La ofensiva de la Casa Blanca contra muchas de las universidades más prestigiosas de Estados Unidos busca aprovechar el resentimiento que generan en parte de la población por su “elitismo”. También la creencia en ascenso de la poca utilidad del título universitario en el mundo laboral. Más allá de la batalla cultural, lo que está en juego es el vínculo entre la formación y el modelo productivo.
La administración de Donald Trump ha golpeado el bolsillo de seis de las ocho universidades de la Ivy League: suspendió el desembolso de 175 millones de dólares en subvenciones a la Universidad de Pensilvania, de 210 millones a Princeton y de 510 millones a Brown, e inició una auditoría sobre el uso de los 9.000 millones de dólares que recibe Harvard cada año. Además, congeló más de 5.000 millones de dólares en presupuesto para la investigación; y esto podría ser sólo el comienzo. Las instituciones afectadas son bastiones del elitismo universitario estadounidense, conocidas tanto por la excelencia de sus profesores como por la homogeneidad social de sus estudiantes.
Columbia fue la primera en estar en el centro de la ofensiva: a principios de marzo, el gobierno anunció que iba a retirar 400 millones de dólares de ayuda federal, es decir, más de un tercio de lo que la institución recibe cada año. Oficialmente, Washington le reprochaba su laxitud frente al antisemitismo: el campus, ubicado en el norte de Manhattan, había sido uno de los focos más visibles de las protestas contra la guerra llevada a cabo por el gobierno israelí en Gaza1.
La pronta rendición de Columbia puso a todo el sector bajo presión, aunque Harvard organizó su contraataque. El Departamento de Educación envió advertencias formales a unas 60 universidades e impuso nuevas condiciones para acceder a los financiamientos federales. El Ejecutivo espera que esta pulseada le resulte favorable, en un momento en que la popularidad de Trump se está desmoronando.
“Las universidades son un blanco fácil para los conservadores –considera Dylan Riley, profesor de Sociología en Berkeley–. Para una parte de la población, cristalizan toda la arrogancia de las grandes ciudades costeras. Su prestigio se mide por su tasa de admisión. Dicho de otro modo, por la cantidad de personas que excluyen”. En 2021, durante la Conferencia Nacional del Conservadurismo, el actual vicepresidente, James David Vance –hijo de una familia pobre de los Apalaches y egresado de la (muy) elitista Facultad de Derecho de Yale–, pronunció un discurso cuyo título era “Las universidades son el enemigo”. “Todas las encuestas muestran que el cuerpo docente se inclina de forma masiva hacia la izquierda –recuerda Riley–. No es ilógico que los republicanos vean los campus como máquinas de producir votantes del bando contrario”.
Columbia ya estaba en la mira de los conservadores mucho antes de los atentados del 7 de octubre de 2023 en Israel. Su expresidente Lee Bollinger había roto con la tradicional reserva de su cargo para oponerse de manera pública a la reelección de Trump en 2020. Por su parte, The New York Times también trae a la memoria un viejo resentimiento: a principios del año 2000, Trump se acercó a Columbia para venderle un terreno en el marco de un proyecto de expansión del campus2, pero Bollinger –que ya era presidente en ese entonces– rechazó la propuesta de 400 millones. Es decir, la misma cifra que las suspensiones anunciadas este año.
Aunque los detalles sobre los futuros recortes siguen siendo imprecisos, todo indica que el ámbito biomédico se verá particularmente afectado. Los Institutos Nacionales de Salud (NIH) se convirtieron en una de las principales palancas de la austeridad gubernamental. Para las universidades resulta esencial el apoyo de esta agencia del Departamento de Salud, que está a cargo de financiar la investigación científica y que cuenta con 60.000 becas y un presupuesto anual de aproximadamente 35.000 millones de dólares. Hace poco, el Ejecutivo había anunciado una reforma drástica del sistema de reembolso de los costos de investigación cubiertos por los NIH; sin embargo, la Justicia suspendió la medida luego de que una coalición de universidades y estados demócratas elevara una demanda. De todos modos, no logró disipar las preocupaciones: por temor a una disminución duradera de los presupuestos, varias instituciones ya congelaron las contrataciones y comenzaron a eliminar puestos de trabajo.
Pelea por la caja
La educación superior no siempre ha sido objeto de polarización partidaria. Comenzó a serlo a partir de 1979 con la creación del Departamento de Educación, a finales de la presidencia de Jimmy Carter (1977-1981). Este nuevo ministerio validaba el espectacular auge del sistema educativo desde la Segunda Guerra Mundial, marcado por el fuerte crecimiento de las universidades públicas y la generalización del título universitario como vector de ascenso social. Su rol se mantenía limitado a una función administrativa: estaba a cargo de centralizar los datos estadísticos y coordinar los financiamientos federales, en un ámbito que competía, en lo esencial, a los estados federados –sobre todo en lo relativo a programas escolares–. Cuestionado desde 1981 con la llegada al poder de Ronald Reagan, quien intentó eliminarlo sin éxito, el Departamento de Educación –aunque en ocasiones estuvo dirigido por republicanos combativos como William Bennett (1985-1988) o Betsy Devos (2017-2021)– ha ido convirtiéndose poco a poco en un bastión de los demócratas. Las medidas tomadas en las últimas semanas para debilitarlo –la supresión de la mitad de sus 4.000 puestos de trabajo, sobre todo mediante salidas voluntarias o la no renovación de cargos temporales– anclan la acción de la administración de Trump en el imaginario del Partido Republicano.
Sin embargo, detrás de la guerra cultural se esconden cuestiones muy materiales. Siendo el ministerio más pequeño en términos de personal –representa menos del uno por ciento del empleo federal–, el Departamento de Educación gestiona cerca del cuatro por ciento del presupuesto del Estado. Administra, sobre todo, los 1.600 millones de dólares de la deuda estudiantil que contraen más de 43 millones de estadounidenses, a los que se suman unos 80.000 millones de dólares en ayudas que se otorgan a los estudiantes con menos recursos cada año3.
La deuda estudiantil, en particular, se ha convertido en un factor importante de la ecuación presupuestaria4. Pesa sobre las finanzas públicas y frena el consumo de los hogares. Un estudio de 2024 estima que cada porcentaje de aumento en la relación deuda/ingreso de los graduados tiene un efecto recesivo tres veces más fuerte sobre su consumo5. Fue por eso que el gobierno de Joe Biden intentó cancelar por decreto una parte de los préstamos contraídos por los prestatarios más humildes, pero la Corte Suprema invalidó el proyecto, bajo el argumento de que excedía las atribuciones del Poder Ejecutivo. En paralelo, los demócratas que estaban en el poder decidieron prorrogar la moratoria –aplicada durante la pandemia– sobre los pagos, pero la administración Trump anunció en abril el fin de esta medida. El número de prestatarios en mora, que hoy se estima en cinco millones aproximadamente, no para de aumentar6.
El incremento de la deuda estudiantil, que se volvió exponencial después de 2008, se combina con el alza de los gastos de inscripción: aumentaron un 150 por ciento desde 1990, llegando a tener un costo actual de entre 30.000 y 60.000 dólares al año en las instituciones más codiciadas7. Para aprovechar este flujo de dinero, las universidades multiplicaron las inversiones en los servicios llamados “de vida estudiantil” y transformaron los campus en auténticos complejos hoteleros de lujo. Así, la Universidad de Luisiana destinó 85 millones de dólares a la creación de un parque acuático que se asemeja a un río lento y que forma las letras “LSU”, su sigla. Stanford, a las puertas de Silicon Valley, recaudó 6.000 millones de dólares entre 2006 y 2011, de los cuales varios cientos se destinaron a ampliar cafeterías, salas comunes y residencias para estudiantes; la universidad movilizó a su propio equipo de arquitectos para construir un centro deportivo ultramoderno de 7.000 metros cuadrados en los alrededores de un campus que ya contaba con un campo de golf, un haras y un estadio para 50.000 personas. En promedio, las grandes universidades de investigación destinan tanto a la administración y a los servicios estudiantiles como a la enseñanza, es decir, cerca del 40 por ciento de su presupuesto8.
Las exenciones fiscales otorgadas a sus acreedores permiten a las instituciones universitarias endeudarse a tasas muy bajas –de entre el uno y el tres por ciento–, a menudo inferiores a las del Tesoro, lo que les ha posibilitado acumular considerables patrimonios. Columbia sería hoy el mayor propietario de Manhattan; en su parque inmobiliario puede alojar a parte de su personal a precios de mercado y –según un esquema casi feudal– combinar, al mismo tiempo, las funciones de arrendador y empleador.
Una parte creciente de esa riqueza toma la forma de activos financieros. Los fondos de dotación (endowments en inglés), que se abastecen, entre otras cosas, de las donaciones de exalumnos –quienes encuentran en ellas tanto un nicho fiscal como la promesa implícita de un trato preferencial para la admisión de sus hijos9–, alcanzan decenas de miles de millones en las universidades mejor dotadas. El de Columbia pasó, gracias a las ayudas públicas relacionadas con el covid-19, de 11.000 millones de dólares a casi 20.000 millones entre 2020 y 2022. Su rentabilidad promedio ronda el ocho por ciento, con una fiscalidad casi nula (1,4 por ciento). Hoy, la fortuna acumulada supera los 870.000 millones a nivel nacional10. Lejos de las polémicas sobre el antisemitismo, durante un debate en la Cámara de Representantes en enero, algunos congresistas republicanos propusieron elevar el impuesto al 14 por ciento, es decir, a la tasa mínima de imposición sobre la plusvalía.
Por momentos, las grandes universidades estadounidenses se asemejan más a fondos de inversión que a lugares dedicados al conocimiento. No es casual que el salario astronómico de Bollinger –cerca de cuatro millones de dólares ya en 2013– haya sido ligeramente inferior al del director financiero de Columbia. La perspectiva que genera revuelo, difundida por parte de la prensa europea, acerca de un éxodo de investigadores que huyen del autoritarismo trumpista proviene del terreno de la fantasía. Una comparación entre Estados Unidos y Francia habla por sí sola: 50.000 millones de dólares en endowment para Harvard, frente a unos 100 millones de euros en fondos propios para el instituto Sciences Po o la Escuela Politécnica. Un profesor titular estadounidense puede aspirar con facilidad a un salario superior a los 200.000 dólares anuales –incluso en humanidades–, mientras que su homólogo francés alcanza como máximo los 70.000 euros brutos al final de su carrera.
Huellas de la crisis
Las turbulencias actuales corren más bien el riesgo de traducirse en un aumento de la brecha tecnológica con China. Pekín ya supera a Washington en el ámbito de las solicitudes de patentes: 60.000 al año frente a 40.000. Así, los recortes decididos por la Casa Blanca resultan contradictorios con la promesa trumpista de una nueva revolución industrial, que –se suponía– debía relanzar el crecimiento mediante la innovación. “Uno de los objetivos de estas medidas podría ser la privatización de parte de las infraestructuras de investigación en beneficio del sector tecnológico –afirma Riley–. Las grandes empresas del mundo digital ya casi funcionan como universidades: emplean investigadores, publican en revistas científicas y forman a sus ingenieros internamente”.
Durante mucho tiempo, el capitalismo estadounidense sacó ventaja de las subvenciones a las universidades: la ley Bayh-Dole, adoptada en 1980, permitió a las empresas patentar descubrimientos provenientes de investigaciones parcialmente financiadas por el Estado. En ese momento, se trataba de contrarrestar la competencia de Asia oriental –en especial la japonesa–, que se beneficiaba de los descubrimientos pagados por el contribuyente estadounidense. Los gigantes del sector digital quizá consideren que la envergadura que tienen hoy les permite prescindir de la colaboración con las universidades, con todos los inconvenientes que ello implica, como los contratos vitalicios y la fuerte sindicalización del cuerpo docente.
Los recortes en créditos federales, junto con el endurecimiento del acceso a la ayuda financiera para los estudiantes, afectarán en primer lugar a las universidades de tamaño medio y acentuarán el carácter plutocrático del sector. Las fusiones y quiebras –una cincuentena al año en los últimos tiempos– podrían acelerarse, sobre todo en las universidades públicas regionales y en las pequeñas universidades llamadas “de artes liberales”. En cualquier caso, la crisis actual dejará huellas en todo el sistema: en Columbia renunciaron dos presidentas en pocas semanas, en medio de tensiones entre, por un lado, las escuelas de medicina e ingeniería y, por otro, los departamentos de ciencias humanas. No obstante, las instituciones con mayores recursos podrán recurrir a sus reservas, solicitar el apoyo de sus respectivos estados (California, Massachusetts, Illinois, etcétera), o activar sus redes de exalumnos. También podrán endeudarse, aprovechando el beneficio fiscal de que gozan y que ahora la administración Trump amenaza con cuestionar. Así fue como Harvard, Brown y Princeton recaudaron varios cientos de millones de dólares en las últimas semanas mediante préstamos en forma de bonos. Algunas universidades aprovecharán esta situación para reorientar sus actividades hacia disciplinas consideradas estratégicas, en detrimento de aquellas menos rentables (y más vigiladas políticamente), como la antropología o la literatura.
Desprestigio y caída
Este estrechamiento del perímetro universitario también puede entenderse como un amoldamiento a las realidades demográficas del país. La caída de la natalidad desde la crisis de 2008 viene sacudiendo un modelo basado en el crecimiento continuo del número de estudiantes. Hasta hace poco, las universidades compensaban este relativo declive demográfico con la afluencia de estudiantes chinos –que pasaron de 120.000 a 370.000 entre 2010 y 202011– dispuestos a pagar precios elevados por un título estadounidense. Sin embargo, esta fuente de ingresos resulta cada vez menos viable a medida que se intensifica el desacoplamiento entre ambas potencias y se endurecen las condiciones para obtener visados.
Además, el aumento desmedido de las matrículas y la precarización del empleo para los graduados han generado un debate sobre el lugar que ocupa la universidad en la economía estadounidense. Puesto que, si bien la educación superior sigue siendo, en promedio, una inversión rentable, las encuestas de opinión muestran que el valor del título está siendo cada vez más cuestionado.
Mientras que las épocas de crisis económica solían aumentar el interés por la enseñanza superior –que se convertía en un refugio frente a la precariedad laboral–, el episodio del covid-19 contribuyó, por el contrario, a su declive. Las bibliotecas, que en algunos casos solían estar abiertas las 24 horas del día, redujeron los horarios y el personal al mínimo, lo que convirtió uno de los símbolos del prestigio de las universidades estadounidenses en un simple recuerdo folclórico. Una encuesta publicada en 2022 indicaba que más de dos tercios de los estudiantes acudían a las bibliotecas menos de cinco veces por semestre12. Esta tendencia ya se había manifestado antes de la pandemia: en 2019, la revista mensual The Atlantic ya decía que los libros de las bibliotecas universitarias se estaban convirtiendo en papel pintado13. La banalización de la modalidad “a distancia”, combinada con el clima de tensión desde la reelección de Trump –entre presencia policial, controles de identidad y amenazas de arresto–, no ha contribuido a restaurar la imagen del campus como entorno de vida.
En estas condiciones, resulta difícil justificar cuatro años de estudios de grado a un costo de más de 150.000 dólares –que no ofrece garantías a la hora de conseguir un empleo–, cuando una formación para electricista cuesta menos de 20.000 dólares y promete un salario de 60.000 dólares antes de los 25 años. Ahora, la mística del autodidacta, tan apreciada por Elon Musk y Mark Zuckerberg, parece estar ganando terreno en la opinión pública. Según una encuesta reciente, más de uno de cada dos egresados de la generación Y (30-45 años) y casi la mitad de los de la generación Z (menores de 30 años) creen que podrían desempeñar su trabajo actual sin haber pasado por la universidad. Este sentimiento coincide con datos estructurales: según un estudio independiente, más de la mitad de los jóvenes egresados, un año después de terminar sus estudios, ocupan un puesto que no requiere formación universitaria, y casi tres cuartas partes de estos “subempleados” se mantienen en la misma situación diez años más tarde14.
Los propios demócratas han intentado defenderse de la acusación de ser un partido elitista que favorece a quienes poseen capital cultural en detrimento de los trabajadores manuales. En este sentido, en febrero de 2023, en su discurso sobre el estado de la Unión, el entonces presidente Joe Biden destacó que muchos de los empleos creados gracias a ayudas federales por una fábrica de Intel en Ohio –con una remuneración promedio de 130.000 dólares anuales– no requerían un título universitario. Asimismo, al año siguiente, en la convención demócrata, el expresidente Barack Obama insistió sobre este tema: “El título universitario no debe ser la única vía posible para acceder a la clase media. [...] Necesitamos un presidente que se preocupe por los millones de estadounidenses que, cada día, realizan un trabajo esencial, a menudo ingrato, cuidando a nuestros enfermos, limpiando nuestras calles, repartiendo nuestros paquetes”.
¿Reconversión de la mano de obra?
Ahora bien, algunas empresas cuentan con que el declive de la enseñanza superior permitirá, en un futuro próximo, reubicar parte del personal de los establecimientos universitarios en otros sectores. Con más de 3,5 millones de asalariados, de los cuales cerca del 60 por ciento desempeña funciones no académicas, las universidades siguen siendo uno de los principales semilleros de empleos del país. La reconversión de esta mano de obra, en particular hacia la industria, podría transformarse en una cuestión clave para la administración Trump, comprometida con su promesa de limitar el recurso a la inmigración. Grandes corporaciones y grupos empresariales de presión llevan años alertando sobre la escasez de técnicos capacitados o poco capacitados: el año pasado, la Asociación Nacional de Manufacturas contabilizó 600.000 puestos vacantes y prevé más de dos millones para 203015.
Entonces, a más largo plazo, será necesario contar con una gran parte de los jóvenes que ingresan tempranamente al mercado laboral. Las inscripciones en programas de aprendizaje han aumentado un 85 por ciento entre 2015 y 202416. Tesla lanzó un programa académico de 14 semanas en sus propias cadenas de montaje. A pesar de la relación tensa con Berlín, Trump ha elogiado en repetidas ocasiones el sistema alemán de formación profesional, por el que pasa más del 70 por ciento de una cohorte generacional, aunque no sin efectos secundarios: selección escolar desde los 11 años, dependencia estructural del empleador, baja capacidad de adaptación ante rupturas tecnológicas. Esta evolución beneficiaría tanto a la industria como al sector de la enseñanza con fines de lucro –gran proveedor de programas académicos llamados “profesionalizantes”–, que Trump integró a su clientela desde hace tiempo. Este es uno de los aspectos clave del debate sobre la “acreditación”, el mecanismo –supervisado por el Departamento de Educación– que condiciona el acceso de las universidades a los fondos públicos. Trump planea convertirlo en su arma para la batalla en curso.
Sin embargo, la sola reindustrialización no bastaría para absorber una disminución significativa del acceso a los estudios superiores, que en 2022 todavía involucraba al 39 por ciento de los jóvenes de entre 18 y 24 años, una cifra que supera a la media de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE)17. Las altas tecnologías, promovidas por el entorno de Trump como motor de la recuperación productiva, generan pocos empleos, y probablemente van a generar cada vez menos a medida que la inteligencia artificial reemplace a desarrolladores, ingenieros de sistemas, analistas de datos, etcétera. Con una tasa de desempleo inferior al ocho por ciento entre los jóvenes de 18 a 24 años, Estados Unidos sigue siendo una excepción dentro de la OCDE, lejos del 15 al 20 por ciento observado en varios países europeos. Si los próximos años llegaran a marcar el fin de esta anomalía bastante envidiable, Trump y su partido no sacarían ventaja política de ello.
Martin Barnay, sociólogo. Traducción: Paulina Lapalma.
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Véase Eric Alterman, “Macartismo trumpista”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, mayo de 2025. ↩
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Matthew Haag y Katherine Rossman, “Decades ago, Columbia refused to pay Trump $400 millions”, The New York Times, 21-3-2025. ↩
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“US Department of Education to begin federal student loan collections, other actions to help borrowers get back into repayment”, Departamento de Educación, 21-4-2025; ver también “États-Unis. Orientations stratégiques”, CurieXplore, 8-2-2022. ↩
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Ver Christopher Newfield, “Aux États-Unis, la dette étudiante, bombe à retardement”, Le Monde diplomatique, setiembre de 2012. ↩
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Melanie Hanson, “Economic effects of student loan debt”, educationdata.org, 25-11-2024. ↩
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Annie Nova, “Trump administration restarts student loan collections for millions in default after years-long pause”, cnbc.com, 5-5-2025. ↩
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C. J. Libassi, Jennifer Ma y Matea Pender, “Trends in college pricing and student aid 2020”, College Board, New York, 2020. ↩
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“Fast facts”, National Center for Education Statistics (NCES). ↩
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Ver Richard D. Kahlenberg, “Comment papa m’a fait rentrer à Harvard”, Le Monde diplomatique, junio de 2018. ↩
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“US higher education endowments report 6.8 per cent 10-year average annual return, increase spending to a collective $30 billion”, nacubo.org, 12-2-2025. ↩
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“China’s globetrotting students are getting back on the road”, The Economist, Londres, 27-11-2021. ↩
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Lisa Peet, “LJ’s college student library usage survey reveals positive views, inconsistent engagement”, libraryjournal.com, 4-5-2022. ↩
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Dan Cohen, “The books of college libraries are turning into wallpaper”, The Atlantic, Washington, DC, 26-5-2019. ↩
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Suzanne Blake, “Nearly half of college grads polled say degree unnecessary for current job”, newsweek.com, 17-10-2024; Andrew Hanson y otros, “Talent disrupted: College graduates, underemployment, and the way forward”, burningglassinstitute.org, febrero de 2022. ↩
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“2.1 million manufacturing jobs could go unfilled by 2030”, nam.org, 4-5-2021. ↩
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“All aboard the apprenticeship: Assessing the changing face of registered apprenticeships”, comunicado de la Casa Blanca, bidenwhitehouse.archives.gov, 20-11-2024. ↩