En el centro de Varsovia se encuentra Nowy Swiat, la calle del Nuevo Mundo. Construida en el siglo XVIII y principios del siglo XIX en estilo neoclásico, y luego reconstruida de forma casi idéntica tras la destrucción de la capital polaca por la Alemania nazi en 1944, representa el corazón palpitante de la Polonia burguesa. Aquí, los ganadores de la “transición” posterior a 1989 se sientan en bares caros, compran a precios desorbitados y pasean por anchas veredas hacia la trampa para turistas en que se ha convertido el Casco Viejo. Apenas llama la atención el bar Familijny, un pequeño establecimiento sin pretensiones situado junto a un café “de estilo francés” llamado Croque Madame, frente al Thai Bali Spa. Una vez cruzada la puerta, el visitante se ve arrojado a una zona totalmente distinta del intercambiable paisaje urbano del eurocapitalismo contemporáneo.

El bar Familijny (“bar familiar”) es un ejemplo típico, aunque inusualmente situado en el centro de la ciudad, de lo que en Polonia se conoce como bar mleczny: un bar lácteo. Lo primero que llama la atención es el menú, extraordinariamente económico. Una vez elegido el pedido, se hace la fila en un pequeño mostrador donde se indica lo que se quiere comer y se recibe a cambio un pedazo de papel. A continuación, se pasa a un mostrador más grande, abierto a la cocina, donde un empleado en uniforme, normalmente de mediana o avanzada edad, deposita los elementos de su comida. Uno toma asiento en la sala, disfruta de su comida y luego apoya el plato y los cubiertos en un estante: ¡al diablo con la servidumbre del camarero! El sistema tiene sus inconvenientes, como la falta de baños y la amable exhortación de la larga fila de espera a no demorarse. Pero, por un valor equivalente a cinco euros, se obtiene una comida decente compuesta de una sopa, un plato principal y una porción de torta, antes de volver al trabajo.

Aunque el menú de un bar lácteo estándar cambia de manera regular en función de las reservas en el depósito y el estado de ánimo de quien lo maneja, siempre gira en torno a las especialidades tradicionales polacas. Un bortsch (barszcz, en estos lares) o una sopa de harina de centeno fermentado (zurek), seguido de ravioles (pierogi) con diversos rellenos, acompañados de ensalada de zanahoria, kasza de trigo sarraceno o papas, y luego, una porción de torta. Todo ello regado con un vaso de kompot, una bebida de fruta triturada. Elaborados con productos frescos cultivados en la zona, estos platos deleitan el cuerpo, si bien no sorprenden al paladar.

La idea de un restaurante comunal cuya atención servil está proscrita, las propinas son inexistentes y se habla por los codos se remonta a los primeros tiempos del socialismo utópico europeo, a principios del siglo XIX. Se encuentra en las cooperativas obreras del norte de Inglaterra y en los amplios refectorios utópicos de Charles Fourier, algunos de los cuales fueron construidos en New Lanark (Escocia) por Robert Owen. En Polonia se cree que el bar lácteo surgió a fines del siglo XIX, cuando la mayor parte del país, incluida Varsovia, fue anexionada a la Rusia zarista. La idea era disponer de alimentos producidos en las cercanías por agricultores polacos, sin alcohol que perturbara el ánimo de los trabajadores y con poca carne, lo que abarataría la comida y la haría más sana. De hecho, casi todos los bares lácteos de Polonia abrieron entre 1945 y 1989, convirtiéndose en el modelo local de los comedores comunales baratos construidos y fomentados por los gobiernos socialistas.

Desde el principio, los intelectuales bolcheviques concedieron la máxima importancia a la comida colectiva. Tanto Lenin como pensadoras explícitamente feministas como Alexandra Kolontái asignaron al gobierno surgido de la Revolución de Octubre de 1917 la tarea de emancipar a las obreras de la “esclavitud de la cocina” que comenzaba cuando terminaba su jornada de trabajo en la fábrica.

En los años 1920, el propio diseño de las viviendas animaba a veces a sus residentes a comer en colectivo. En el edificio para empleados de la Oficina del gobierno soviético de Finanzas (Narkomfin) de Moscú, los departamentos dúplex estaban unidos por una pasarela a un restaurante, una biblioteca, una guardería y un gimnasio, con un jardín en la terraza. En el interior, las cocinas eran minúsculas o inexistentes: siempre se podía comer en el restaurante común o, en su defecto, llevarse la comida a casa. Para el arquitecto constructivista Moiséi Ginzburg, esta disposición pretendía liberar a los residentes de la esclavitud de los hornos. En la época de Stalin, la cultura alimentaria soviética se jerarquizó. Los sueños vanguardistas de amplios comedores metódicamente organizados y administrados por trabajadores felices y conscientes se desvanecieron en favor de restaurantes de lujo para la nomenklatura, refectorios de fábrica para el proletariado y, en el medio, las stolovaya, una red de cantinas públicas que cubre el país y que tuvo su mayor punto de desarrollo durante los años de Nikita Kruschev (1953-1964).

Los bares lácteos polacos rara vez son tan espectaculares como los modelos soviéticos de los años 1920. Son parte integrante del paisaje urbano polaco: los hay en todas las ciudades, a menudo repletos de gente, defendidos con vehemencia por sus usuarios. Y, como en el caso del bar Familjny, rodeados de la parafernalia del capitalismo contemporáneo. Esta popularidad intacta no se debe a ninguna superioridad del bar lácteo sobre la stolovaya: los estereotipos polacos de la cultura alimentaria del socialismo de Estado eran muy parecidos a los de la Unión Soviética. Muchas novelas, películas y series de televisión de los años 1980 y 1990 describen estos establecimientos como un servicio frustrante e incluso maleducado (cierto: el personal se dedica a atender a los visitantes más que a mimarlos); que eran incómodos, impersonales y monótonos (una objeción bastante anticuada); y que la comida era mala (falso: al menos a juzgar por los menús actuales). Después de 1989, todo el mundo esperaba que desaparecieran: la gente votaría con los pies por McDonald’s, mientras la nueva clase dirigente se engulliría en los restaurantes de lujo donde el personal finge disfrutar de la compañía de los clientes. No ha sido así.

Los bares lácteos tienen un estatuto jurídico especial en Polonia. Antes de 1989 no eran gestionados por el Estado, sino por cooperativas de consumidores o productores, y a veces por una empresa privada, a condición de que los precios se mantuvieran bajos para que jubilados, estudiantes y trabajadores pobres pudieran seguir comiendo allí. Milagrosamente, estas normas siguen en vigor y los bares lácteos siguen recibiendo subsidios del Estado polaco, a pesar del entusiasmo por la economía de mercado que comparten los bloques electorales de centro y extrema derecha. En 2011, el gobierno liberal del primer ministro Donald Tusk se planteó cortar estos subsidios, pero una protesta pública lo obligó a dar marcha atrás. Los nacionalistas-conservadores de Jaroslaw Kaczynski y la posterior coalición liberal de Tusk han evitado desde entonces este campo minado.

El apoyo popular se debe también a su ubicación: los bares lácteos solían abrir cerca de los lugares de trabajo. Algunos de los mejores, como el bar Bambino de Varsovia, están situados en distritos de oficinas donde reciben una clientela relativamente acomodada, al igual que jóvenes y jubilados. Al hacerlo, dan una lección diaria sobre las virtudes del universalismo. Aunque los más ricos no ponen un pie allí, comer comida local y a buen precio en un comedor subvencionado de la era socialista es una experiencia común que trasciende las divisiones políticas, sociales y generacionales: una rareza en Polonia.

Sin embargo, como la mayoría de las instituciones del Estado de bienestar en Europa, tanto del este como del oeste, los bares lácteos son una forma residual: los que existen pueden esperar sobrevivir, pero ya no se abren nuevos. Un caso fue noticia hace diez años. En Varsovia, una movilización salvó el bar Prasowy, amenazado de cierre, antes de que el establecimiento pasara a manos de una empresa hípster. Los nuevos propietarios decoraron el local con adornos “comunista-chic”, como un letrero rojo de neón, agregaron una sala para niños y, símbolo máximo de lujo, baños. Las interminables críticas “antiburguesas” que acompañaron estos cambios fueron desacertadas, dado que los precios siguieron estando subvencionados y que, como indicaban el nombre y la ubicación del local (“bar de la prensa”, en un barrio antes dominado por las oficinas de los diarios), originalmente no era realmente una cantina de mineros. Sin embargo, esta polémica ilustra el temor muy real de que una infraestructura social pueda ser cooptada por la nostalgia kitsch, como en el caso del Stolovaïa 57 de Moscú. Hoy en día, Prasowy sigue siendo un agradable bar lácteo, aunque su clientela sea algo más joven que la media.

Si la historia ha dado a los polacos motivos para desconfiar del socialismo, el bar mleczny demuestra que, de alguna forma, es bien recibido por un notable abanico de personas, desde jubilados católicos con boinas de lana mohair hasta veinteañeras feministas interseccionales. Cuando hacemos fila para degustar un delicioso bortsch y albóndigas recién preparadas, todos somos iguales.

Owen Hatherley, escritor y editor, autor de Walking the Streets/Walking the Projects. Adventures in Social Democracy in NYC and DC, Repeater Books, Londres, 2024. Una versión ampliada de este texto se publicó en Tribune, nº 26, Londres, primavera de 2025.