Cuando el niño-hombre senderista le dice al campesino mudo que nadie puede decir “no va conmigo”, porque “va con todo el mundo, incluidos los mudos y los sordos”, porque se trata de “acabar con los ‘señores’”, para que “nadie se arrodille ni le bese las manos ni los pies a nadie”, Mario Vargas Llosa, en traje de novelista, estaba mostrando las razones de Sendero Luminoso de la mejor manera posible. Aunque el Mario Vargas Llosa “de civil” rechazara las acciones de Sendero.

Esto que el escritor hace en Lituma en los Andes (1993), que sin duda no es su mejor libro, sirve como muestra de su estatura literaria. No se trata de meterse en la piel de sus personajes, que eso sería impostura, sino de meterse a sus personajes en la piel. De que esas entidades encuentren, pirandellianamente, al autor que las realice. Sólo así la novela existe.

No importa entonces la acción política del individuo nacido el 28 de marzo de1936 en Arequipa y muerto en Lima el 13 del mes pasado (la misma fecha en la que diez años antes había muerto Eduardo Galeano, su antípoda ideológica). No importa el candidato presidencial del derechista Frente Democrático en las elecciones de 1990, ni el primer usuario del marquesado de Vargas Llosa –título creado para él por el rey de España en 2011–, ni el referente de la derecha internacional para la que se volvió el último intelectual de fuste. Casi se diría que no importan tampoco los premios más importantes que puedan obtenerse en el campo de la paraliteratura, como el Cervantes de 1994 o el Nobel de 2010.

Lo que en verdad queda después de las exequias no son los homenajes oficiales ni los ayes de la reacción ni los incómodos carraspeos de los reduccionistas. Lo que sigue vibrando, con la vitalidad de la circulación de la sangre y las urgencias de la respiración asmática, son los mundos creados. Sus dos mayores saltos sin red, La casa verde (1966) y Conversación en la catedral (1969), en los que pudo caer parado como el más perfecto funambulista. Pero también sus dos últimas novelas políticas bien logradas, La fiesta del chivo (2000) y Tiempos recios (2019), quizá mediocres para el marco de su bibliografía llena de cumbres, pero inigualables para la mayor parte de los narradores contemporáneos. Seguirán estando ahí esos mundos, agazapados en espera de lectores. En librerías, en bibliotecas, en casas de amigos generosos o en los puestos callejeros de cualquier ciudad. Esos mundos de Varguitas. Creados por él y a pesar de él. Vivos para siempre.