresista que la dirigencia de otros países. Para el progresismo argentino fue motivo de orgullo que en los últimos años la normativa de su país siempre avanzara más rápido que la de otros lugares en temas como el aborto, el matrimonio entre personas LGBT, los femicidios, los documentos no binarios, el lenguaje inclusivo y otros temas de la agenda de género, así como antes se enorgullecía de que Argentina hubiera llegado más lejos que nadie en las condenas judiciales de los crímenes de la dictadura o que tuviera uno de los presupuestos militares más bajos del mundo: campeones regionales –incluso mundiales– del progresismo. Sin embargo, de acuerdo con encuestas internacionales, en Argentina el porcentaje de personas religiosas y que valoran positivamente a las Fuerzas Armadas era más alto que en Chile o Uruguay1. Algo raro pasaba.

¿La avanzada argentina en legislación de género y desmilitarización fue producto de una genuina demanda social progresista o de la excesiva penetración del progresismo en su élite política? La alta aceptación popular de las medidas de Javier Milei que desmontaron orgullos del progresismo, como el Ministerio de la Mujer, una decisión que según los sondeos compartía el 62 por ciento de la gente, sugieren lo segundo2. Lo mismo sucede con el reequipamiento de las Fuerzas Armadas, política apoyada por una mayoría. Había, en suma, una Argentina conservadora que no tenía quien la escuchara; Milei llegó para representarla. Faltaba un verdadero partido de derecha y apareció La Libertad Avanza.

Derecha e izquierda

La subrepresentación política de la “Argentina conservadora” es una de las razones fuertes, además del hartazgo inflacionario, del ascenso de Milei. El actual presidente no es sólo un outsider, como otros que aparecen cada tanto en las democracias estancadas: es un outsider popular, de derecha, que sintoniza bien con ese público conservador que se estaba cansando. Mientras que un sociólogo intentaría explicar por qué abundan los conservadores en Argentina, un politólogo se preguntará sobre la ausencia previa de un partido que los represente. La pregunta no es nueva, y se remonta –al menos– al cambio de régimen político en 1983. En los años 1980 y 1990, en efecto, los académicos debatían sobre la ausencia formal de un partido de derecha y en general lo atribuían a las vergüenzas de la historia reciente. La última dictadura, que había fracasado estrepitosamente, estaba identificada con “la derecha”, y eso creaba una crisis de identidad en la Argentina conservadora. El problema más evidente era que nadie reivindicaba el término. No lo hacían ni el peronismo ni el radicalismo. Pero tampoco la Unión del Centro Democrático (UCeDé), que, aunque a todas luces era un partido de derecha, se definía como “de centro”. Su fundador, Álvaro Alsogaray, daba una explicación tan geométrica como insuficiente: “Somos de centro porque estamos exactamente a la misma distancia de los dos totalitarismos, el soviético y el nazi, que son, respectivamente, de izquierda y de derecha”, dijo más de una vez.

A pesar de que la ignominia procesista había cancelado nominalmente el uso de las palabras “derecha” y “conservador”, en la representación política aún había lugar para este segmento social. El gobierno de Carlos Menem (1989-1999), una alianza entre el Partido Justicialista (PJ) y la mencionada UCeDé, gestionó durante diez años, tras la fallida experiencia socialdemócrata de Raúl Alfonsín (1983-1989), y representó relativamente bien a la Argentina conservadora que pedía orden, el fin de los juicios contra los militares, el occidentalismo, la economía de mercado y alguna cuota de respeto por los valores tradicionales.

Sin embargo, no había un partido específico para este sector. Y ya en el siglo XXI ocurrió un segundo hecho que profundizó la crisis de representatividad de la derecha. Néstor y Cristina Kirchner, tras derrotar primero al menemismo y luego al duhaldismo, asumieron el liderazgo del peronismo y lo hicieron girar a la izquierda (2003-2015). Este proceso, que incluyó la incorporación al frente justicialista de dirigentes y votantes “progresistas no peronistas”, fue inédito en la historia de los gobiernos del movimiento fundado por Juan Domingo Perón. Siempre hubo izquierdistas en el peronismo, pero hasta entonces nunca habían detentado el poder.

Esta transformación del peronismo profundizó el problema de la subrepresentación de los sectores conservadores, porque el kirchnerismo no sólo condujo al PJ hacia posiciones de izquierda en materia económica, sino que abrazó velozmente las posiciones del progresismo en aspectos culturales, simbólicos y sociales. Los conservadores perdieron uno de los vehículos que los representaban, que era el propio peronismo.

Aunque es materia de un debate largo e irresuelto, vamos a tomar una posición: el peronismo en el poder nunca fue, hasta 2003, un partido afín al progresismo. El peronismo histórico (1943-1955), con todo su ímpetu de reformismo social y regulación económica, fue un movimiento nacionalista y conservador popular, que tejía alianzas internacionales con otros movimientos populistas de derecha, y un adversario declarado de las izquierdas, tanto nacionales como internacionales. También fue de derecha el peronismo que gobernó entre 1973 y 1976, más allá del discutible mito de los 48 días de Cámpora, y lo mismo cabe para el menemismo y tal vez para el interregno duhaldista. El kirchnerismo rompió el ciclo y adoptó posiciones progresistas en materia de defensa nacional, seguridad pública, género, aborto, religiosidad, lectura de la historia y otros temas en los que los cuatro peronismos anteriores habían sido más bien conservadores.

Esta novedad produjo un problema, que con el correr de los años se hizo más evidente: el de la “sobreoferta de progresismo” en el sistema, ya que el conjunto de las fuerzas políticas que constituían “la vereda de enfrente” –Propuesta Republicana (PRO) de Mauricio Macri, el radicalismo, el massismo, la Afirmación para una República Igualitaria de Elisa Carrió, el socialismo, la izquierda– no representaban de forma cabal a los varios millones de argentinos que creen en Dios y el orden público, están contra el aborto y la educación sexual integral en las escuelas y disfrutan de los desfiles militares en las fechas patrias. La “otra Argentina” quedaba cada vez más lejos del gobierno nacional con sede en Buenos Aires.

Un caso emblemático fue el debate legislativo y social sobre el aborto impulsado por Alberto Fernández (2019-2023), el presidente más explícitamente “progre” desde 1983. El proyecto fue aprobado sin problemas, y muchas lecturas desde los medios de comunicación lo celebraron como un histórico triunfo del movimiento feminista, que se había manifestado de manera masiva en las calles con su característico color verde, dando un paso pionero en América Latina. Pero estas lecturas triunfalistas prefirieron obviar un detalle no menor: las encuestas mostraban que al menos la mitad de la sociedad se oponía a la legalización del aborto3. En los países europeos y asiáticos donde rige el aborto legal, la gran mayoría de la población acordó oportunamente con ello; en Argentina, las marchas celestes, contrarias a la legalización, habían sido tan masivas como las verdes, aunque carecían de un liderazgo político claro. El expresidente Mauricio Macri (2015-2019) y algunos gobernadores peronistas se manifestaron contrarios a la ley, pero lo hicieron a título personal y no marcharon en las calles junto a la Argentina conservadora. En el Senado ya se había producido una señal de alarma: muchos senadores, tanto peronistas como radicales, dijeron que votaron contra el aborto “porque tenían que volver a sus provincias”; las encuestas antes citadas señalaban que en Tucumán, Santiago del Estero o Salta, donde la Iglesia es muy influyente, más del 70 por ciento de la población se oponía al aborto legal. Mientras tanto, quienes sí protagonizaron las marchas celestes fueron algunas figuras de los medios que comenzaban a hablarle a esa otra Argentina, como la periodista Viviana Canosa o un novedoso economista rockero: Javier Milei.

Por eso, lejos de la perspectiva economicista que algunos defienden, las marchas celestes, igual que el movimiento de rechazo a las cuarentenas prolongadas, fueron dos coyunturas críticas en el nacimiento de La Libertad Avanza. En esas calles subestimadas se fue construyendo la narrativa contracultural del libertarianismo conservador, que Milei supo ensamblar como ideología popular de los enojados con el Estado kirchnerista, convertido, 20 años después de la llegada al poder de Kirchner, en el prisma de todos los males. Los libertarios no sólo se iban a caracterizar por su antikirchnerismo, también ganaron legitimidad en su diferenciación respecto del PRO, el partido tibio de Mauricio Macri, que tuvo su oportunidad y no se animó.

La sociología del emergente conservador

Al igual que Donald Trump, Milei también tiene su núcleo duro electoral. Trump, y los republicanos en general, obtiene más votos entre los religiosos, los blancos y los habitantes de las ciudades de menos de 100.000 habitantes. Milei, por su parte, pivoteó sobre cuatro núcleos duros electorales: hombres jóvenes, trabajadores informales o cuentapropistas (el “voto Rappi”), habitantes del interior (hartos del AMBA o el Área Metropolitana de Buenos Aires) y religiosos subestimados.

Lo curioso es que Milei no es ninguna de esas cosas: pasó los 50, trabajaba en relación de dependencia en una gran empresa, es porteño. Y sobre el factor religioso, su perfil es singular. Milei es el emergente de la Argentina conservadora, aunque su biografía no parece escrita para el puesto. Es excéntrico, soltero, sin hijos, y hasta hace poco se ufanaba de practicar sexo tántrico y de descreer de “los contratos a largo plazo con las mujeres”. En rigor, Milei no se parece a su sociología electoral. Pero eso es secundario: él no personifica a su público, es la herramienta que este eligió para defenderse de la Argentina progresista. Lo importante, en todo caso, es que logró vincularse con todos estos segmentos que conforman el nuevo conservadurismo popular argentino.

Luego de que el voto libertario de la primera vuelta se fusionara con el de Juntos por el Cambio (coalición liderada por el PRO) y naciera la coalición electoral mileísta que triunfó y perdura, los sesgos iniciales de edad y género se equilibraron. Hoy, el público mileísta es tan masculino como femenino y se distribuye en forma pareja entre todos los grupos de edad. Pero subsisten dos sesgos: el religioso y el regional.

De cada diez argentinos, tres son religiosos practicantes, uno es ateo y seis conforman la gran mayoría de “creo en Dios o en algo pero...”. La tasa de ateísmo en Argentina es menor que en otros países latinoamericanos, y mucho menor que en cualquier país europeo. La Iglesia católica conoce la religiosidad argentina, la masividad de las peregrinaciones a Luján –la marcha anual más concurrida del país, sólo superada por los cinco millones que recibieron a los campeones del mundo en diciembre de 2022– y la competencia con el evangelismo. No es casual que el primer papa del sur surgiera de Argentina. No obstante, desde 1983 los presidentes no hacen gala de su religiosidad. A diferencia de Brasil o Estados Unidos, donde hablar de Dios es obligatorio para cualquier aspirante serio a la presidencia, Argentina se caracterizó siempre por su laicismo político.

Hasta que llegó él. Milei habla de “las fuerzas del cielo”, exhibe su conversión religiosa y se expresa siempre como alguien que cree. De esos tres religiosos sobre diez, dos apoyan a Milei. No importa a qué culto pertenezcan o cuál sea la verdadera religión del presidente: por encima de todo eso, valoran la religiosidad de Milei, el hecho de que hable el lenguaje conmovido de los creyentes, que se oponga al aborto y que lidere una cruzada político-cultural contra el potente wokismo argentino que los ofendió. Hasta el punto de convertirse en una amenaza existencial para muchos de ellos.

En los territorios de la Argentina conservadora, sobre todo en las diez provincias del norte, Milei arrasó. Se ha escrito bastante sobre el curioso fenómeno de las pequeñas localidades andinas o selváticas, ubicadas en provincias que Milei nunca visitó, y donde no había ni un solo afiche o local partidario de La Libertad Avanza, pese a lo que el libertario obtuvo más del 60 por ciento de los votos. Una buena razón de ello es que en las localidades del norte hay mayorías creyentes. Católicos o evangelistas, da lo mismo: el mensaje del libertarianismo conservador entró a través de las redes sociales y los grupos de Whatsapp, que influyen mucho más en las periferias que en las metrópolis.

En ese interior profundo que se apropió de Milei, se fundieron dos banderas: el clivaje regional se sumó al religioso. La Argentina religiosa y antiwoke también estaba perdiendo la paciencia con el AMBA, que no sólo monopolizaba la Casa Rosada desde 1999 –el kirchnerismo, para los norteños, en un fenómeno ambeño–, sino que había tenido la osadía de derramar sobre ellos todos sus males. Inseguridad, inflación, corrupción, piqueteros, narcotráfico: para la “otra Argentina”, el combo de los insoportables problemas nacionales es culpa del AMBA kirchnerista-macrista que no tenía nada nuevo que ofrecer.

Milei es porteño, pero no tiene identidad territorial, y estaba muy enojado con el Estado Nacional realmente existente –es decir, el AMBA–. La Libertad Avanza perdió en Buenos Aires, y eso sólo le dio más épica a la revolución violeta que vino desde el interior profundo para darle una lección a la “casta del AMBA”.

¿Qué quiere el pueblo conservador?

Un interrogante que deja todo lo anterior: ¿qué busca esa otra Argentina que eligió a Milei como su líder? El agua todavía corre y aún no hay respuestas claras. El pueblo conservador, empobrecido, ofendido y periférico sigue festejando la mayor parte de las cosas que Milei dice y hace contra la casta política, el progresismo y el Estado kirchnerista. También festeja todas las políticas mileístas que, por así decirlo, restauran el orden: combatir la inflación y la inseguridad (Rosario), comprar aviones de guerra, poner en caja a los dirigentes piqueteros, desburocratizar, terminar con los “curros”. Milei puede parecer Robespierre, pero el pueblo mileísta votó a Napoleón.

No obstante, cuesta ver las demandas del futuro. El conservadurismo, como cualquier otra ideología, necesita una agenda de largo plazo, que en general asociamos a defender y hacer perdurar un sistema de valores, tradiciones, jerarquías y statuquismo. En cambio, lo que describimos luce más bien reactivo, casi espasmódico, y hasta contradictorio. "Pasar una motosierra" es el antónimo de "conservar". Entonces, si no hay nada que cuidar, ¿qué es lo que se pretende construir? El tiempo y el arte de la política lo dirán. En principio, las elecciones de 2025 y 2027 definirán si la ola libertaria llegó para quedarse, reordenando en forma duradera el sistema político argentino, o si fue sólo una respuesta visceral al fracaso rotundo de Alberto Fernández. Si perdura, entonces veremos qué le ofrece al sueño argentino. Dado el carácter aluvional del mileísmo, podemos suponer con alguna presunción de certeza que el nuevo programa va a estar conectado con las demandas populares. Así funciona: Milei está condenado a ser el instrumento de sus votantes.

Y sabemos poco de esas demandas, precisamente por la escasa atención que el progresismo le prestó a esa otra Argentina en lo que va del siglo. Es cierto que los influencers libertarios y las redes se han ensañado con las investigaciones del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas y las universidades argentinas. Muchas veces injustamente y sólo haciendo foco en los títulos: “El ano de Batman”4 ha quedado como emblema de la embestida. Pero más allá de las chicanas, es cierto que las ciencias sociales, el análisis político y la producción cultural en general se han ocupado demasiado de los temas de la Argentina progresista y muy poco –y en general despectivamente– de los problemas del país que votó a Milei. Por eso no sale de su sorpresa: no vio venir el aluvión y sigue sin poder creerlo. El cine y la televisión argentinas sólo produjeron historias ambeñas, tanto palermitanas como villeras, durante los últimos 20 años. Y es la otra Argentina, la que estuvo oculta en todas sus expresiones, la que ahora juega con las blancas.

Julio Burdman, politólogo.


  1. Informe Latinobarómetro 2024 subtitulado “La democracia resiliente”

  2. Según el Estudio Nacional de Opinión Pública de Isasi Burdman Consultores, de setiembre de 2024, el 62 por ciento está de acuerdo con el cierre del Ministerio de la Mujer. 

  3. “Aborto: 41% de los argentinos apoya la despenalización, según una encuesta de Poliarquía”, La Nación, 10-12-2020. 

  4. NdR: “‘El ano de Batman’: Conicet, odio y borramiento”, Tiempo Argentino, 21-3-2024.