Antártida y sus galaxias. De Diego Recoba. Estuario; Montevideo, 2025. 300 páginas, 690 pesos.

Apenas terminé de leer (devorar es el verbo adecuado) Antártida y sus galaxias, volví a una lectura que en principio no tiene nada que ver: Píldora roja (2020), del londinense Hari Kunzru, y digo en principio, aunque soy de los que creen que todo se relaciona y que cuando se habla del algoritmo —ay, el algoritmo, esa letanía aburrida de los usuarios alienados de aplicaciones y buscadores posgoogle— no se habla ni más ni menos que de la historia de siempre. Porque sepan que todo se relacionó siempre: partículas, Estados, mentes, colisiones sensoriales y batallas culturales. Sí, dije batallas culturales, aunque no sean exactamente las que ahora quieren poner de moda los bots de ultraderecha.

En Píldora roja sucede una historia paralela a la de Antártida cuando se cuenta sobre Monika, una chica punk que forma una banda de chicas en Berlín Oriental y se ve enredada entre agentes secretos del este y el oeste que se disputan el control de la movida musical. Ambas novelas se mueven en terreno especulativo, lo hacen muy bien, y llegan a similares escenarios, y no es el algoritmo, es la vida misma. Algunas obras de ficción, como estas, son clave en la disputa de relatos hegemónicos, pero esas disputas no se dan solamente en el terreno de la ficción.

Vuelvo a Recoba. Entre sus antecedentes están las novelas Locas pasiones (2019) y El cielo visible (2023). Si bien Antártida y sus galaxias es la última en publicarse, fue escrita temporalmente entre las otras dos. Además de sus influencias lisérgicas de Roberto Bolaño y César Aira, tiene el desparpajo de Locas pasiones mezclado con varias dosis de incorrección político-cultural que tienen un antecedente de no ficción, si tomamos en cuenta que en 2020 Recoba eligió el disco Sobredosis de Karibe con K para meter tropical y autobiografía barrial en la colección Discos de Estuario. Se metió en los márgenes de la música uruguaya, en la zona poco prestigiosa, turbia, desplazada por la intelligentzia, porque tiene claro que en la disidencia está el lugar correcto para moverse en esto de las batallas culturales.

No es el único caso en la literatura uruguaya reciente. Lalo Barrubia, que pudo haber sido prima o amiga de Antártida, publicó Ferrocarriles (2023), dedicado a los arrebatos pop de Jorge Galemire. En su libro, también newparisino (la nomenclatura es de Mercedes Estramil), más exactamente del lejano oeste montevideano, se respira contracultura y todo eso que no aparece en la historia oficial (en el caso montevideano, saturada de relatos del rock posdictadura de aires punk). Hay que leer a Lalo, en su versión “libro sobre disco”, y también en la contracara de ficción, esa novela llamada Rompe la quietud (2019) protagonizada por un percusionista cercano a Galemire enamorado de una chica que en definitiva es la voz literaria de Ferrocarriles.

Otro caso de escritor que se dedica a esta tipología de batalla cultural y se suma a Recoba y Barrubia es José Arenas, con sus libros sobre Gustavo Nocetti, El favorito de los hados (2021), en el que recupera la épica del último gran tanguero montevideano (otra figura marginal y despreciada en los 1980), y sobre un disco Laura Canoura, Pasajeros permanentes (2023), en el que desarrolla un juego de ficción sobresaliente para homenajear y visibilizar el mapa de las músicas que se abrieron paso en una escena de cantopopu y rock ochentero que sólo les daba lugar como coristas o fans.

Las conexiones de los libros de Recoba con los de Arenas y Barrubia son notorias, en la superficie musical sobre todo, pero los tres tienen en común una mirada crítica y clasista. Ninguno de los tres está narrando desde el centro montevideano ni desde sus barrios costeros. Lo que se narra tiene que ver con el barrio, con el barro, con un pop tercermundista que implica desmontar los relatos hegemónicos del rock y de la clase media bienpensante.