Antes y después de haber sido elegido papa, Jorge Bergoglio jugó un rol central en la política de su país de nacimiento. Sol Prieto, que viene estudiando su figura desde hace años, recuerda que muchos dirigentes argentinos intentaron apropiarse de su legitimidad, pero ninguno lo logró del todo, en parte porque el traspaso del carisma religioso a la política no es fácil y en parte porque el mismo Francisco, fallecido el 21 de abril, quedó atrapado en la lógica voraz de la grieta.
El día en que se difundió la noticia por la muerte del papa, el presidente argentino, Javier Milei, manifestó que había sido un honor haberlo conocido “a pesar de las diferencias”. Pocos meses antes, sin ir más lejos, había descripto al papa con curiosos epítetos: lo llamó el “representante del Maligno en la Tierra que ocupa el trono de la casa de Dios”, en otra ocasión lo definió como “el imbécil que está en Roma” y en otra le dijo “el impresentable que está Roma”, todo esto acompañado por varias referencias al papa como un “defensor del comunismo”.
No fueron deslices, sino expresiones que sintetizaban una posición programática del espacio libertario: en el acto de cierre de campaña de Milei, Alberto Benegas Lynch (padre) llamó a romper las relaciones con el Vaticano tomando el ejemplo de Roca, quien en 1884 expulsó al nuncio apostólico Luis Mattera acusándolo de intervencionismo en la política argentina. Omitió recordar que dicha intromisión ocurrió en el marco del debate de la Ley 1420, que estableció el derecho universal a la educación pública, laica y gratuita. Pero ese es otro tema.
El factor K
[...] El gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, que había mantenido una relación conflictiva con Jorge Bergoglio durante su etapa como arzobispo de Buenos Aires, rápidamente intentó resignificar su imagen para vincularla con el proyecto kirchnerista. Como consecuencia de la avanzada del peronismo entre 2003 y 2013 hacia una posición de autonomía activa respecto de la iglesia católica y de otros grupos de interés, la relación con Bergoglio como jefe de la Conferencia Episcopal Argentina y arzobispo de Buenos Aires había sido de antagonismo: tanto Néstor Kirchner como Cristina Fernández no asistieron al te deum en la Catedral de Buenos Aires, protagonizaron conflictos con el vicario castrense y sancionaron leyes que implicaron una mayor autonomía de las personas respecto de la moral de la iglesia: la Ley Nacional de Educación, la Ley de Educación Sexual Integral, la incorporación de métodos anticonceptivos no reversibles en el Programa de Salud Sexual y Reproductiva, la ley de Matrimonio Igualitario, la Ley de Fecundación Asistida y la Ley de Identidad de Género, entre otras.
Tratar de resignificar en clave popular el vínculo con Francisco respondía a una tradición peronista de larga data de fusión de lo nacional-popular con lo religioso, pero también a una necesidad concreta de capitalizar ese episodio excepcional de tener un papa argentino en un contexto de creciente polarización.
Apenas se conoció la noticia del papado, el kirchnerismo activó una maquinaria de reapropiación simbólica. La Cámpora y el Movimiento Evita organizaron vigilias en la villa 21-24, un territorio emblemático para la pastoral social de Bergoglio. El encargado de organizarlas fue el ahora ministro de Desarrollo de la Comunidad de la provincia de Buenos Aires, Andrés Cuervo Larroque, que con su presencia daba por saldados un par de días de discusión y confusión interna dentro del kirchnerismo. De yapa, el gesto buscaba conectar la espiritualidad de base del papa con la militancia social peronista, mistificando ambas.
La idea de que la legitimidad religiosa podía transmutarse en capital político responde más a una ilusión persistente de la dirigencia que a un hecho empírico contrastable.
En paralelo, se llenaron las calles de Buenos Aires con afiches de propaganda —firmados con la leyenda “Equipos de difusión”, pero que se decía que habían sido propagados por el entonces secretario de Comercio Guillermo Moreno— que mostraban al papa con la mano en alto, bajo la leyenda “Francisco: argentino y peronista”. Otro afiche lo retrataba compartiendo un mate con Cristina bajo la frase “Compartimos esperanzas”, evocando de forma deliberada la iconografía del primer peronismo, que mezclaba símbolos religiosos con consignas políticas. El gobierno kirchnerista también apeló a la figura del papa para fines concretos de política exterior. En la semana de su pontificación, cuando lo fue a visitar, Cristina Fernández le pidió explícitamente a Francisco que mediara en el conflicto por Malvinas, apelando al rol histórico de la iglesia como árbitro en disputas políticas. Aunque el Vaticano mantuvo neutralidad, el gesto le permitió al peronismo presentarse como defensor de la causa nacional. En el plano interno, por otro lado, la designación del sacerdote Juan Carlos Molina, cercano a Alicia Kirchner, al frente de la Sedronar [Secretaría de Políticas Integrales sobre Drogas de la Nación Argentina] replicaba una estrategia de articulación con la iglesia católica presente desde el primer peronismo: incorporar figuras eclesiásticas en el Estado, pero manteniéndolas bajo el control político del gobierno.
El resultado no fue fácil. Así como muchos dirigentes peronistas de raigambre católica —el ya mencionado Moreno, el dirigente del Movimiento Evita Emilio Pérssico, el entonces vicegobernador Gabriel Mariotto—, el peronismo kirchnerista también aglutinaba —y aglutina aún hoy— a muchas figuras del progresismo y la lucha por los derechos humanos que veían con recelo a Bergoglio por su rol opaco durante la última dictadura militar. Los acercamientos y encuentros —muy especialmente la reunión con Estela de Carlotto en el Vaticano— y algunas definiciones posteriores —en 2015, Francisco mandó a desclasificar los archivos eclesiásticos del tiempo de la última dictadura— lograron saldar estos debates.
Mientras el kirchnerismo buscaba presentar a Francisco como un “aliado natural”, la oposición enfrentó un desafío más complejo: capitalizar la figura de un papa cuyas críticas al neoliberalismo y al “descarte social” entraban en tensión con sus propuestas económicas. Por eso, la estrategia opositora osciló entre la apropiación selectiva y la reinterpretación de sus mensajes [...].
Una apuesta imposible
A pesar de todos estos intentos, la apropiación política de la figura de Francisco no se pudo concretar, al menos no de manera directa, porque aquello que se intentó capturar no era capturable. La idea de que la legitimidad religiosa podía transmutarse en capital político responde más a una ilusión persistente de la dirigencia que a un hecho empírico contrastable. La creencia de que existe un “voto católico” queda desmentida por un dato rotundo: de acuerdo a la Encuesta de Creencias y Actitudes Religiosas del CEIL-Conicet, aunque en 2008 —año en que se realizó el primer relevamiento— el 76,5 por ciento de los argentinos se identificaba como católico, apenas un 2,1 por ciento creía que la iglesia debía influir en las políticas públicas, y sólo un marginal 0,2 por ciento consideraba que debía ocuparse más de temas políticos. En 2019, aunque casi el 63 por ciento de los argentinos se consideraba católico, apenas el 7,1 por ciento consideraba que el Estado debía apoyarse en la iglesia para implementar políticas sociales. El anhelo de transformar la autoridad simbólica del papa en apoyo político chocó, una y otra vez, con el enfoque de los propios católicos, que parecen manifestar un desinterés cada vez más marcado por las creencias religiosas de sus representantes y dirigentes.
[Los intentos de apropiación] fueron perdiendo fuerza, a medida que se recuperaba la “normalidad” después de la noticia del papa argentino y a medida que Bergoglio se iba convirtiendo en Francisco. Hoy son pocas las opciones políticas que siguen proponiendo una plataforma “francisquista” en sus consignas y objetivos: la consigna “tierra” (reforma agraria), “techo” (acceso universal a la vivienda y otros bienes comunes) y “trabajo” (renta universal para reconocer el trabajo de los trabajadores informales). Se trata de espacios que sostienen este tipo de ideas más por una cuestión de identidad que por interés electoral.
El contraste que dejó la década pasada es, además, revelador: mientras el peronismo mantuvo un vínculo tenso pero estratégico con la iglesia y avanzó de manera decidida en la ampliación de derechos en un sentido de autonomía respecto de los valores católicos, la oposición ensayó una apropiación retórica del papa que ignoraba —cuando no vaciaba— el núcleo social de su mensaje. El énfasis cada vez mayor de Francisco en la histórica agenda social de la iglesia —por encima de la agenda más netamente moral que proponía, por ejemplo, Benedicto XVI— dejó menos lugar a la posibilidad de apropiarse de su figura desde posiciones neoliberales. No es casualidad que el último candidato liberal —más precisamente libertario— se refiriera al papa como un “comunista diabólico”.
De hecho, en parte por estos intentos, pero sobre todo por la polarización que ya es una dinámica profundamente arraigada en la política argentina, la propia figura del papa no logró escapar a la crisis de legitimidad. De acuerdo con la encuesta de 2019 mencionada anteriormente, un 27,4 por ciento de los argentinos consideraba a Francisco “un líder mundial que denuncia las situaciones de injusticia en el planeta”, en tanto que el 27 por ciento opinaba que “está demasiado metido en política en lugar de ocuparse de la parte espiritual”; a un 40 por ciento Francisco le resultaba “indiferente”. Benedicto visitó Alemania, Juan Pablo II visitó Polonia. Francisco no visitó Argentina. Quizás no se puede unir a quienes no quieren ser unidos.
Sol Prieto, investigadora (CEIL-Conicet) y docente (Udesa-UBA).