Centrada en los adultos más que en los jóvenes, Adolescencia, con más de 100 millones de visualizaciones en más de 70 países, es una serie más problemática de lo que parece. Ni tan nuevo ni tan efectivo, el único plano con el que está filmado cada capítulo del nuevo éxito de Netflix es parte de su secreto, en el mejor y en el peor sentido.
Desde su lanzamiento en Netflix, la serie de cuatro episodios Adolescencia ha sido aclamada por la crítica como un éxito extraordinario. Los comentarios se centraron en las interrogantes que plantea la historia de Jamie, de 13 años, quien apuñala hasta la muerte a una niña de su edad. Entre los temas tratados figuran la relación de los adolescentes con las pantallas, el acoso en redes sociales, la masculinidad tóxica inspirada por el influencer Andrew Tate y el destino de los incels1. Esta serie, una de las diez más populares en lengua inglesa de la plataforma desde sus inicios, ya ha superado las expectativas de sus productores y conectado con un público que también ha leído el éxito de ventas de Jonathan Haidt La generación ansiosa (Planeta, 2024). Los creadores de la serie –Philip Barantini, Stephen Graham y Jack Thorne– han proclamado en todas partes su intención de alertar al público y a las autoridades. Estas últimas incluso instaron a los legisladores británicos a prohibir el acceso a las redes sociales a los menores de 16 años. Todo ello ha despertado el interés del primer ministro de ese país, Keir Starmer. Al recibir a los autores de la serie en Downing Street [sede del Poder Ejecutivo], el gobernante les confesó su dificultad para verla con sus hijos adolescentes, para luego hacerse eco de la opinión general. Adolescencia serviría para “poner de relieve un conjunto de problemas que a menudo dejan a la gente con una sensación de impotencia”. Y la plataforma está haciendo de buen samaritano: si bien su modelo se basa en su capacidad para mantener a los adolescentes pegados a sus pantallas, ha anunciado la disponibilidad gratuita del programa en los centros de secundaria de Reino Unido.
Hasta ahora, las producciones originales de Netflix han explorado el mundo virtual con menor grado de seriedad. La serie distópica Black Mirror (2011) mezclaba el acoso en línea, el apego obsesivo a los amigos virtuales y una fascinación malsana por las historias policiales. El documental sobre crímenes reales (“true crime”) sigue siendo uno de los géneros más populares del catálogo de Netflix.
Adolescencia marca un antes y un después, tanto por su riguroso tratamiento de un problema social como por su estética aparentemente diferente. Los debates y comentarios sobre esta ficción también se centran en el uso de una técnica –la toma larga, el plano largo– tan antigua como el cine. Su campaña promocional la convirtió en un argumento clave. Cada episodio, de aproximadamente una hora de duración, consta de una sola toma larga, prometiendo intensidad y garantizando realismo. En la década de 1890, los hermanos Lumière rodaron sus primeras películas en una sola toma de aproximadamente un minuto, el tiempo que su cámara podía capturar sin cambiar de carrete. El empleo de planos largos siguió siendo relativamente poco frecuente, ya que imponía importantes limitaciones a la escritura y la dirección. Pero el reto inspiró a algunos directores cuya temática se prestaba a ello. Si bien La soga (1948) no es realmente una película de toma única, todo parece transcurrir en una habitación sin cortes y en tiempo real. Los movimientos de un actor permitieron a Alfred Hitchcock ocultar los cambios de carrete cada 11 minutos. Hoy en día, el progreso permite la producción de largometrajes en una sola toma. Con notable virtuosismo, El arca rusa (2002), de Alexandre Sokurov, siguió en una sola toma el viaje de un fantasma por el Palacio de Invierno de San Petersburgo. Otras películas recientes lo han utilizado con mayor sutileza para crear tensión, contribuyendo a la trama: Utøya, 22 de julio (Erik Poppe, 2018), que relata la masacre perpetrada en una isla noruega; o El chef (2021), del propio Philip Barantini, sobre la noche loca de un chef con estrella Michelin, interpretado por Stephen Graham.
El mismo equipo de El chef repite el procedimiento en Adolescencia para sumergir al espectador en la situación de la familia de Jamie, de los policías, de la psicóloga. Todos intentan comprender qué es lo que ha sucedido, por encima del dolor o la conmoción que les ha provocado el hecho. Y también de la personalidad desconcertante del jovencito, de su aparente dulzura, de la ira que lo domina. El espectador puede experimentar todo esto, la tensión, la consternación, gracias a la toma única. Pero la propuesta en su conjunto termina generando los mismos efectos que habitualmente genera Netflix. Y la contradicción formal –el enfoque en la intensidad frustrado por la búsqueda de la eficiencia, con el espectador arrastrado por la fluidez de la serie en lugar de verse movilizado por la fuerza del plano secuencia– confunde el mensaje. En definitiva, el programa dice poco sobre la juventud. Salvo que los adultos –cuyo punto de vista adopta– se preocupan por ella, les hace bien hablar de ella, o que una serie les hable de ella.
En el mejor de los casos, por supuesto, la apuesta al plano secuencia logra contener las pulsiones hacia la eficiencia. La toma larga constriñe la acción que se desarrolla en tiempo real y sigue los movimientos de los distintos protagonistas. La cámara adhiere a los personajes, se mueve con ellos. Esta proximidad produce una intensidad cautivante. El regreso de Jamie en auto a la comisaría tras su detención, la preparación de su abogado para el primer interrogatorio, la toma en que la psicóloga se sirve un chocolate de la máquina expendedora y le agrega malvaviscos de su propio táper por razones que descubriremos más adelante constituyen momentos en que nada dramático sucede pero que tensionan al público. A través de detalles bien escogidos, esos momentos nos permiten captar la realidad vivida por los personajes y la situación.
Pero la serie abandona esta vigorizante austeridad al final del segundo episodio. Su extraño epílogo marca una ruptura formal, casi cómica. Tras recorrer el colegio de Jamie con los detectives en busca de una pista para encontrar el arma homicida, y sin que la narrativa lo justifique, la cámara alza el vuelo y se desvincula del punto de vista que la anclaba en la realidad vivida por los protagonistas. Un coro acompaña la vista aérea de los verdes campos que rodean el colegio. No un coro cualquiera: un conjunto de chicos muy jóvenes, necesariamente puros, antes de la caída… Con tomas de dron, música emotiva, de repente Adolescencia se parece mucho a cualquier producción de Netflix.
En los cuatro episodios, la cámara se mueve de forma constante, sobre todo en escenas que no lo ameritan, al contrario de la intención de los creadores, que buscaban ofrecer una experiencia intensa e inmersiva. Hay que reconocer, por supuesto, la fineza de los diálogos y la precisión de los actores. Pero estas cualidades a menudo se ven afectadas de manera negativa por la dirección. La cámara, en constante movimiento, gira alrededor de los personajes, los encuadra en primeros planos, enfoca los rostros y saca los cuerpos de escena. Esto a veces es efectivo, pero más a menudo es inútil y distrae, como sucede en el tercer episodio, que se desarrolla en el centro donde Jamie está detenido antes de su juicio y gira en torno a su entrevista con la experta encargada de establecer su perfil psicológico. El guion es sólido, la representación que surge dista mucho de ser caricaturesca. La tensión emocional aumenta a medida que Jamie y la psicóloga juegan al gato y al ratón. Así, aprendemos más sobre el chico, sus amigos, su relación con sus padres, su vergüenza por jugar mal al fútbol cuando su padre, Eddie, asiste a sus partidos, su desprecio por su madre –que sólo es buena cocinando el “asado del domingo”– y sus problemas de autoestima. “¿Pero te caigo bien o no?”, pregunta el joven. Los gritos de Jamie al final de la entrevista expresan una vulnerabilidad, una necesidad de afecto que pudieron haber precipitado su pasaje al acto.
Muchos elementos de esta escena bastarían para mantenernos en vilo durante una hora sin que la cámara se moviera. Con los dos personajes en el encuadre de una cámara fija, tendríamos tiempo para observar sus interacciones, su lenguaje corporal, cómo se relacionan, la evolución del diálogo y sus actitudes. Habrían existido para nosotros como dos personas, juntas. Pero es la dirección la que monopoliza la atención y distrae del drama. Nada de esto es real. No tiene nada que ver, pues, con el realismo social de un Ken Loach o un Mike Leigh, aunque la producción de Netflix aborda temas sociales desde el prisma de la familia. Tampoco tiene nada que ver con The Wire (2002) o El caso del Sambre (2023), otras dos series formalmente ambiciosas, la primera dedicando cada temporada, la segunda cada episodio, al estudio de una institución. Las cuatro partes de Adolescencia indagan sobre la policía, la educación, la salud mental y luego la familia, pero siempre desde la perspectiva adulta y sin pensamiento crítico. Excepto en el episodio caricaturesco que transcurre en el liceo de Jamie, cuyo dialogado refuerza el enunciado de la serie:
–Esto es un maldito corral –suspira el policía al salir del liceo (mensaje: la juventud está mal, necesitamos aprobar leyes).
–Sí, siempre ese olor a vómito y masturbación –responde su colega–, pero todavía recuerdo a un profesor que significó mucho para mí (mensaje: los profesores hacen lo que pueden, es el sistema el que necesita una reforma).
Este tipo de diálogos satura la narrativa y sobrecarga escenas con una verborragia innecesaria, traicionando la promesa de veracidad que ofrecía el plano secuencia. Este defecto se acentúa aún más en el último episodio, cuya trama tiene un único propósito: presentar a la familia de Jamie como trágicamente ordinaria. En cierto momento, un detalle sugerido en lo previo por el diálogo –la tendencia del padre a perder los estribos– cobra protagonismo en la acción. En un estacionamiento, Eddie ataca a dos jóvenes que pintarrajearon su furgoneta. Lo seguimos mientras alcanza a uno de los adolescentes y le arroja la bicicleta. Lo acompañamos en su bronca, nos sentimos cercanos a esa rabia que ha contagiado a su hijo.
Es una escena importante. Esboza una perspectiva dramática sobre otro factor que podría ayudarnos a comprender mejor el crimen, sin el apoyo de diálogos ni una explicación preconcebida, como la influencia negativa de las redes sociales. La serie nos lleva a otro lado, por un camino más complejo que consiste en intentar relacionar el comportamiento de Jamie con lo que experimentó en casa, con las conductas que observó e influyeron en su propio desarrollo. La ausencia de diálogo explicativo nos da libertad para interpretar esta escena y amplía nuestra perspectiva sobre este terrible asunto.
Pero sobre el final esta apertura se anula. De vuelta a casa, en el dormitorio del piso superior, un último diálogo exonera al padre y a la madre, al mismo tiempo que los condena a una vida de culpa. Su conversación nos dice, por si no nos habíamos dado cuenta, que eran padres cariñosos, pero también muy ocupados y, por lo tanto, poco vigilantes. Juntos, añoran aquella luz encendida a altas horas de la noche en la habitación del chico. Siguen sin tener ni idea de qué pasaba allí. “Hicimos lo que pudimos”, dicen para consolarse y para consolar a los preocupados espectadores adultos. La escena final rezuma tristeza. Eddie entra en la habitación de Jamie, la examina con la mirada y se derrumba entre lágrimas, con la cara hundida en la almohada. “Lo lamento, hijo, debería haberlo hecho mejor”, dice, antes de besar un osito de peluche que desliza bajo el edredón. En un primerísimo plano, con fondo de música pegajosa, el actor lo da todo de sí. Se nos rompe el corazón. Sentimos un vacío mental, el agotamiento. Es tan difícil ser padres. ¿La adolescencia? Ya veremos en otra ocasión. Netflix ha conseguido otro éxito. Una nueva temporada está en el tapete.
Emilie Bickerton, escritora, crítica y miembro del consejo editorial de New Left Review. Traducido del inglés por Grégory Rzepski. Traducido del francés por Le Monde diplomatique, edición Uruguay.
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Contracción de involuntary celibate, es decir, “célibe involuntario”. Ver “Anne Jourdain, Sur les réseaux sociaux, des hommes, des vrais”, Le Monde diplomatique, París, julio de 2024. ↩