Seattle había sido elegida por su modernidad, su dinamismo, su apertura al mundo. La cuna de Microsoft, Boeing y Starbucks, con su enorme puerto que mira hacia Asia. La ciudad, de arraigada tradición sindical, fue también escenario de una de las mayores huelgas generales de la historia de Estados Unidos, en 1919. Pero la Organización Mundial del Comercio (OMC) lo había olvidado todo cuando decidió celebrar allí su Tercera Conferencia Ministerial a fines de noviembre de 1999. Es cierto que algunos grupos militantes habían llamado a manifestarse, pero “se esperaba que la marcha durara no más de tres o cuatro horas”, como dijo el alcalde de la ciudad. Finalmente, durante cuatro días, una multitud variopinta de 50.000 almas tomó la Ciudad Esmeralda, bloqueando cruces y estaciones de metro.

“Un arca de Noé de terraplanistas, sindicatos proteccionistas y jóvenes ejecutivos en busca de su dosis de los 60”, se lamentaba el columnista de The New York Times Thomas Friedman el 1° de diciembre de 1999, mientras que el Seattle Times del día siguiente entraba en pánico: “Las protestas contra la OMC se extienden como la peste. Ahora los taxistas también se han contagiado”. Las autoridades lucharon por recuperar el control de las calles, el gobernador llamó a la Guardia Nacional y se declaró el toque de queda.

Mientras tanto, en el Palacio de Congresos, los debates se tornaron ásperos. Decenas de países del Sur rechazaron las nuevas normas sociales y medioambientales preconizadas por Occidente. Sudáfrica, Brasil, Egipto, India, Indonesia y Nigeria, entre otros, las consideraban un proteccionismo disfrazado, destinado a frenar su desarrollo. Esos mismos pueblos denunciaban la hipocresía de los países ricos, que ensalzaban el libre comercio mientras subvencionaban de manera masiva su agricultura, y reclamaban un comercio internacional más justo. “Nuestra idea –declaró con modestia la presidenta de la Conferencia en su discurso de clausura– era que sería mejor hacer una pausa”. La globalización neoliberal se detiene. Es histórico1.

El principal recuerdo mediático de esta movilización son los “bloques negros” [por las ropas negras que llevaban los manifestantes para no ser identificados] que se enfrentaron a la policía entre las nubes de los gases lacrimógenos. Pero el grueso del contingente, pacífico y festivo, estaba formado por trabajadores sindicalizados y activistas medioambientales, movimientos indígenas y grupos de defensa de los derechos humanos. Junto a Greenpeace y Amigos de la Tierra marcharon los trabajadores siderúrgicos de United Steelworkers, el mayor sindicato industrial de Estados Unidos; los estibadores de International Longshore and Warehouse Union, que bloquearon esos días todos los puertos de la costa oeste, y los camioneros de International Brotherhood of Teamsters, en pie de guerra contra la anunciada apertura del mercado estadounidense a los transportistas mexicanos. En esta coalición sin precedentes de “Teamsters y tortugas”2, unos luchaban por defender sus puestos de trabajo; otros, por proteger el planeta. Pero todos coincidían en su denuncia del libre comercio, para exigir un sistema comercial más justo, basado no en el afán de lucro y la ley del más fuerte, sino en el respeto del medioambiente y la preocupación por mejorar la vida de los trabajadores. Todo ello en una celebración de la diversidad y el internacionalismo. “Esta manifestación no es una manifestación específica de Estados Unidos; es una manifestación de todos los países: países ricos, países pobres, países blancos, países negros, todos los países”, proclamó Roy Trotman, del Sindicato de Trabajadores de Barbados, en un encuentro celebrado en el Memorial Stadium, ante los vítores de 25.000 personas3.

Junto a la alianza de trabajadores y ecologistas, se sumó en Seattle una tercera fuerza, igualmente opuesta a la globalización, pero por razones diferentes. Patrick Buchanan, figura de la derecha nacionalista, conservadora y proteccionista, invitó a sus partidarios a asistir. Este feroz crítico de la OMC, a la que calificaba de “monstruo embrionario”, acababa de abandonar el Partido Republicano para afiliarse al Partido Reformista, por el que aspiraba a la nominación para las elecciones presidenciales de 2000, carrera que ganó eliminando a un tal Donald Trump. Crítico implacable del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), que entró en vigor el 1° de enero de 1994, se erigió en defensor del empleo en Estados Unidos, sin preocuparse por la condición de los trabajadores, para los que preconizaba cada vez menos derechos sociales y sindicales. “Hay algo más importante que el comercio. Se llama patria, y nos unimos a la batalla de Seattle para que alguien defienda la nuestra”, anunció poco antes de la conferencia4. Sin mucho éxito: “Pensó que tendría muchos aliados entre los manifestantes. Acabó quedándose en su habitación de hotel, al darse cuenta de que quienes protestaban no se parecían en nada a sus partidarios”, se burló el historiador Paul Adler5. Pero algunas victorias se construyen con la paciencia de años...

25 años después

Un cuarto de siglo después, Buchanan y sus herederos han salido de su hotel. Ocupando las más altas instituciones de Estados Unidos, empezando por la Casa Blanca, han hecho suya la lucha contra el libre comercio. Ahora son ellos quienes le infligen sus más amargos reveses, con el apoyo de los sindicatos.

Cuando el 2 de abril Trump, ya como presidente de Estados Unidos en su segundo mandato, anunció su “día de la liberación”, es decir, un aumento espectacular de los derechos de aduana para todos los países del planeta, la desaprobación fue casi unánime. Políticos, periodistas, economistas y empresarios denunciaron una decisión brutal e incoherente que dispararía la inflación, socavaría el crecimiento mundial y aumentaría las tensiones geopolíticas. The Wall Street Journal la calificó como “la decisión arancelaria más estúpida de la historia” (31 de enero), mientras que The Economist pronosticó un “caos económico” (5 de abril). Por otra parte, varios sindicatos han apoyado a Trump, considerando que cualquier iniciativa proteccionista, por errática que sea, es buena. “Durante los últimos 40 años –explica Kara Deniz, portavoz de los Teamsters– la política comercial ha provocado una hemorragia de puestos de trabajo hacia otros países, donde se explota a los trabajadores con el único fin de enviar productos baratos a Estados Unidos [...]. Había que hacer algo, y recibimos con satisfacción este anuncio”6. Lo mismo piensa Shawn Fain, presidente de United Auto Workers (UAW), aunque no ahorra críticas hacia Trump por el despido de funcionarios, las trabas a la sindicalización, etcétera. “Durante 28 años trabajé en Chrysler siendo miembro de la UAW. Lo único que vi fueron cierres de plantas, uno tras otro. Y todavía siento rabia ante la idea de que nos han engañado. Así que cuando ves a alguien como Donald Trump, que llega y empieza a hablar de aranceles y comercio, y que las amenazas de cierres continúan, ves que él le habla a la gente”7.

A 25 años de Seattle, los Teamsters se han separado de las tortugas. Esta ruptura no tenía nada de previsible. A principios de los años 2000, la lucha contra la globalización neoliberal parecía una causa progresista. En la estela del movimiento antiglobalización, florecían las propuestas a favor de los impuestos a las transacciones financieras y del proteccionismo “altruista”, “solidario” y “ecológico”8. Por otra parte, el libre comercio parecía estar a la defensiva, ya que la OMC nunca se recuperó de su fracaso en 1999. Desde entonces, no ha logrado concluir una ronda completa de negociaciones multilaterales y ha renunciado al sueño de alcanzar un gran acuerdo mundial, una ley única que rija el comercio internacional.

Pero no por ello ha abandonado el proyecto de extender el libre comercio. Ha seguido ganando terreno, de otra manera, a través de tratados comerciales bilaterales o regionales, firmados por docenas a lo largo de los años. Este camino es más discreto y menos debatido que las grandes incursiones. Así es como la Unión Europea ha podido negociar acuerdos de asociación económica con Corea del Sur (que entraron en vigor en 2015), Japón (2019), Vietnam (2020) y Nueva Zelanda (2024), lejos del foco mediático y del debate político. Y si, una vez firmados, los parlamentos no quieren ratificarlos, Bruselas siempre puede decretar su “aplicación provisional”, sin límite de tiempo, a veces durante más de 15 años. A fines de enero de 2025, nada menos que 373 acuerdos de este tipo estaban en vigor en todo el planeta, la mayoría de ellos firmados entre 2000 y 2015.

Promesas hechas añicos

Desde hace unos diez años, la maquinaria está atascada y el libre comercio sufre sus primeros reveses. Durante su anterior mandato, Trump retiró a Estados Unidos del Acuerdo de Asociación Transpacífico, que se estaba negociando con una quincena de países. Abandonó el Tratado Transatlántico, que pretendía crear un mercado común con la Unión Europea. Renegoció el TLCAN y elevó los aranceles al aluminio y al acero, imponiendo también nuevos impuestos a China. Su sucesor demócrata, Joe Biden, no revirtió estas medidas. Pasó a un proteccionismo complejo, sin tocar los aranceles, pero a través de subvenciones específicas para determinados sectores (energía verde, semiconductores, etcétera). Si hasta el Partido Demócrata, aquel de Bill Clinton –“La globalización no es algo que podamos detener. Es el equivalente económico a una fuerza de la naturaleza, como el viento o el agua”– y Barack Obama –“El libre comercio es bueno para Estados Unidos”–, se subió al carro...

Una serie de acontecimientos ha agrietado el barniz de la globalización neoliberal, obligando a los partidos políticos a cambiar de táctica. Sus promesas de prosperidad se hicieron añicos con la crisis de 2008, que puso de manifiesto los estragos de la desregulación. Al acelerar la desindustrialización, el colapso financiero sumió a regiones enteras en una miseria social de larga duración, mientras que los mercados bursátiles se recuperaron con rapidez. Desde la entrada en vigor del TLCAN, han desaparecido más de 90.000 fábricas en Estados Unidos, casi ocho por día. Hoy, el país alberga un número récord de multimillonarios (870), pero el 63 por ciento de la población no tiene ahorros suficientes para cubrir un gasto imprevisto de 500 dólares9. Asoladas por el desempleo, las antiguas zonas industriales experimentan un declive de la esperanza de vida, alimentado en particular por una epidemia de opioides que se cobró 36.000 vidas en 2008 y 107.000 en 2023. ¿Quién defendería el libre comercio en Ohio o Michigan?

La crisis climática, por su parte, ha puesto de manifiesto el daño medioambiental causado por el sistema de comercio internacional. Ya no se pueden consentir las gambas pescadas y precocinadas en el Mar del Norte, enviadas en camión a Marruecos para ser peladas, luego devueltas a Países Bajos para su envasado, antes de ser vendidas en Alemania: 13 días de la red al supermercado y 6.500 kilómetros recorridos. O los coches ensamblados en Alemania, con chasis de Polonia, airbags de Japón, asientos de Túnez y chips electrónicos de Taiwán. Un simple par de jeans puede recorrer el mundo antes de acabar en un armario francés: el algodón cosechado en Estados Unidos se hila y teje en India, luego se envía a China para coserlo en pantalones, con tintas de Brasil y botones metálicos de Namibia, antes de navegar hasta Europa en buques portacontenedores.

Esta cadena de suministro no sólo es ecológicamente absurda, sino que nos expone a debilidades que quedaron al descubierto con la epidemia de covid-19 y la guerra de Ucrania. Ante una emergencia sanitaria, los países occidentales, totalmente dependientes de las importaciones, se mostraron incapaces de producir mascarillas, batas, respiradores y medicamentos. Al paralizar a dos grandes exportadores de materias primas agrícolas, la invasión rusa desestabilizó los mercados mundiales y generó inflación y escasez, sobre todo en África y Medio Oriente. El principio de “soberanía” (sanitaria, alimentaria, estratégica, energética) ha vuelto así a ponerse de moda.

Proteccionismo agresivo y caótico

La derecha aprovecha ahora este descrédito del libre comercio para imponer su versión nacionalista e imperialista del proteccionismo: una forma de extorsión basada en el equilibrio de poder, diseñada para contrarrestar el ascenso de China y preservar el dominio de Estados Unidos. A la cabeza del mayor mercado del mundo, Trump utiliza los aranceles como un instrumento de poder exterior y no de justicia social: todos los países deben someterse a los intereses estadounidenses o corren el riesgo de ser aplastados. Como un monarca, el presidente estadounidense puede hacer llover y brillar los mercados del mundo con un simple tuit, castigando a quienes se le resisten y recompensando a sus vasallos. “En lugar de gravar a nuestros ciudadanos para enriquecer a otros países, gravaremos a los países extranjeros para enriquecer a nuestros ciudadanos”, prometió en su discurso de investidura el 20 de enero. Ninguna preocupación por la redistribución, el comercio justo, el multilateralismo o la protección del medioambiente. Un programa que dista mucho de los ideales de Seattle, y que todo contribuye a descalificar: las incesantes vueltas atrás de Trump, la brutalidad de sus anuncios, lo azaroso de sus cálculos...

Frente a este proteccionismo agresivo y caótico, los promotores del libre comercio vuelven a la palestra, dispuestos a sacar a relucir su breviario de los años 1990 y a reclamar una apertura cada vez mayor. El cierre del mercado estadounidense debe compensarse, argumenta la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, que presiona a favor del “mayor acuerdo de libre comercio jamás firmado” con India. En Francia, Geoffroy Roux de Bézieux, el expresidente del Movimiento de Empresas de Francia, se frota las manos: “Un poco paradójicamente –explicó en LCI (8 de abril)– de repente nos estamos dando cuenta, colectivamente, en todos los ámbitos de la política francesa, de los beneficios del liberalismo y del libre comercio”. A ambos lados del Atlántico, líderes políticos y comentaristas habitualmente críticos con el neoliberalismo han expresado su alarma por la caída de las cotizaciones bursátiles, al tiempo que esgrimían las previsiones de inflación y crecimiento del Fondo Monetario Internacional y los bancos de inversión. No han temido utilizar contra Trump las mismas armas que suelen usarse contra ellos.

Sin embargo, el acercamiento entre producción y consumo sigue siendo un imperativo democrático, social y ecológico. ¿Qué fuerza política puede apoyar decentemente un sistema tóxico que entierra nuestro planeta bajo un diluvio de bienes desechables, a menudo inútiles e incapaces de cubrir las necesidades más básicas de las poblaciones pobres? A la versión mafiosa de Trump, los Teamsters y las tortugas podrían oponerle con razón el proteccionismo altruista que reclamaba el movimiento altermundialista hace un cuarto de siglo. Porque existe un peligro planetario aún más amenazador que Trump y su séquito: las causas económicas que lo llevaron al poder, ante todo el comercio desregulado. En el fondo, todo el mundo lo sabe, pero el oportunismo favorece otras prioridades para algunos. “La absurda saga arancelaria del presidente [...] está empujando a demasiados progresistas a alinearse con Wall Street volviendo a una forma de pensar anticuada y desastrosamente centrada en las empresas”, observa el exsenador demócrata por Ohio Sherrod Brown (The New York Times, 20 de abril). En 1999 se manifestó en Seattle. En aquel momento los manifestantes luchaban contra el libre comercio y no temían los truenos de los mercados.

Benoît Bréville, director de Le Monde diplomatique (París). Traducción: redacción de Le Monde diplomatique, edición Cono Sur.


  1. Ver el dossier “Seattle, le tournant”, Le Monde diplomatique, París, enero de 2000. 

  2. En alusión a los manifestantes disfrazados de tortugas marinas para protestar contra las amenazas sobre esta especie. John C Berg (dirección), Teamsters and Turtles? US Progressive Political Movements in the 21st Century, Rowman & Littlefield Publishers, Lanham (Maryland), 2002. 

  3. Citado por Quinn Slobodian, “20 years after Seattle, the clash of globalizations rages on”, The Nation, Nueva York, 29-11-2019. 

  4. Citado en “The new trade war”, The Economist, Londres, 2-12-1999. 

  5. Entrevista con Paul Adler, “The battle of Seattle”, US History Scene

  6. Andrew Stanton, “Key labor union backs Donald Trump’s tariffs: ‘Something needed to be done’”, Newsweek, 8-4-2025. 

  7. Entrevista con Shawn Fain, “UAW president Shawn Fain on why he supports tariffs”, Jacobin, Nueva York, 10-4-2025. 

  8. Ver, por ejemplo, Bernard Cassen, “Inventer ensemble un protectionnisme altruiste”, Le Monde diplomatique, París, febrero de 2000. 

  9. Lori Wallach, “The trade policy we need”, The American Prospect, Washington, DC, 28-3-2025.