La voluntad de ganar corazones y conciencias es sustituida ahora, en Estados Unidos, por las relaciones de fuerza con las grandes potencias (China, Rusia) y de dominación brutal sobre los “débiles” (Panamá, Colombia, Palestina, etcétera). “Los fuertes hacen lo que pueden y los débiles aguantan lo que deben”: la fórmula ateniense que hizo célebre Tucídides le calza bien a la diplomacia trumpista.

Desde que fue acuñado en 1990 por el politólogo y experto en poder estadounidense Joseph Nye, el concepto de soft power [poder blando] se impuso para describir la diplomacia de influencias asociada a la globalización liberal con centro en Estados Unidos que está llegando a su fin ante nuestros ojos. Utilizado tanto en China como en Europa, el término circuló durante mucho tiempo en los discursos de los políticos, de los expertos y en los comentarios en los medios de comunicación. Hoy, en un momento en el que se produce un importante rearme, en el que se deshilacha el derecho internacional y hay un ascenso de los etnonacionalismos agresivos, el soft power ya no tiene ninguna influencia en las realidades mundiales ―suponiendo que alguna vez la haya tenido―.

Al atacar a la Agencia Estadounidense para el Desarrollo Internacional (Usaid), el presidente de ese país, Donald Trump, apunta a una institución concebida para luchar contra el comunismo y, más recientemente, contra los regímenes denominados “antiliberales”, difundiendo a lo largo y ancho del mundo una imagen favorable del “mundo libre”.

La falsedad del consentimiento

Eso no impide que la crítica al soft power deje de ser necesaria porque, más allá de su debilidad teórica1, enmascara, más que revela, las encrucijadas geopolíticas del poder. El concepto tiene su origen en el cuestionamiento estadounidense del rol y del lugar de esa nación en las relaciones internacionales al final de la Guerra Fría: la globalización de los flujos parecía poner en dificultades a las políticas de poder “clásicas”. En sus obras de los años 19902, Nye pretendía disipar la hipótesis del declive estadounidense, que se había generalizado ampliamente a fines de la década anterior, y orientar el debate público de manera prescriptiva para “asegurar la posición de Estados Unidos como el Estado más grande y poderoso a finales del siglo XXI”. El poder soft tenía que ser la herramienta ideológica y política de esta iniciativa. Nye lo definió como el conjunto de recursos inmateriales que producen efectos “observables pero intangibles” de atracción dentro de las relaciones internacionales y que conducen a la convergencia en torno a políticas favorables al “Estado dominante”. Según Nye, todo descansaba en el carácter globalmente “seductor” de los valores estadounidenses, “la atracción por la cultura y los ideales políticos” y en la capacidad de institucionalizar un orden que legitimara las preferencias de ese Estado. Al disponer de “un gran poder blando desde hace mucho tiempo”, Estados Unidos estaba en la medida de movilizarlo para ahorrarse tener que recurrir al “costoso ejercicio de la coerción o la fuerza” gracias al “consentimiento” voluntario de otras sociedades y estados.

Era una idea que halagaba tanto al ego imperial como al sentido común. Evidentemente, es mejor conseguir que los demás se ajusten a las propias preferencias haciéndoselas desear que obligarlos a obedecer por la fuerza. Pero los mecanismos en marcha eran ambiguos. Sabemos desde siempre que, dejando de lado las tiranías, el consentimiento no se basa sólo en el poder autoritario o en el miedo a la violencia, sino también ―si no sobre todo― en la convicción de una gran parte de la población respecto de que la autoridad reivindicada por quienes la ejercen es legítima. Que hay, en otros términos, una interdependencia entre gobernantes y gobernados.

Porque naturaliza la jerarquía, la legitimación de la dominación contribuye a lo que los sociólogos Max Weber, y luego Pierre Bourdieu, denominaron la “domesticación de los dominados”, un concepto cercano al de fabricación de consentimiento. Este último se pone cada tanto en tela de juicio, y el blindaje de la coerción para gestionar a las clases peligrosas queda siempre en un segundo plano. La idea misma de una ausencia de coerción en las relaciones políticas y sociales elude las relaciones de poder y de conflicto. El poder simbólico ―y de eso se trata― no es sino la “forma irreconocible, transformada y legitimada de otras formas de poder”3.

Pero ¿habría consentimiento voluntario en las relaciones internacionales, esfera por excelencia de la competencia entre actores desiguales? El problema del soft power no es tanto que no se lo pueda cuantificar y aislar para convertirlo en una variable explicativa del comportamiento internacional de los estados, sino más bien que pone sobre los intereses nacionales e imperiales de quienes dominan los ropajes de la universalidad. Para Nye tanto como para otros teóricos liberales, el soft power emanaría de las sociedades occidentales, con Estados Unidos a la cabeza, que desde la Ilustración serían portadoras de valores políticos y morales universales a los cuales todo individuo racional debería adherir espontáneamente. Desde el siglo XIX, Occidente pretende llevar modernidad y “civilización” a un Oriente y un Poniente que se supone congelados en etapas anteriores del desarrollo humano: para el observador occidental, viajar del Norte al Sur es como retroceder en el tiempo. Pero la pretensión de universalidad hacia una sociedad en particular entra en tensión con el pluralismo de la vida internacional y con otras reivindicaciones de legitimidad que se fundan en trayectorias históricas distintas. En el caso occidental, esa pretensión está contaminada por un pasado colonial o imperial que no termina de quedar atrás.

Para la mayoría de las sociedades del Sur global, el ejercicio del poder estadounidense, ya sea por la fuerza o a través de instituciones como el Fondo Monetario Internacional (FMI), no dejó el recuerdo de un éxtasis democrático ni de alguna flexibilidad. Ni el historial de intervencionismo militar estadounidense después de 1945, ni el de los 150 años previos (en particular la guerra contra México en 1846-1848) ni, finalmente, el apoyo de Washington a los regímenes autoritarios (capitalistas) durante la Guerra Fría respaldan la idea de una legitimidad democrática que sea inherente a dicho país. La misma constatación vale para Francia, sobre todo en África. No obstante, la sociedad estadounidense ejerció de forma indudable una cierta forma de atracción. Pero ¿cuándo, cómo y para qué poblaciones?

Durante la segunda mitad del siglo XIX, hasta que cerró sus puertas en 1924 a los pueblos de color y a los europeos considerados no del todo blancos4, Estados Unidos atrajo (aunque no siempre recibió con dignidad) a millones de migrantes, principalmente europeos, irlandeses, italianos del sur, griegos y judíos de Europa del Este que huían de la pobreza o de las persecuciones étnicas o religiosas. En la segunda mitad del siglo XX, recibió a los que escapaban de la Guerra Fría, pero no a los movimientos sociales de izquierda de Europa Occidental, ni a los revolucionarios del sur, que veían imperio y racismo institucionalizado ahí donde otros veían libertad.

Ejercía una seducción especial sobre las élites comerciales y culturales que se movían sin problemas entre las megalópolis del mundo, sobre los investigadores extranjeros de alto nivel y sobre los estudiantes de la educación superior. Y, por razones muy distintas, atrajo a millones de migrantes y personas que pedían asilo de América Latina y otras partes del Sur Global que buscaban refugio contra la pobreza y la violencia endémica. La atracción o la repulsión se relacionan con la experiencia histórica y las posiciones sociales y culturales del observador. Dependen del lado del espejo desde el cual uno mira el mundo. Las reivindicaciones de legitimidad internacional simplemente no se pueden basar en las características supuestamente atemporales de una sociedad ―en su esencia―.

Actualización

El 17 de marzo el gobierno de Donald Trump cortó los fondos de la agencia estadounidense para los medios globales (USAGM, por sus siglas en inglés), responsable de las transmisiones de dos cadenas radiales de larga trayectoria en el frente comunicacional de la Guerra Fría: La Voz de América (sic) y Radio Europa Libre. La USAGM también incluye Radio TV Martí, creada por orden ejecutiva del entonces presidente de Estados Unidos Ronald Reagan, en 1983, para emitir propaganda estadounidense hacia territorio cubano y activa desde dos años más tarde. Cuando el mandatario demócrata Barack Obama intentó reducir los fondos de Radio TV Martí en 2009, como parte del esquema general de deshielo con su vecino caribeño, recibió una fuerte oposición del Partido Republicano, que ahora torpedea a la emisora en su línea de flotación económica.

El “sueño chino”

Lo que vale para Estados Unidos se aplica igualmente a China. Se puede formular una crítica análoga a los discursos de legitimación posmaoístas sobre la “grandeza” y el atractivo mundial de la cultura china. La dirección del Partido Comunista Chino (PCCh) adoptó el soft power en 2006 para hacer de él un concepto clave de la política internacional del país. En aquel momento, el presidente Hu Jintao declaró ante un comité selecto: “El fortalecimiento del estatus internacional y de la influencia internacional de China se debe reflejar a la vez en el poder duro, particularmente en la economía, la ciencia y la tecnología, y la defensa nacional, y en el soft power, como la cultura”. Al año siguiente, en el XVII Congreso del PCCh en octubre de 2007, Hu hacía oficial esta posición: “La cultura se convirtió en una importante fuente de cohesión y creatividad nacionales y en un factor importante en la competencia por la fuerza nacional global... Tenemos que reforzar el poder cultural blando del país”5.

Su sucesor, Xi Jinping, sintetizó estos objetivos en su visión del “sueño chino”, entendido como un proyecto histórico de renovación nacional para la construcción de una sociedad próspera, para la promoción de un “orgullo nacional” y de una “civilización espiritual socialista”, para la amplificación de la voz de China en el mundo mediante la promoción de su “excelente cultura... cuya historia debería ser escuchada en el mundo entero”, y para el fortalecimiento de su poder6. Concebido al inicio para refundar la identidad colectiva y la legitimidad del partido-Estado mediante la movilización de la cultura y el sentimiento nacional, el “sueño” se prolongó a nivel internacional a través de la proliferación de institutos culturales Confucio en todo el mundo (que pasaron de 156 en 2007 a 525 en la actualidad). El éxito de un proyecto semejante sigue siendo aleatorio, ya que no observamos ninguna correspondencia entre la “civilización espiritual socialista” y la acción internacional del país. Además, parece acrobático atribuir la dinámica de crecimiento a una “cultura tradicional” que los modernizadores, desde el final de la dinastía Qing hasta el propio Mao, habían identificado como la fuente del atraso relativo del país y de los graves fracasos del Estado en el siglo XIX.

Al igual que los discursos del soft power estadounidenses, los de China enmascaran las encrucijadas de poder dentro de la política mundial. En ambos casos, el blindaje de la coerción permanece, a menudo en primer plano. Poco después del discurso de Xi Jinping en 2012, el Ejército Popular de Liberación (EPL) pidió a los marinos del portaaviones Liaoning que formaran seis caracteres chinos que significaban “sueño chino, sueño militar”, y después difundió la imagen en internet.

Esta melodía se escucha con regularidad en los medios de comunicación oficiales. En 2013, por ejemplo, el China Daily publicaba un artículo de Meng Xiangqing, profesor de la Universidad Nacional de Defensa de Pekín, titulado “El sueño chino incluye un Ejército Popular de Liberación fuerte”. El autor sostiene en esas líneas que “un ejército sólido es la condición previa a la construcción de una sociedad próspera... y al rejuvenecimiento de la nación china”, en consonancia con la “posición mundial del país”. En su opinión, la afirmación de China en materia de poder militar diferiría de la de otros estados, porque el “sueño chino, incluido el de construir un ejército fuerte”, está en consonancia con “la paz y el desarrollo beneficioso para China y el resto del mundo”7. Es razonable dudar de que el resto del mundo, sudeste asiático incluido, haya interpretado de esta manera la demostración militar durante la celebración del 50º aniversario de la República Popular en 2019, la creciente militarización del mar de China Meridional o los esfuerzos presupuestarios más que significativos que se consagraron después a los asuntos militares.

Por lo tanto, habría que abandonar el soft power como categoría de análisis. Es cierto que el hecho de recurrir a la fuerza bruta difiere de resolver los conflictos por vía diplomática. Pero es el derecho, y no la “suavidad”, lo que se opone a la fuerza y la violencia visibles del poder. Ahora bien, en este plano, Estados Unidos, como los demás “grandes”, subordina la mayoría de las veces el derecho internacional a su soberanía y a sus intereses, sea cual sea la administración y el lugar (Irak, Ucrania o Gaza).

Philip S Golub, profesor de relaciones internacionales en la American University of Paris. Autor de Une autre histoire de la puissance américaine, Seuil, París, 2011. Traducción: Merlina Massip.

Punto uy

Uno de los capítulos más polémicos de la relación de la Usaid con Uruguay fue la presencia en el país del asesor de seguridad Daniel Anthony Dan Mitrione. Acusado de instruir a la Policía uruguaya en técnicas de tortura (1), se le atribuye una frase que ya forma parte de la pedagogía del horror: “El dolor preciso, en el momento preciso, en la cantidad precisa, para el efecto deseado” (2).

La investigadora Clara Aldrighi, tras un trabajo de más de cinco años de duración, obtuvo evidencia en documentos desclasificados de que, a partir de 1965, “se estableció en Montevideo un programa estadounidense de contrainsurgencia que en 1968 armó, adiestró y coordinó a la Policía uruguaya en la represión de manifestaciones, huelgas y ocupaciones” (3). En un cable del gobierno estadounidense caratulado como “secreto” (000287 del 20 de marzo de 2007) y difundido por el diario madrileño El País, se confirma que Mitrione fue, en efecto, asesor de seguridad de la Usaid en Montevideo.

Secuestrado por el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T) el 31 de julio de 1970, en Montevideo, se inició una negociación entre los guerrilleros y el gobierno de Jorge Pacheco Areco que a la postre resultó infructuosa. El 10 de agosto de ese año Mitrione fue ejecutado por sus captores.

El episodio motivó dos grandes novelas de la literatura uruguaya, El color que el infierno me escondiera (Monte Sexto, 1986), de Carlos Martínez Moreno, y Una historia americana (Alfaguara, 2017), de Fernando Butazzoni. También fue tema de la película Estado de sitio (1972), de Costa-Gavras.

(1): Ver Manuel Hevia Cosculluela, Pasaporte 11333: ocho años con la CIA, La Habana, 1978.

(2): “Dan Mitrione, un maestro de la tortura”, Clarín, Buenos Aires, 2-9-2001.

(3): “Estados Unidos y el 68 uruguayo”, Brecha, Montevideo, 10-8-2018. Ver también el libro de Aldrighi La intervención de Estados Unidos en Uruguay (1965-1973). El caso Mitrione, Trilce, Montevideo, 2007.


  1. Para una discusión más amplia, véase Philip S. Golub, “Soft Power, Soft Concepts and Imperial Conceits”, Monde chinois, nouvelle Asie, París, n° 60, enero de 2019. 

  2. Joseph Nye, Bound to Lead: the Changing Nature of American Power, Basic Books, Nueva York, 1990; “Soft Power”, Foreign Policy, Washington, n° 80, otoño de 1990; Soft Power, the Means to Success in World Politics, Public Affairs, Nueva York, 2004. 

  3. Pierre Bourdieu, Sur l’État. Cours au collège de France 1989-1992, Raisons d’agir/Seuil, París, 2012 y “Sur le pouvoir symbolique”, en Annales. Économies, sociétés, civilisations, París, Vol. 32, n° 3, junio de 1977. 

  4. La Ley de Inmigración de 1924 (“Immigration Act of 1924” o ley Johnson-Reed) frenó en seco la inmigración no europea durante cuatro décadas, fijó cupos discriminatorios para las migraciones provenientes de Europa del sur, de Europa Central y de Europa Oriental. 

  5. Citado en Bonnie S Glaser y Melissa Murphy, “Soft Power with Chinese Characteristics, the Ongoing Debate”, en Carola McGiffert (dir.), Chinese Soft Power and Its Implications for the United States, Center for Strategic & International Studies, Washington, D. C., 10-3-2009. 

  6. “Background: Connotations of Chinese Dream”, China Daily, Pekín, 5-3-2014. 

  7. Meng Xiangqing, “China Dream Includes Strong PLA”, China Daily, 8-10-2013.