La presidencia de Donald Trump profundiza la grieta entre Estados Unidos y Europa. Mientras Washington prioriza su “America First” [Estados Unidos primero] y se distancia de los compromisos internacionales, Bruselas queda vulnerable y sin estrategia frente a un socio que ahora la considera “enemiga”.

El 21 de noviembre de 1995, en la base estadounidense de Dayton, en Ohio, Serbia, Croacia y Bosnia, bajo la batuta de Washington, celebraron un acuerdo que puso fin a la guerra mortífera que los enfrentó durante más de tres años. La guerra de Bosnia finalizó... en Estados Unidos.

Unos meses antes, en CBS, el presentador estrella del momento, Dan Rather, entrevistó a su corresponsal diplomático sobre la participación de Washington en ese conflicto: “Durante años nos explicaron que Bosnia era un problema europeo que debía ser resuelto por los europeos. ¿Qué es lo que acaba de suceder?”. Respuesta del periodista Bob Simon: “Dan, si el siglo XX nos enseñó al menos una cosa, es que los europeos son incapaces de resolver sus problemas. Y es por eso que Estados Unidos tuvo que intervenir durante la Primera Guerra Mundial y durante la Segunda Guerra Mundial. Y efectivamente, parece que el siglo va a finalizar como comenzó, con Estados Unidos corriendo en auxilio de Europa”.

Europa, la no-potencia

¿Los dirigentes europeos son incapaces de “resolver sus problemas” en el viejo continente? Es difícil desmentirlo cuando escuchamos, 30 años más tarde, que el ministro de Relaciones Exteriores francés proclamó en un momento de fanfarronería casi cómica que se negaría a hablar por teléfono con su homólogo moscovita a menos que este le “anuncie que Rusia está de acuerdo con que Ucrania disponga de verdaderas garantías de seguridad, incluso que Ucrania entre en la OTAN [Organización del Tratado del Atlántico Norte]”. Dicho de otro modo, que Moscú se rinda...

Según Washington, el poder, la geopolítica, la independencia, el liderazgo estratégico nunca dependieron de los estados del viejo mundo, rivales comerciales y lugar de veraneo, sino de su señor feudal del otro lado del Atlántico, la otra mitad decisiva de Occidente. En el Oeste no hay nada nuevo, al menos en ese plano. Condescendencia o desprecio, Europa es percibida como una no-potencia construida para y por el libre comercio por el hecho de que no afirma ningún otro gran proyecto unificador y emite, una tras otra, proclamaciones sin importancia; acepta ser sancionada y obedecer. Y cuando esta unión, con una población que envejece, participa en una coalición militar, lo hace bajo la batuta del Pentágono, para encargarse de lavar los platos después de que Estados Unidos preparare la comida1.

Puede que algunos europeos hayan exagerado en las últimas semanas para crear una sensación de pánico y provocar así un estallido federalista, pero el desdén diplomático y la brutalidad comercial del presidente Donald Trump no contrastan tanto como se pretende con las relaciones transatlánticas habituales. Hace cerca de 40 años, la politóloga Marie-France Toinet señalaba en estas páginas: “El año 1986 se termina con un gran partido de pulseada con la Comunidad Económica Europea (CEE). [El presidente de Estados Unidos, Ronald] Reagan, amenaza con aumentar en un 200 por ciento los derechos de aduana sobre el coñac, el vino blanco, el gin, las aceitunas y los quesos si la comunidad no le otorga para el maíz y la soja condiciones preferenciales de exportación hacia la Península Ibérica, que entró en el mercado común. A costa de una flagrante violación de la preferencia comunitaria, la CEE cedió ante las exigencias estadounidenses a fines de enero de 1987”2. Europa “cede ante las exigencias estadounidenses”: desde hace mucho tiempo, esta es la música de fondo.

El desprecio como tradición

No obstante, la variable Trump sigue endureciendo los términos de la correlación de fuerzas. La voluntad del presidente estadounidense de hacer negocios, de arreglar sus cuentas personales, de vengarse de sus adversarios demócratas, quienes, según él, lo persiguieron judicial y financieramente, lo llevan a odiar con casi la misma fuerza a los gobernantes liberales europeos y canadienses. Ellos se deleitaron con su infortunio, esperaron su derrota: están pagando su come back [regreso]. También la Unión Europea, cuyos emisarios ya fueron rechazados en las puertas del Departamento de Estado, dado que el canciller Mario Rubio no tuvo tiempo de recibirlos. Pero, desde su primer mandato, Trump calificó a la Unión como “enemiga de Estados Unidos” (CBS, 15-7-2018).

“Enemiga”, al menos por dos razones. Por empezar, por el apego de Bruselas al libre comercio, mientras que el presidente estadounidense estima que “derechos de aduana” es “la palabra más linda del diccionario”. En segundo lugar, por la solicitud europea de protección militar por parte de la OTAN, mientras que Estados Unidos se queja de estar pagando solo la factura. “Vamos a recuperar la riqueza que nos robaron los países extranjeros –declaraba Trump en un mitin el 5 de julio de 2018–. Estados Unidos fue la alcancía que todos usaron. Y déjenme decirles que a menudo nuestros aliados eran peores que nuestros enemigos”. Si se le da crédito, Estados Unidos pagaba “entre el 70 y el 90 por ciento de los gastos” de la OTAN, “y yo digo 90 por ciento”. En realidad, es el 20 por ciento, una porción que no deja de disminuir desde hace diez años, conforme a las exigencias de todos los presidentes estadounidenses, incluyendo a Barack Obama y a Joe Biden. Pagar el 20 por ciento de los gastos de funcionamiento para tomar el 100 por ciento de las decisiones, ¡por favor!, el deal [trato] no es tan malo.

De aliados a enemigos

Pero no se trata sólo del dinero. Por definición, el unilateralismo de Trump, su “America First”, se lleva mal con las alianzas militares y los tratados internacionales. A eso se debe la inclinación del presidente de Estados Unidos a liberarse de ellos, sobre todo cuando otros –incapaces, por definición– pactaron el deal. El secretario de Estado Rubio teorizó acerca de ese cambio de rumbo el 15 de enero: “El orden mundial se convirtió en un arma utilizada contra nosotros. Nuevamente nos toca crear un mundo libre a partir del caos. Eso exigirá un Estados Unidos [...] que ponga sus propios intereses por encima de todo el resto”3. La regla se aplica a la Unión Europea, a la OTAN, a Ucrania.

En el fondo, no importa que la Alianza Atlántica se replantee como dependencia imperial –privilegio del dólar, extraterritorialidad del derecho estadounidense, chantaje con los minerales estratégicos, espionaje industrial, escucha de los teléfonos personales de los dirigentes europeos– o como sistema de extorsión de Washington en beneficio de los aliados. La ira expresada por Stephen Miller, uno de los principales asesores de Trump en la Casa Blanca, dos días después del altercado del pasado 28 de febrero entre el presidente estadounidense y su par ucraniano Volodímir Zelenski, sugiere en todo caso una exasperación sincera hacia Europa y hacia la causa ucraniana que aquella les endosó: “Millones de corazones estadounidenses se llenaron de orgullo al ver que el presidente Trump ponía nuevamente a Zelenski en su lugar. La única razón por la cual él tiene un país y él está en el poder es que Estados Unidos sufrió económicamente para financiar su guerra. [...] No paró de decirnos que Europa está haciendo mucho más que nosotros. Pero si encuentra tan bien a Europa, ¿por qué viene a vernos otra vez a mendigar dinero, protección, garantías?”4. Durante ese mismo encuentro, el vicepresidente James David Vance también le recordó a Zelenski que había tomado una mala decisión al exhibirse un mes antes de la elección presidencial estadounidense en Pensilvania con el gobernador demócrata de ese Estado.

Con Trump y su ardiente deseo de castigar a sus enemigos internos y a sus apoyos extranjeros, reales o supuestos, ganó importancia la dimensión partidaria de las relaciones transatlánticas. La ruptura de estos últimos meses es aún más brutal por el hecho de que, en tiempos de la presidencia de Biden, la Unión Europea y Estados Unidos estaban en sintonía en el deseo de luchar contra los “regímenes autoritarios” (China, Rusia, Irán), los “populistas” y los “complotistas” de sus países (es decir, en Estados Unidos, los trumpistas), y en el de hacer de la democracia liberal un horizonte insoslayable. En esta gran aventura, la Europa liberal caminaba a la par del Partido Demócrata. En junio de 2021, al reunirse con estudiantes junto con el entonces secretario de Estado Anthony Blinken, el ministro alemán de Relaciones Exteriores, Heiko Maas, les reveló: “Desde el primer intercambio telefónico entre nosotros, cuando Tony se convirtió en secretario de Estado, tuve que acostumbrarme al hecho de que podía hablar con el secretario de Estado estadounidense y tener siempre la misma opinión que él”5. El idilio se consolidó cuando Rusia invadió Ucrania. Un enemigo, un héroe; sólo restaba ganar la guerra.

El 14 de enero, esta euforia se convirtió en desesperanza. Vance pronunció entonces, ante la Conferencia de Seguridad de Múnich, una acusación en contra de una Unión Europea incapaz de identificar el principal peligro que la amenazaba. “No es Rusia, no es China”, sino ella misma y las restricciones que impone a los militantes antiaborto y a la extrema derecha, y la pérdida de libertad que, según él, resulta de ello. El organizador alemán de la Conferencia rompió en llanto. Estados Unidos ya no aceptará que sus “aliados”, convertidos en enemigos, regulen nada, ni el comercio, ni la competencia, ni los “discursos de odio”. Tales prerrogativas deben corresponder a Washington y servir solamente a sus intereses: Estados Unidos primero. Y primero un Estados Unidos que, a diferencia de las élites demócratas y de los medios de comunicación de referencia (entre ellos, The New York Times, la “biblia” de los editócratas franceses), ya no tiene como prioridad hacer la guerra contra Rusia en representación de otros.

El acercamiento Rusia-Trump

Moscú sopesó con rapidez la ventaja que podía sacar del odio a la mundialización neoliberal, a su orden jurídico y al progresismo cultural que la acompañó por parte de la nueva administración estadounidense. Un acercamiento entre Rusia y el Estados Unidos de Trump es entonces, hoy por hoy, concebible sobre una base a la vez “realista” –prioridad a los intereses de las grandes potencias, sin preocuparse por su régimen interior– y reaccionaria –exaltación de la familia, de las identidades sexuales tradicionales, de una visión idealizada de la historia nacional–.

Al recibir el 12 de marzo a tres periodistas o influencers estadounidenses cercanos a la galaxia trumpista, el canciller ruso, Serguéi Lavrov, insistió de forma deliberada en ese segundo punto, al señalar la fractura que se generó en su país desde que, “alejándose de los valores cristianos, el liderazgo del Partido Demócrata promovió sin límites a los LGBTQ y a todo lo que eso conlleva. La insistencia fanática con la que esos valores fueron promovidos ciertamente llevó a una parte de la población a apoyar a Donald Trump”. Lavrov ve en la derrota del progresismo demócrata, “en suma, un retorno a la normalidad, en el sentido en que nosotros, cristianos ortodoxos, la entendemos”. Le quedará por explicar a los antiimperialistas de África y de América Latina, con los que él coqueteó mucho, cómo se puede seguir luchando contra un “Occidente global” acercándose de forma ostensible a su mitad más poderosa.

Europa, sola y sin rumbo

La otra mitad, Europa, parece aún más sola por el hecho de que difícilmente la veamos salir de su aislamiento generando vínculos respetuosos con el Sur, incluyendo a China. Por lo tanto, a falta de un crack bursátil que mitigue el entusiasmo proteccionista de Trump, aquella más bien espera un retorno rápido de los demócratas al poder. Mientras tanto, murmura que el presidente estadounidense la traicionó, que Estados Unidos ya no es su aliado, sino más bien el aliado de su enemigo, pero intenta apaciguarlo comprándole más armas y gas natural. Habla una vez más de “Europa potencia”, pero sin atacar nunca ni al dólar, ni a la OTAN, ni a la posición hegemónica de las multinacionales estadounidenses. Y sin cuestionar el alineamiento de Europa con Washington. Ni en Medio Oriente, ni en América Latina, ni en el Mar de China.

Tras la guerra de Irak, en la que participó la mayoría de los estados de la Unión Europea y Ucrania, Francia aceptó ser “castigada” por Estados Unidos, porque tuvo argumentos contra este6. Ya podemos apostar a que ni siquiera el desastre de la guerra de Ucrania, a la que los estadounidenses arrastraron a Europa, la conducirá a levantar cabeza de forma duradera.

Serge Halimi, de la redacción de Le Monde diplomatique (París). Traducción: Micaela Houston.


  1. Robert Kagan, La Puissance et la Faiblesse. Les États-Unis et l’Europe dans le nouvel ordre mondial, Plon, París, 2003. 

  2. Marie-France Toinet, “Escalade de la guerre commerciale. La coûteuse facture de l’économie reaganienne”, Le Monde diplomatique, marzo de 1987. 

  3. El 15 de enero de 2025, ante la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado. 

  4. Fox News, 2 de marzo de 2025. 

  5. David Montgomery, “Can Antony Blinken Update Liberal Foreign Policy for a World Gone Mad?”, The Washington Post Magazine, 22-8-2022. 

  6. “Irak, une agression militaire restée impunie”, Le Monde diplomatique, mayo de 2023.