La propuesta de Donald Trump de deportar a más de dos millones de palestinos de Gaza hacia Egipto y Jordania generó reacciones muy diversas, pero un apoyo importante en Israel. Concuerda con viejos proyectos del movimiento sionista y del establishment judío, para quienes ese territorio representa un obstáculo desde 1949.

“Quisiera que Gaza se hunda en el mar”. Estamos en setiembre de 1992. La Unión Soviética desapareció y, una a una, las diferentes crisis internacionales que marcaron la Guerra Fría, desde África austral hasta América Central, se resuelven. En Washington, Israel debate con los países árabes, pero también con una delegación jordano-palestina, sobre el futuro de Cisjordania, la Franja de Gaza y Jerusalén este. El hombre que expresa el deseo de que Gaza desaparezca, precisamente cuando está negociando con los palestinos, acaba de ganar las elecciones israelíes de junio de 1992 y de vencer a la coalición de derecha dirigida por Isaac Shamir. Se llama Isaac Rabin. Un extremista judío lo asesinaría dos años más tarde por haber firmado los Acuerdos de Oslo de 1993. Si bien Rabin precisó entonces que su sueño de ver a Gaza hundida le parecía iluso, sabía que una gran parte de sus compatriotas y de sus opositores políticos compartían su deseo de acabar con ese territorio en el que las esperanzas de liquidar al pueblo palestino se destrozaron hace más de 50 años.

La ciudad-puerto de Gaza tiene una larga historia, a veces gloriosa, que se remonta a la Antigüedad. Pero la “Franja de Gaza” nunca constituyó una entidad administrativa homogénea, ni en tiempos del Imperio otomano ni bajo el mandato británico (1922-1948). La guerra árabe-israelí de 1948-1949 dibujó sus contornos. A su término, Israel agrandó su territorio con respecto al que le correspondía según el plan de partición de Palestina votado el 29 de noviembre de 1947 por la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Solamente se exceptuaron Cisjordania y Jerusalén este –Jordania los anexaría–, así como 365 kilómetros cuadrados, en la frontera del Sinaí. Ese pedazo de tierra incluye la ciudad de Gaza. Su estatus se mantendría incierto durante mucho tiempo, porque Egipto, que la controlaba, entró en un período de agitación, con la caída del rey Faruk, el 23 de julio de 1952.

Tiempos de autonomía

Gaza se caracteriza por la gran proporción de refugiados –a los 80.000 habitantes originales, tras la Nakba de 1948-1949, se sumaron de 200.000 a 250.000 palestinos expulsados de sus hogares–. Una única esperanza los anima: su retorno. Aquellos a los cuales Israel denunció como “infiltrados” cruzaron la línea de cese el fuego para intentar recuperar sus bienes confiscados, o para vengarse. Fue Moshe Dayan, en aquel entonces jefe del Estado Mayor del Ejército israelí, quien mejor comprendió el estado de ánimo, a raíz del asesinato de un miembro de un kibutz en la frontera de Gaza en abril de 1956: “No culpemos a los asesinos –declaró en el funeral de un joven oficial–. Desde hace ocho años están instalados en campamentos de refugiados y, bajo sus miradas, nos apropiamos de las tierras y de los pueblos donde ellos y sus padres vivían”.

A las acciones individuales de los “infiltrados” les siguieron las acciones colectivas de una nueva generación de militantes. Primero, contra los mortíferos raides de Israel, quien creó una unidad secreta para “atacar en la fuente los focos de infiltración”1, dirigida por un ambicioso oficial llamado a convertirse en primer ministro, Ariel Sharon; luego, contra el proyecto decidido por El Cairo con la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en Medio Oriente (UNRWA) de instalar decenas de miles de refugiados en el Sinaí. El mortífero ataque israelí del 28 de febrero de 1955, que produciría decenas de muertes, provocó una primera Intifada en Gaza el 1º de marzo, dirigida por un comité de coordinación que reunió a los Hermanos Musulmanes con comunistas, nacionalistas e independientes.

“Firmaron el proyecto Sinaí con tinta; lo borraremos con nuestra sangre”; “no al traslado, no a la instalación”, entonaban en las calles de la ciudad y muy pronto en todo el territorio. Los manifestantes abuchearon a Israel, a Estados Unidos y al nuevo hombre fuerte egipcio, Gamal Abdel Nasser. Exigían armas, entrenamiento militar y el derecho a organizarse. El movimiento se extendió a El Cairo. El rais aceptó recibir a los organizadores, prometió abandonar el proyecto de instalación y ayudar a la creación de milicias. Nasser formalizó entonces el estatus del territorio. El 11 de mayo de 1955 promulgó una “ley fundamental de la región bajo el control de las fuerzas egipcias en Palestina”. Convertiría a Gaza en la única porción de la Palestina histórica en conservar autonomía y en mantener viva la idea de un Estado, así como el drama de los refugiados palestinos.

Al perder la fe en las negociaciones de paz con Israel bajo la égida británica o estadounidense, Nasser se radicalizó: asistió a la Conferencia de los No Alineados de Bandung en abril de 1955; firmó un acuerdo de compra de armas a Checoslovaquia, que se tornó público en setiembre de 1955, y rompió el monopolio occidental en Medio Oriente; también anunció la creación de unidades palestinas en Gaza, pero bajo estricta vigilancia; el rais desconfiaba de cualquier acción que pudiera generar el riesgo de arrastrarlo a una guerra con Israel. No dudó en perseguir y encarcelar a los militantes demasiado revoltosos.

En la caldera de Gaza se forjaban los mandos que desempeñarían un importante rol en Al Fatah, particularmente Khalil Al Wazir (Abu Jihad) y Mohamed Khalaf (Abu Iyad), quienes serían los principales adjuntos de Yasser Arafat2. A partir de las fluctuaciones de Nasser y la subordinación de sus reivindicaciones a la política regional e internacional de El Cairo, mantendrían una tenaz desconfianza respecto de los regímenes árabes. La liberación de los palestinos no podía provenir más que de los propios palestinos.

Calvario palestino

En abril de 1955, el gobierno israelí debatió una propuesta de David Ben Gurión, entonces ministro de Defensa, de ocupar Gaza. El gabinete la rechazó, pero sólo era cuestión de tiempo. El 26 de julio de 1956, cuando Nasser nacionalizó la Compañía del Canal de Suez, los gobiernos británico, francés e israelí decidieron derrocarlo. Cada capital perseguía sus propios objetivos. París buscaba ganar en Egipto la guerra que estaba perdiendo en Argelia, agotando los envíos de armas al Frente de Liberación Nacional (FLN); Reino Unido esperaba recuperar su influencia en declive en Medio Oriente, e Israel apuntaba a ampliar sus conquistas, en particular en Gaza. La ocupación de ese territorio duraría desde el 2 de noviembre de 1956 hasta el 7 de marzo de 1957. Haría falta un ultimátum estadounidense para imponer la retirada a un gobierno israelí más que reticente.

Los episodios de lo que se dio en llamar “la crisis de Suez” son conocidos. Menos lo es lo que estaba en juego en Gaza durante esta primera ocupación. Con muchos dirigentes palestinos encarcelados en Egipto, los intentos de resistencia armada se mantuvieron limitados. Pero no así la represión israelí. “Con 930 a 1.200 personas asesinadas (para una población de 330.000 habitantes), el balance humano [...] es terriblemente duro –recuerda el historiador Jean-Pierre Filiu–. Si sumamos el número de heridos, encarcelados y torturados, aproximadamente un habitante de cada 100 fue golpeado en carne propia por la violencia del invasor”.

El retorno de la administración egipcia, que la población de Gaza había pedido de forma unánime, abrió un período de relativa calma. Los raides israelíes se hicieron menos numerosos; los “infiltrados”, también. Nasser reafirmó su posición de liderazgo sobre el mundo árabe. Predominó la idea de que la unidad árabe permitiría la liberación de Palestina. A partir de una decisión de la Liga Árabe, en 1964 nació la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), controlada de manera estrecha por El Cairo, mientras que Al Fatah, creado por Yasser Arafat, lanzó sus primeras acciones armadas desde Jordania en enero de 1965. En tanto, Gaza fue transformada por Nasser en una vidriera del calvario palestino. Sucesivamente fueron allí el Che Guevara (1959), Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir (1967). El viaje de la famosa pareja inspiró poca empatía hacia los refugiados; ante su difícil situación, la autora de El segundo sexo se preguntó: “¿No fueron ellos en parte responsables?”3.

En los meses que siguieron a la guerra de junio de 1967 y a la ocupación de Gaza, el gobierno israelí expulsó hacia Jordania a 75.000 personas –la primera ministra Golda Meir las denunció como una “quinta columna”–, mientras que otras 25.000, en el exterior durante el conflicto, se vieron impedidas de regresar. Entre 40.000 y 50.000 civiles huyeron. En 1968, dos colonias israelíes fueron creadas en Gaza.

El “traslado”

Si bien los fedayín (combatientes palestinos) iniciaron acciones armadas en Cisjordania desde Jordania, fue en Gaza donde se organizó la resistencia armada más duradera, sin base de retaguardia, apoyada de modo masivo por la población de los campamentos. Se creó un amplio frente, pero sin los Hermanos Musulmanes, que eligieron la vía de la legalidad hasta 1987, con la creación de Hamas. Habría que esperar hasta 1971 para que el Ejército israelí asegurase su control sobre Gaza, bajo la dirección de Ariel Sharon, cuyas topadoras abrieron amplias rutas para dejar pasar a los vehículos blindados. Decenas de miles de habitantes de los campamentos fueron echados; miles de viviendas, destruidas. Las masacres de 1970-1971, después de las de 1956, quedaron escritas en la piel y en la memoria de los palestinos sin menoscabar su voluntad de resistencia.

De ahí que se retomara una vieja idea del movimiento sionista, el “traslado”, palabra discreta para designar una limpieza étnica, la expulsión de los habitantes de sus hogares El “traslado”, como lo resume el periodista e historiador israelí Tom Segev, es “la esencia misma del sueño sionista”. Durante meses, en el seno de un gobierno israelí dominado por la “izquierda”, los ministros discutieron sobre el tema, sin ningún tabú4. “Les decimos que se muden a El Arish [en el Sinaí] o algún otro lugar”, explicaba uno de ellos... “Primero les damos la posibilidad de que lo hagan voluntariamente. Si la persona no viene a buscar sus cosas, traemos una topadora para demoler la casa. Si quedan personas, las expulsamos. Les damos 48 horas”. Otro reconoció: “Si queremos que ese territorio forme parte del Estado de Israel, tenemos que deshacernos de una parte de la población, cualquiera sea el costo”. Un tercero subió la apuesta: no hay que dudar en utilizar la coerción; “se trata de un dolor puntual y su necesidad se puede explicar por razones de seguridad”. Uno de los ministros, reconociendo que las condiciones no estaban reunidas para tal operación a nivel internacional, hizo esta observación premonitoria: el uso de la fuerza sólo sería posible en el marco “de una gran conmoción”.

Con la resistencia armada aplastada en Gaza, la política se abrió paso. La OLP y sus diversas organizaciones se afianzaron, en detrimento de las élites tradicionales. No fue azaroso que la primera Intifada estallara allí el 9 de diciembre de 1987. Las cartas se barajarían nuevamente, conduciendo a la proclamación del Estado Palestino en el Consejo Nacional Palestino reunido en 1988, y luego a lo que se daría en llamar “el proceso de Oslo”. El fracaso de este reforzaría a Hamas, que lo había condenado y que ganó las elecciones legislativas de 2005. La negativa de Estados Unidos y la Unión Europea a aceptar ese resultado, las diversas presiones árabes e internacionales, el sectarismo de Al Fatah, así como el de Hamas, alimentarían las divisiones y conducirían a la toma de poder del segundo en Gaza. Israel estableció entonces un bloqueo del territorio y lanzó una media docena de guerras sucesivas, hasta el ataque del 7 de octubre de 2023.

Inquebrantable resistencia

La “gran conmoción” esperada desde hacía mucho tiempo sacudió a Israel. Reactivó el proyecto de expulsión, cuyo relevo tomó el presidente Donald Trump. Sin duda, es la primera vez desde el final de la Segunda Guerra Mundial que un jefe de Estado llama de forma abierta a aquello que el derecho internacional califica como “un crimen contra la humanidad”. Mezcla de cinismo y de codicia, su séquito de oligarcas ve a la “Riviera del Medio Oriente” como una oportunidad para buenos negocios inmobiliarios.

El gobierno israelí no tardó en aprovechar la ocasión. El ministro de Defensa, Israel Katz, llamó al Ejército a prepararse para la “partida voluntaria” de los palestinos de Gaza. Con una certera desvergüenza, agregó: “Debería autorizarse a los habitantes de Gaza para que se vayan de la región y emigren, como sucede en todas partes del mundo” (The Times of Israel, 6 de febrero). Katz olvida que desde 1967 Israel sólo otorga esa “libertad” a condición de que no vuelvan. Los palestinos lo entendieron bien: cientos de miles, a pie, a caballo, en carreta, solos o en familia, con o sin equipaje, volvieron a sus hogares destruidos para instalarse allí en carpas, a pesar de todos los riesgos, por las bombas no explotadas o los derrumbes. Así demuestran el apego a su tierra y un ánimo de resistencia que las décadas de guerra y de ocupación no quebrantaron.

Alain Gresh, director del diario en línea Orient XXI, autor de Palestine, un peuple qui ne veut pas mourir, Les Liens qui libèrent, París, 2024. Traducción: Micaela Houston.


  1. Jean-Pierre Filiu, Histoire de Gaza, Fayard, París, 2012. 

  2. “Gaza la insumisa, crisol del nacionalismo palestino”, Le Monde diplomatique, agosto de 2014. 

  3. Simone de Beauvoir, Tout compte fait, Gallimard, París, 1972. 

  4. Ofer Aderet, “‘We give them 48 hours to leave’: Israel’s plans to transfer Gazans go back 60 years” y “‘The Zionist dream in essence’: The history of the Palestinian transfer debate, explained”, Haaretz, Jerusalén, 5-12-2024 y 12-2-2025, respectivamente.