La muerte de Hassan Nasrallah, secretario general y guía religioso del Hezbollah libanés, fue anunciada el sábado 28 de setiembre de 2024, día del aniversario del fallecimiento del presidente egipcio Gamal Abdel Nasser, el padre del panarabismo. Nasser murió de un infarto en 1970, tres años después de su humillante derrota en la guerra de los Seis Días –la naksa, que en árabe quiere decir el “revés”–, en la que Israel logró conquistar Cisjordania, Jerusalén Este, la Franja de Gaza, los Altos del Golán y el Sinaí. Nasrallah fue víctima de un conjunto de 80 bombas lanzadas por la aviación israelí sobre su cuartel general de Haret Hreik, en las afueras del sur de Beirut. Unas horas antes, el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, se había dirigido a la Asamblea General de las Naciones Unidas y había calificado a Hezbollah de “foco purulento de antisemitismo” y prometido continuar su ofensiva en Líbano. Nasrallah no era un terrorista como los demás, declaró Netanyahu tras el anuncio de la muerte del dirigente chiita libanés: era “el” terrorista por excelencia.

Para el presidente estadounidense de entonces, Joe Biden, la muerte de Nasrallah “en parte hacía justicia” a todas las víctimas de Hezbollah desde 1983, año en que se llevaron a cabo los atentados con bombas contra la embajada de Estados Unidos y el cuartel de los marines en Beirut. La número dos del gobierno de Biden, Kamala Harris, se apresuró a calificar al dirigente chiita de “terrorista que tenía las manos manchadas con sangre estadounidense”, como si Netanyahu y sus colegas tuvieran las manos limpias, como si fueran inocentes de la masacre de cientos de miles de civiles en Gaza y del violento desplazamiento de más del 90 por ciento de su población. Sin mencionar la ola de ataques y demoliciones perpetradas por los colonos israelíes en Cisjordania, o los bombardeos al sur de Líbano, el valle de Bekaa y Beirut tras los macabros ataques contra los bíperes y walkie-talkies de mediados de setiembre de 2024. En la contabilidad moral de Occidente, la sangre árabe no tiene el mismo valor que la sangre estadounidense o israelí.

Entre sus seguidores en Líbano, y para mucha gente fuera del mundo occidental, la figura de Nasrallah será recordada de una forma muy distinta: no como un “terrorista”, sino como un líder político y un símbolo de resistencia ante las ambiciones estadounidenses e israelíes en Medio Oriente. Aunque Hezbollah sigue siendo entendida como una organización militar conocida por sus espectaculares ataques contra los intereses occidentales, el “Partido de Dios” y su líder experimentaron una compleja evolución tras la guerra civil libanesa (1975-1990). De hecho, no se trata de una trayectoria excepcional en la región: Menajem Beguin e Isaac Shamir, exdirigentes del Likud, el partido de Netanyahu, empezaron su carrera política como “terroristas”. Beguin fue quien orquestó el atentado con bomba de 1946 contra el hotel King David de Jerusalén, que provocó la muerte de un centenar de civiles; por su parte, Shamir planificó en 1948 el secuestro y asesinato de Folke Bernadotte, representante de las Naciones Unidas en Palestina. Incluso una figura como Isaac Rabin, venerado por los sionistas progresistas como un artesano de la paz, no tenía las manos limpias: fue él quien supervisó en 1948 la deportación de cientos de miles de palestinos de las ciudades de Lod y Ramla y de los pueblos cercanos.

Inteligencia y pragmatismo

Al pasar de la violencia a la política, Nasrallah no hizo más que seguir los pasos de sus adversarios israelíes, cuyas carreras, se dice, estudió con mucha atención. A los 31 años asumió la dirección de Hezbollah, en 1992, después de que Israel asesinara a su predecesor, el líder Abbas al Musawi. En ese momento todavía era poco conocido fuera de los círculos internos del movimiento, aunque desde hacía cinco años era una de las figuras clave del Consejo de la Shura (principal órgano dirigente de “Hezb”). Decir que tuvo una mayor relevancia que Al Musawi sería un eufemismo: Nasrallah fue un líder de dimensión histórica, una de las grandes figuras que definió el Medio Oriente de las últimas tres décadas.

Era un fiel aliado de la República Islámica de Irán y un adepto al Wilayat Faqih, la doctrina iraní del Guía Supremo, pero estaba lejos de ser el ferviente “seguidor de la yihad y no de la lógica” que el periodista israelo-estadounidense Jeffrey Goldberg describió en la revista The New Yorker en 2002. Muy por el contrario, se caracterizaba por tener una inteligencia calculadora que rara vez dejaba que su pasión ideológica prevaleciera sobre su capacidad de razonar. Había entendido muy bien que los libaneses, incluso los chiitas, no eran fanáticos religiosos, y que un Estado islámico no estaba en el horizonte de Líbano, ni a corto ni a mediano plazo. Ni siquiera intentó imponer la sharia [ley islámica] a sus propios seguidores; las mujeres de su territorio, en las afueras del sur de Beirut, eran libres de vestirse como quisieran sin ser acosadas por la policía de la moral. Después de que Hezbollah liberó el sur del país en el 2000, Nasrallah hizo saber que no habría represalias contra los cristianos que habían colaborado con los invasores israelíes. Los culpables simplemente fueron llevados a la frontera y entregados a las autoridades de Israel. En cambio, los colaboradores chiitas no pudieron escapar de ser víctimas de actos de venganza.

Hasta el momento en que llevó a Hezbollah a la guerra de Siria para apoyar el régimen de Bashar al Asad –lo que le valió el odio de muchos de sus antiguos admiradores–, Nasrallah podía considerarse el último nacionalista árabe, el único dispuesto a enfrentarse a Israel y combatirlo hasta la tregua provisoria de 2006. Estaba orgulloso del desempeño de su partido en el campo de batalla, pero, impresionado por la ferocidad de los bombardeos israelíes, terminó reconociendo que las tomas de rehenes que había llevado a cabo su movimiento en territorio enemigo habían proporcionado a Tel Aviv una excusa para destruir regiones enteras del país del cedro, un error que se había jurado no repetir.

Además, Israel no era su único enemigo ni su única preocupación. En Líbano seguía siendo una figura controversial, incluso entre aquellos que le agradecían su lucha contra el invasor. Según algunos rumores, Nasrallah habría participado en el asesinato de comunistas libaneses en los años 1980 y habría estado directamente implicado en episodios de violencia y tomas de rehenes dirigidos contra los intereses occidentales. A medida que Hezbollah se empezó a transformar en un Estado dentro del Estado, mucho más importante y poderoso que el de Yasir Arafat [líder de la Organización para la Liberación de Palestina], los enemigos del Guía se multiplicaron en Líbano. No dudaba en usar su poder para explotar el mismo sistema político confesional que su movimiento había denunciado en 1985, para intimidar a opositores y, a veces, para asesinarlos; sus ataques también estaban dirigidos contra críticos chiitas del Partido de Dios, como el periodista Lokman Slim, que fue asesinado el 4 de febrero de 2021. Hezbollah también fue el responsable de algunos grandes hechos catastróficos que golpearon a Líbano en estos últimos años, desde el asesinato del ex primer ministro Rafiq Hariri en 2005 hasta la explosión de un depósito del puerto de Beirut en 2020 –en donde, según la sospecha de algunos, la milicia chiita guardaba nitrato de amonio–. A pesar de su esfuerzo por posicionarse como un árbitro imparcial, Nasrallah no dejó de ejercer todo su poder para bloquear una serie de investigaciones de corrupción muy difundidas. Incluso llegó a defender a Riad Salamé, el presidente del Banco del Líbano caído en desgracia después del colapso financiero de 2019. Quizá el líder de Hezbollah tuvo razón en apoyar la integración de su movimiento al corazón del sistema político local, pero sus detractores también tenían razón cuando profetizaban que el sistema libanés iba a corromper al Partido de Dios y degradar la reputación de integridad de su líder.

Lo cierto es que ninguna decisión de Nasrallah fue tan perjudicial para la reputación de su organización como la de intervenir en 2013 en la guerra civil siria a favor de la dictadura; por lo tanto, no resulta para nada sorprendente que algunas víctimas del régimen de Bashar al Assad hayan expresado su alegría ante las recientes derrotas de Hezbollah. Es probable que las motivaciones de Nasrallah fueran pragmáticas: Al Assad formaba parte del “eje de la resistencia” y su caída habría impedido a las milicias chiitas enviar armas desde Irán a Líbano a través de la frontera siria. Otro peligro desde su punto de vista: la creciente fuerza de los yihadistas sunnitas dentro de la oposición siria. Sin embargo, Nasrallah siempre se presentó como el defensor de los oprimidos, y son muchos los que no perdonaron a los combatientes de Hezbollah el hecho de haber participado en una guerra de represión despiadada.

La decisión que tomó Nasrallah contribuyó a preservar el régimen de Assad y fortaleció los lazos de Hezbollah con Rusia; pero también resultó tan ruinosa como la intervención de Egipto en la guerra civil en Yemen del Norte en los años 1960, a la que Nasser describía como su “Vietnam”. Aunque Hezbollah perdió miles de combatientes, se convirtió ante todo en el partido de la contrainsumisión, contra otros árabes, y su colaboración con los servicios de inteligencia sirios y rusos lo volvió vulnerable a la infiltración de Estados Unidos e Israel. Durante la guerra de 2006, los milicianos chiitas libaneses se enfrentaron a soldados. Su política de tierra quemada en Siria parecía no haber tenido mucho cuidado por evitar las víctimas civiles.

En la mira de Israel

Después de 2006, Hezbollah sólo participó en enfrentamientos ocasionales contra el ejército israelí, por lo general alrededor de las granjas de Shebaa, una parcela de territorio que los chiitas dicen que pertenece a Líbano, mientras que los israelíes afirman que forma parte de los Altos del Golán (un territorio cuya anexión en 1981 no es reconocida por Naciones Unidas). Por lo demás, la frontera se mantuvo en relativa calma, a tal punto que los radicales sunnitas libaneses acusaron a Nasrallah de ser “un guardia fronterizo de Israel”. Todo cambió el 8 de octubre de 2023, cuando el Guía decidió abrir un “frente norte” para apoyar a Hamas y a la población de Gaza.

Todos los periodistas israelíes, tanto de izquierda como de derecha, afirmaron que Hezbollah no tenía ningún motivo para lanzar proyectiles hacia el norte de Israel y que había decidido deliberadamente desencadenar este nuevo conflicto. Nasrallah ubicaba a su formación “en el corazón del conflicto árabe-israelí al que veía como un todo imposible de dividir. En última instancia, una única y misma realidad”1. Para este partido, asumir sus responsabilidades dentro del “eje de la resistencia” significaba reducir la presión que se ejercía sobre su aliado en Gaza. En Occidente, los ataques de Hezbollah en el norte de Israel, que llevaron a la evacuación de más de 50.000 civiles israelíes, fueron denunciados como terrorismo. Sin embargo, muchos palestinos valoraron este apoyo, sobre todo frente a la pasividad total de sus otros dirigentes árabes, incapaces de acudir en ayuda de la población de Gaza.

Nasrallah había apostado que, al atacar las infraestructuras militares y al evitar al máximo las víctimas civiles, podría demostrar un verdadero apoyo a la población de Gaza y forzar a Israel a negociar un alto el fuego con Hamas, todo esto sin llegar a una escalada en la frontera israelí-libanesa. Lo hizo estando al tanto de que la mayoría de los libaneses se oponían a una guerra con Israel, incluyendo muchos chiitas, así como sus aliados en Teherán, quienes deseaban preservar el arsenal de Hezbollah en caso de un ataque israelí contra Irán. El Guía también tenía que proteger la imagen de su movimiento como defensor de la causa palestina. De ahí su insistencia en aclarar que no se trataba de una gran batalla apocalíptica, sino de una estrategia para poner fin a la agresión israelí en Gaza: Hezbollah habría cesado los ataques con proyectiles tan pronto como se lograra un alto al fuego entre Tel Aviv y Hamas.

Si bien en el pasado Nasrallah se había ganado el respeto de los árabes y de los responsables israelíes por su habilidad para leer sus verdaderas intenciones, esta vez no sólo subestimó a su enemigo, sino que también mostró una ingenuidad sorprendente respecto al verdadero equilibrio de las fuerzas. Aunque Hezbollah hubiera logrado una disuasión mutua con su vecino meridional, los israelíes no hubieran aceptado esa situación de buena gana. El 8 de octubre de 2023, al intentar crear un vínculo entre el norte de Israel y Gaza lanzando proyectiles “en solidaridad” con los palestinos, Nasrallah en realidad le ofreció a Netanyahu la excusa que estaba buscando desde hacía tiempo para redefinir las “reglas del juego” que regían la frontera desde 2006.

Al día siguiente de los ataques del 7 de octubre de 2023, el ministro de Defensa israelí, Yoav Gallant, hubiera querido atacar primero a Hezbollah, no a Hamas. Netanyahu rechazó sus consejos, pero la guerra contra la milicia chiita, para la que Israel se venía preparando desde 2006, se mantuvo en el centro de las preocupaciones del primer ministro. Por lo tanto, durante 11 meses Israel bombardeó el sur de Líbano, lo que provocó la muerte de varios cientos de personas y forzó a otras 100.000 aproximadamente a huir de sus hogares –un éxodo que, no obstante, generó muchos menos problemas en la conciencia occidental que el de los israelíes del otro lado de la frontera–. Cerca del 80 por ciento de los ataques perpetrados en la región fronteriza fueron obra del ejército israelí. Sin embargo, los medios de comunicación estadounidenses nunca remarcaron esta disparidad: cuando los árabes huyen de la violencia de Israel, se habla como si fuera una catástrofe natural y se utiliza la voz pasiva para relatar los sucesos.

Los atentados a los bíperes y a los walkie-talkies del 17 y 18 de setiembre de 2024, que mataron a decenas de personas y dejaron miles de heridos, demostraron que Nasrallah y Hezbollah estaban directamente en la mira. Esos ataques no sólo destruyeron el sistema de comunicación de la milicia chiita, sino que también revelaron la amplitud de la infiltración israelí en su partido y eso los paralizó. Luego, el bombardeo mortal de Beirut causó, desde el primer día, más muertes que las que se han contabilizado en cualquier otro día desde el final de la guerra civil, así como también el asesinato de Nasrallah y de buena parte del estado mayor de Hezbollah. Hoy en día hay cerca de 1.200.000 personas desplazadas en Líbano y se calculan más de 2.000 muertos.

Netanyahu había advertido al gobierno libanés específicamente en su cuenta de X que, si no eliminaba a Hezbollah –algo que es por completo incapaz de hacer, más allá de su voluntad–, Líbano conocería “destrucciones y sufrimientos parecidos a los que hemos visto en Gaza”. En paralelo, los incondicionales de Israel afirman en el extranjero: “No invade Líbano, lo libera”, para retomar las palabras de un tuit de Bernard-Henri Lévy. La invasión de 1982 ya había sido presentada al público con el nombre de “operación paz en Galilea”. En ese momento, no sólo no logró destruir la resistencia palestina, sino que provocó la creación de una organización combatiente todavía más eficaz: Hezbollah. Asimismo, en medio del estruendo de la guerra de 2006, mientras Israel bombardeaba el sur de Líbano y Beirut, la secretaria de Estado de George Bush, Condoleezza Rice, afirmaba percibir los “dolores del parto de un nuevo Medio Oriente”.

Los israelíes dicen no haber tenido alternativa, lo cual es manifiestamente falso. Se podrían haber esforzado para lograr un alto al fuego en Gaza. También podrían haber aceptado la propuesta franco-estadounidense –aprobada por Nasrallah– de una pausa de 21 días en los enfrentamientos en Líbano, que a Hezbollah le habría permitido replegarse al otro lado del río Litani. Como lo subrayó el 26 de setiembre de 2024 John Kirby, vocero del gobierno de Biden sobre los asuntos de seguridad nacional, dicha propuesta “no fue elaborada de la nada, sino tras una consulta minuciosa no sólo con las partes firmantes, sino también con el propio Israel”. En cambio, como ya lo había hecho en varias ocasiones durante las negociaciones sobre Gaza, Netanyahu sugirió a los estadounidenses una propuesta de alto el fuego que no tenía ninguna intención de cumplir, al mismo tiempo que conspiraba para asesinar a los responsables con los que se suponía que iba a negociar dicha tregua: primero Ismail Haniyeh, exlíder de la oficina política de Hamas, asesinado en Teherán el 31 de julio de 2024, y luego Hassan Nasrallah.

Una ofensa para Irán

Si bien se supone que el poder no debería tener un carácter personalizado dentro de Hezbollah, las habilidades de líder de Nasrallah eran evidentes y su muerte es un golpe muy duro, incluso fatal; también es una gran ofensa para Irán. El 1° de octubre de 2024, prácticamente sin previo aviso, como respuesta manifiesta al asesinato de Nasrallah y Haniyeh, Teherán lanzó cerca de 200 misiles balísticos contra Israel, que ocasionaron pocos daños, pero alcanzaron algunas bases militares y mataron a un palestino en Cisjornadia.

Dos días después, el 3 de octubre, el gobierno de Netanyahu asesinó al primo de Nasrallah, Hachem Safieddine, a quien muchos consideraban su sucesor, así como al “reemplazo de su reemplazo” (según las palabras de Netanyahu). Decenas de miles de civiles libaneses, incluidos muchos refugiados sirios, cruzaron la frontera hacia Siria. Una semana más tarde, el día 10, en el centro mismo de la capital libanesa, 22 personas fueron asesinadas durante un ataque aéreo cuyo objetivo era otro dirigente de Hezbollah. El aniversario del 7 de octubre de 2023 dio lugar a una ola de conmemoraciones en Israel; a la expresión de la tristeza nacional de los judíos israelíes se mezcló el placer de la venganza y el de saborear de nuevo el poder de “disuasión” de su país.

Al igual que otros frentes secundarios abiertos en períodos de relativo apaciguamiento del conflicto –el bombardeo francés de Túnez en 1958, el bombardeo estadounidense de Camboya en 1969-1970–, es probable que la ofensiva contra Líbano sólo haya brindado un consuelo efímero. Hezbollah se reconstruirá lentamente y sus líderes asesinados serán reemplazados por una nueva generación de dirigentes igual de radicalizados que no habrán olvidado los estragos que Israel provocó en Líbano –los cadáveres, las víctimas mutiladas y el éxodo masivo causado por una de las campañas de bombardeos más intensas del siglo XXI–. La muerte de Hassan Nasrallah es un revés tan humillante para su movimiento como lo fue la derrota de Nasser en 1967 para la causa árabe. Pero nada alimenta más a la resistencia que la humillación.

Adam Shatz, jefe de redacción de la revista The London Review of Books para Estados Unidos y autor de Frantz Fanon. Une vie de révolutions, París, La Découverte, 2024. Traducción del inglés al francés: Marc Saint-Upéry. Traducción del francés al español: Paulina Lapalma.


  1. Declaraciones obtenidas por el autor el 13 de mayo de 2004 para la revista The New York Review