Amplio y diverso, el sistema científico argentino ha logrado avances notables, como la creación de un test de covid en la pandemia, y tiene asignaturas pendientes, como una mayor integración con el sector productivo. Pero nada justifica los recortes actuales, que lo empujan a una crisis inédita en su historia.
La política científica rara vez alcanza los lugares centrales de la agenda informativa. Si bien casi nadie se atrevería a afirmar que las decisiones para impulsar el desarrollo científico y tecnológico de un país no resultan importantes, el modo en que la ciencia se organiza para producir conocimiento casi nunca es tema de grandes debates. Entre las novedades que el presidente argentino, Javier Milei, aportó a la escena política local figura el haber pregonado desde la campaña que el Estado debía dejar de financiar la actividad científica. El mandatario llegó a advertir incluso que el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) podría quedar en manos del sector privado y sus científicos “ganarse la plata sirviendo al prójimo con bienes de mejor calidad o precio, como hace la gente de bien”.
Por eso no fue precisamente un shock que lo que se conoce como la “función ciencia y técnica” del Presupuesto Nacional argentino sufriera en 2024 su mayor caída en la historia: 32,9 por ciento en términos reales contra 20231. El desplome presupuestario cristalizó en el despido de personal calificado; la pérdida salarial de los investigadores; el desfinanciamiento de proyectos de investigación; la no ejecución de créditos internacionales ya aprobados; la aplicación de la motosierra [imagen impuesta por Milei en su campaña electoral como metáfora del recorte del Estado] sobre programas de innovación, ciencia y tecnología; el allanamiento del camino para privatizar empresas de base tecnológica (como la empresa de satélites Arsat, Nucleoeléctrica y la metalúrgica Impsa, que ya fue vendida); la reducción de becas doctorales y posdoctorales y la negativa a dar de alta a cerca de 800 científicos que habían ganado sus concursos para ingresar al Conicet en 2023. El sector viene considerando esta suma de decisiones como “el recorte más brutal al sistema del que se tenga memoria”.
Las políticas gubernamentales en este terreno exhiben además un trazo más bien torpe. Así, por ejemplo, continúan pagándose salarios de investigadores mientras los fondos para investigar están totalmente paralizados; en tanto, una imprecisa resolución del último enero (la 10/25) habilitó a evaluar todos los programas de la Secretaría de Innovación, Ciencia y Tecnología para dar de baja a aquellos que “deban rendiciones, estén vencidos o no aporten al crecimiento del país”, criterio que a priori suena bastante vago. También llama la atención que dicha resolución refiere a un “Plan Estratégico 2024-2025” del cual lo único que hasta el momento se conoce es un tuit de la Jefatura de Gabinete2.
Las tijeras sobre el presupuesto de ciencia no son en sí una rareza: ya el gobierno de Cambiemos [encabezado por Mauricio Macri, 2015-2019] lo había achicado, del 0,35 por ciento del producto interior bruto (PIB) invertido en 2015 al 0,22 por ciento que terminó destinándose al área en 2019. Pero mientras Macri había prometido “más que duplicar” la inversión en ciencia, el partido de Milei, La Libertad Avanza –amén de su tecnooptimismo, su encandilamiento con la inteligencia artificial y sus frecuentes citas a la teoría económica de la Escuela Austríaca–, asimila al personal científico a la “casta” y recoge cada tanto nociones del discurso anticientífico global (por ejemplo, el negacionismo climático). Subido a ese tren, el gobierno fue tejiendo alrededor del área una narrativa de desprestigio que en el imaginario de la Argentina “de los tres premios Nobel” en ciencia resulta totalmente inédita3.
De qué hablamos cuando hablamos de ciencia
Suele aceptarse que las políticas estatales de ciencia y tecnología nacieron durante la Segunda Guerra Mundial, con la figura del ingeniero y científico estadounidense Vannevar Bush y su famoso informe Ciencia, la frontera sin fin (1945) como mito de origen. En ese texto, Bush advertía que el gobierno debía financiar la actividad científica con una provisión de fondos estable y sostenida en el tiempo; su informe fue, de hecho, el punto de partida para que Estados Unidos se transformara en potencia científica mundial. Otros países fueron luego imitando ese modelo de ciencia financiada desde el Estado, y Argentina, que venía ya de una interesante tradición de investigación en universidades y sociedades científicas, creó en 1958 el Conicet a instancias de Bernardo Houssay.
Así, el llamado “Sistema Nacional de Ciencia y Tecnología” dispone en Argentina de tres brazos principales: las universidades públicas, el Conicet y 19 organismos de ciencia y técnica (los OCT), entre los que figuran la Comisión Nacional de Actividades Espaciales, la Comisión Nacional de Energía Atómica, el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria, el Instituto Nacional de Tecnología Industrial, el Servicio Meteorológico Nacional y el Banco Nacional de Datos Genéticos.
El Conicet, en los papeles, también es un OCT, aunque por la cantidad de recursos y personal involucrado adquiere un peso distintivo: cuenta con unos 11.800 investigadores, 16 centros científicos y tecnológicos, 325 institutos y un enorme reconocimiento internacional: hablamos de la mejor institución gubernamental de ciencia de América Latina y la número 20 en todo el mundo de acuerdo con el ranking SCImago. ¿Quiénes investigan en el Conicet? Están, por un lado, los “becarios”, graduados de carrera de grado que, financiados por la institución, llevan adelante sus estudios de doctorado, sin cobrar un sueldo (sino sólo un estipendio) y sin ser estrictamente personal del Conicet. Luego aparecen los “investigadores de carrera”, profesionales que ya finalizaron su doctorado y se dedican de forma exclusiva (sólo pueden sumar un cargo docente con dedicación simple) a la tarea científica original. Existen cinco categorías de investigadores y en esa “carrera” están representadas las disciplinas científicas, divididas en cuatro áreas: ciencias agrarias, tecnología y materiales; ciencias biológicas y de la salud; ciencias exactas y naturales, y ciencias sociales y humanidades
Hace varios años que tanto los fondos de las universidades como los de los OCT y los del propio Conicet están casi enteramente abocados al pago del sueldo de los investigadores y sólo disponen de módicas cifras para costear las investigaciones (que requieren insumos, equipamiento, laboratorios, encuestas, libros, viajes). Hoy, en Argentina, es la Agencia de Promoción de la Investigación, el Desarrollo Tecnológico y la Innovación, creada en 1996, el principal ente financiador de los proyectos científicos y tecnológicos a nivel nacional. La agencia es un organismo descentralizado que depende de la ya mencionada secretaría y se nutre de fondos del Tesoro Nacional y préstamos de organismos internacionales, como el Banco Interamericano de Desarrollo y el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento. Su instrumento estrella son los “proyectos de investigación científica y tecnológica”, a través de los cuales se adjudican subsidios a instituciones de investigación públicas o privadas sin fines de lucro radicadas en el país.
Si hay un punto en el que todas las fuentes consultadas para esta nota mostraron acuerdo es en lo tremendamente rigurosas que son las exigencias tanto para el ingreso a la carrera del Conicet como para la obtención de subsidios de la agencia, hoy paralizada. Probablemente no exista en el Estado argentino otro lugar cuyas evaluaciones sean igual de transparentes. Las decisiones son tomadas por juntas de pares, lo que quiere decir que son los propios especialistas de cada subdisciplina quienes deciden sobre el ingreso y promoción de los investigadores según una serie de criterios bastante objetivos. Además, cada dos años los investigadores del Conicet son evaluados por estas juntas de pares. Y si no cumplen con los requisitos, quedan afuera de la institución.
Marisa Censabella, lingüista investigadora del Conicet, fue directora del Centro Científico Tecnológico Conicet Nordeste y directora del Fondo para la Investigación Científica y Tecnológica hasta marzo de 2024, cuando fue despedida junto con una veintena de profesionales. Según la experta, el gobierno de Milei está “esperando encontrar subsidios que se hayan dado sin el debido proceso”. “Por eso lo único que han hecho durante el año es revisar y revisar –enfatiza–. Pero no van a encontrar nada. Porque, además de ser el proceso de selección súper riguroso, recibíamos auditorías tanto de la Sigen [Sindicatura General de la Nación] y la AGN [Auditoría General de la Nación] como de los organismos multinacionales”. Para Censabella, el hecho de que la calidad científica argentina sea reconocida en el mundo, incluso con presupuestos pequeños, tiene que ver con el altísimo nivel de sus científicos, pero también, y aunque rara vez se mencione, con este esquema de evaluación. “Cualquier sistema científico necesita revisarse y optimizarse. Pero hoy se están desarticulando las estructuras de gestión de la ciencia, y eso es gravísimo. Muchos no ven el problema porque piensan que con investigar alcanza. El tema es que sin gente especializada en gestionar recursos y evaluaciones –previene– el sistema no funciona”.
Ciencia, ¿para qué?
“No entienden cómo funciona la ciencia”. La frase lidera el ranking de las críticas a la actual administración del área. Pero ¿cómo es que funciona la ciencia? Una descripción lineal colocaría en el inicio a la ciencia básica (cuya meta principal es responder preguntas para aumentar los conocimientos universales sobre un tema); después a la ciencia aplicada (que parte de los conocimientos de la ciencia básica para investigar posibles aplicaciones de interés práctico, aunque también permite obtener nuevo conocimiento); finalmente, el desarrollo de prototipos y la fabricación de un producto en serie. Ahora bien: ni ciencia básica, aplicada y técnica son compartimientos estancos, ni la innovación llega siempre por el lado de la oferta, ni toda investigación tiene la meta de culminar en una aplicación comercial.
Lo que en cualquier caso parece evidente es la imposibilidad de que toda investigación derive en un desarrollo tecnológico comercializable. Nadie financia 500 doctorados para disponer de 500 “inventos” con impacto económico, pero además: ¿cuántas veces tiene el investigador derecho a “fallar” antes de alcanzar los resultados esperados? Por eso la tarea científica no puede pensarse sólo en términos de eficiencia. No es así el modo en que la ciencia funciona.
¿Debería la ciencia subordinarse al desarrollo productivo de un país? Nadie promueve un modelo científico que opere en un microcosmos. Y a la vez resulta saludable cierto grado de libertad para elegir lo que se investiga. Es una tensión que late. En el Conicet –tanto en las convocatorias de becas como en los ingresos a carrera y en los subsidios para investigación– existen por un lado los “temas abiertos”, y por otro los “temas estratégicos”4, aquellos que el directorio impulsa según las demandas prioritarias de las diferentes zonas. Cada provincia tiene sus vectores (que van desde software a agricultura de precisión, pasando por energías renovables y reducción de residuos), pero hay además un Plan Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación5 que desde 2023 es ley y que traza los “diez desafíos nacionales” y las “estrategias I+D+i” para abordarlos.
“Un país tiene que poder contar con un sistema científico amplio, flexible y capaz de responder a diferentes demandas –señala el exministro de Ciencia y expresidente del Conicet Roberto Salvarezza–. Eso se logra con una comunidad científica diversa y el financiamiento suficiente para mantener la actividad y formar recursos humanos. Nunca se sabe dónde va a estar la demanda. Seguramente los virólogos argentinos no estaban demasiado solicitados hasta que llegó la pandemia [de covid-19]. Pero teníamos virólogos. Un sistema de ciencia puede ser rico, variado y con libertades, y a la vez con proyectos nacionales bien estructurados a partir de demandas concretas”.
Las reticencias del sistema científico hacia el ámbito privado –la resistencia a interactuar con las empresas– existen. También es verdad que el directorio del Conicet, además de representantes de las mencionadas cuatro grandes áreas, cuenta con un representante del agro, otro de la industria, otro de las universidades y otro de los organismos de ciencia de las provincias. Guste más o menos que instituciones como la Sociedad Rural o la Unión Industrial Argentina tengan su asiento en la mesa directiva del organismo, esta composición muestra que sí opera cierta articulación de intereses a la hora de decidir lo que se investiga.
“No es trabajo de los científicos definir la agenda de temas estratégicos”, sostiene el físico Jorge Aliaga, exdecano de la Facultad de Ciencias Exactas (Universidad de Buenos Aires, UBA) y hoy parte del directorio del Conicet como representante de las universidades. “El Estado y las empresas tienen que poner agendas. Cada vez que ha habido una agenda clara, y el ejemplo paradigmático es la pandemia, la comunidad científica respondió. Andrea Gamarnik estaba trabajando en dengue y 45 días después de decretada la cuarentena tenía listo un kit para la detección del covid”, ilustra Aliaga.
Lino Barañao, químico y ministro de Ciencia durante los gobiernos de Cristina Fernández de Kirchner (2007-2015) y Macri, está convencido de que “tenemos que mejorar el acoplamiento con el sistema productivo”. “Si sos investigador te están pagando por la información que traés, no por investigar. Está bien que haya cierto grado de libertad, porque nunca se sabe por dónde va a saltar la perdiz. Un caso es el de Gabriel Rabinovich, que investigando la proteína de la retina del pollo terminó encontrando algo útil para el tratamiento del cáncer y las enfermedades autoinmunes. Pero no cualquiera aprovecha estos descubrimientos. [Louis] Pasteur decía que la casualidad sólo favorece a los espíritus preparados”.
“El primer ‘vuelto’ que la sociedad recibe de la inversión en investigación es una mejor enseñanza universitaria. Por eso es importante que los investigadores enseñen, y de hecho la mayoría lo hace. Si bien el criterio de la cantidad de publicaciones sigue siendo a nivel internacional el elemento más objetivo para evaluar la calidad de un investigador, la responsabilidad social de ese investigador no puede satisfacerse sólo con la publicación. Tiene que preocuparse de que sus investigaciones vuelvan a la sociedad de alguna forma”, agrega el exfuncionario, y reconoce que “siempre le divirtió sacar a los científicos de su zona de confort”.
Público y privado
El actual gobierno suele decir que son los privados quienes deberían costear sus propias investigaciones. Esa definición, más allá de que en algunas empresas sí se investiga, presenta varios problemas. Para empezar, la mayoría de las compañías con capacidad de invertir en I+D en Argentina son extranjeras, por lo que encaran ese tipo de actividades en sus países de origen. Pero además, como demuestra la economista Mariana Mazzucato en su libro El Estado emprendedor, es el Estado el que suele hacer las inversiones de alto riesgo antes de que el sector privado se involucre. Censabella lo explica bien: “Raquel Chan, investigadora del Conicet y de la Universidad Nacional del Litoral, lideró el desarrollo de la tecnología HB4 [método de modificación genética de trigo que lo hace más tolerante a la sequía] junto con la empresa nacional Bioceres. Pero Raquel Chan recibió desde 2005 un total de diez PICT (Proyectos de Investigación Científica y Tecnológica) de la agencia. Si eso no hubiera pasado, el trigo tolerante a la sequía no existiría”.
El porcentaje máximo que el Estado argentino gastó en ciencia se alcanzó en 2015: 0,35 del PIB. La ley de financiamiento de la ciencia de 2021 establecía un incremento progresivo hasta alcanzar el anhelado uno por ciento en 2032, pero en 2024 llegó sólo a 0,216 por ciento6. Considerando también el gasto privado, el total alcanzó en 2021 el 0,51 del PIB. Según datos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos7, en ningún país desarrollado la inversión en I+D es de menos del uno por ciento: en Israel es de 5,56; en Corea del Sur, 4,93; en Estados Unidos, 3,46. La diferencia es que en todos ellos la participación del sector privado resulta mucho más alta.
“Cuando se habla de inversión privada en investigación suele haber una confusión”, advierte Graciela Ciccia, que fue representante de la industria en el directorio del Conicet (2017-2023) y es directora de Innovación y Desarrollo Tecnológico del Grupo Insud [conglomerado de capitales argentinos que se dedica a la industria farmacéutica y agronegocios, entre muchas otras áreas]. “En la mayoría de los países la investigación básica es financiada por el Estado o por fundaciones. Por ejemplo, el Instituto Weizmann de Ciencias de Israel está mayormente financiado por privados. Pero se trata de filántropos, no de la propia industria. Una empresa puede financiar proyectos de investigación de excelencia con impacto tecnológico, pero nunca sostener a todo el sector científico”, agrega, y refiere que la biotecnología argentina es una especie de “isla” por la magnitud de su gasto en innovación respecto de otros sectores.
Ciccia relata: “Depende quién cuente la historia. En la cooperación público-privada cada quien aporta sus saberes, que pueden ser distintos pero complementarios. Sin el encuentro entre la Universidad del Litoral y el Conicet con Bioceres, el trigo y la soja resistentes a la sequía no existirían”. Según Ciccia, sería positivo que los reglamentos para vincular instituciones públicas con la industria y la creación de startups fueran equivalentes en todo el país (hoy cada universidad y cada instituto tiene el suyo), así como que existiera un “mapa de la innovación”. “Sería fantástico que pudieras poner ‘leche’ en un buscador que arrojara a todos los investigadores del sistema científico argentino que están trabajando en el tema, algo que no es tan difícil en tiempos de la inteligencia artificial. Eso hoy no existe. Y debería hacerlo el Estado”.
Debate de largo aliento
Muchísimas discusiones, varias de ellas globales, atañen al sistema científico: la hiperespecialización (que termina por dificultar el diálogo ya no interdisciplinario, sino entre una misma subdisciplina); la inflación de papers; el lugar de las ciencias sociales; la tendencia de las revistas científicas a cobrar a los autores por las publicaciones de acceso abierto. En Argentina está pendiente también la cuestión de la federalización, así como un debate abierto acerca de cómo el quehacer científico debería distribuirse entre las universidades (que cuentan con cada vez menos docentes de dedicación exclusiva e investigadores a tiempo completo) y el Conicet (cuyo cuerpo de investigadores ha ido creciendo, aunque a su presidente lo elige el presidente de la Nación). En el fondo, nada es intocable.
Una encuesta reciente8 mostró que tanto las universidades públicas como el Conicet siguen al tope de la valoración social de los argentinos. Pero tampoco se puede descartar la posibilidad de que entre la opinión pública se cree (o apunte a crearse) cierto recelo social que hasta hace poco no existía. La experiencia del encierro pandémico argentino, y la no muy feliz expresión “gobierno de científicos”, dejaron su huella. También esa consideración, últimamente generalizada, de que cada quien tiene que vivir con lo suyo y que el Estado no tiene por qué sostener la actividad de nadie. La correlación entre inversión estatal en ciencia y los niveles de bienestar de los países es incuestionable, aunque para eso hace falta primero delinear y construir un proyecto de desarrollo que contemple dónde va a radicar su agregado de valor. Hacer funcionar un casino no requiere, en cambio, científicos.
“El sistema científico tiene que justificarse ante la sociedad. Está bien que lo haga. Y está mal que lo olvide. Ha habido en ese sentido políticas interesantes, desde el canal Encuentro y Tecnópolis pasando por los documentales del Conicet”, marca Andrés Scharager, doctor en Ciencias Sociales y parte de los 800 investigadores que tienen frenado el ingreso a la carrera del Conicet. “Es indudable que durante los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner [entre ambos gobernaron Argentina de 2003 a 2015] la política científica se puso en valor de una manera inédita. Pero creo que un error es no haber logrado evitar que el discurso público en torno a la ciencia entrara en la lógica de la polarización y se convirtiera en una suerte de causa partidaria”, reflexiona. Y concluye: “Despartidizar no es despolitizar; de hecho, puede ser todo lo contrario. Se trata de lograr que la política científica se convierta en una causa que todos puedan asumir como propia, en una cuestión de Estado”.
Verónica Ocvirk, periodista.
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“Análisis Presupuestario del SNCTI – Diciembre 2024”, grupo-epc.com, 7-1-2025. ↩
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En 1994 el entonces ministro de Economía argentino, Domingo Cavallo, mandó a la socióloga Susana Torrado “a lavar los platos”, aunque la recordada frase se debió más a una discriminación por género que a una manifiesta animosidad contra la comunidad científica. NdR: los tres premios Nobel argentinos en ciencias fueron Bernardo Houssay (Medicina, 1947), Luis Federico Leloi (Química, 1970) y César Milstein (Medicina, 1984). ↩
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https://convocatorias.conicet.gov.ar/wp-content/uploads/sites/3/Listado-de-TE-2024_comp.pdf ↩
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https://www.argentina.gob.ar/ciencia/plan-nacional-cti/plan-cti ↩
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“La ciencia argentina, en mínimos históricos de inversión estatal”, ciicti.org, octubre de 2024. ↩
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“Main Science and Technology Indicators, Volume 2022 Issue 2”, oecd.org, 22-6-2023. ↩
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“Las universidades públicas y el Conicet están al tope de la valoración social, periferia.com.ar, 17-9-2024. ↩