El Mapa del Hambre es un indicador elaborado por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) que incluye países donde la desnutrición (entendida como la falta de acceso a alimentos en cantidades adecuadas) supera el umbral del 2,5 por ciento de la población. La salida de Brasil del mapa entre 2022 y 2024 se registró en el informe “El estado de la seguridad alimentaria y nutricional en el mundo”, presentado el 28 de julio en Adís Abeba, Etiopía.
Como se observó entre 2004 y 2014, la mejora en los indicadores se debió a la combinación de un mejor desempeño macroeconómico con la adopción de políticas públicas dirigidas específicamente a combatir el hambre. Por un lado, hubo una aceleración del crecimiento, impulsada por la expansión fiscal y un proceso inequívoco de distribución del ingreso. Por otro lado, se adoptó el plan Brasil sin Hambre, que involucró programas de transferencia de ingresos (en particular, el Bolsa Família), la adquisición de alimentos y existencias regulatorias, la alimentación escolar y el fomento de la agricultura familiar, entre otros. Un elemento central del plan, y que refuerza el crecimiento con la distribución, es la política de aumentos reales en el salario mínimo.
La apreciación del sueldo mínimo afecta directamente a una parte significativa de la clase trabajadora, además de implicar crecimientos reales también para la seguridad social y los beneficios de asistencia. Es una política que impacta directamente (y sobre todo) en los estratos menos pudientes de la sociedad, un aumento de los ingresos que se traduce en consumo, que a su vez tiende a inducir más inversiones. Así, hay un círculo virtuoso similar al observado en el primer período del Partido de los Trabajadores en el gobierno.
Pero si ya era sabido lo que había que hacer para superar la desnutrición, ¿por qué Brasil volvió al mapa a finales de la década pasada? Básicamente, por una elección política.
En 2015, el país entró en una profunda depresión, en la que se observó la peor caída del producto interno bruto (PIB) y la recuperación más lenta de la historia. Fue la primera gran crisis sin desequilibrios en la balanza de pagos, es decir, sin desequilibrio en las cuentas externas. Una crisis autoimpuesta, causada, en lo principal, por la austeridad fiscal.
El freno a la economía tenía un claro sesgo político. El consiguiente aumento del desempleo ayudó a revertir el escenario de fortalecimiento de la clase obrera en ese momento. Además, facilitó la aceptación de una serie de reformas liberalizadoras (como la laboral y la de la seguridad social) que, con el pretexto de resolver la crisis, en la práctica continuaron el proceso de desmantelamiento de la Constitución de 1988.
Además de la crisis económica, se abandonaron varias políticas públicas dirigidas a la seguridad alimentaria de la sociedad, como el Consejo de Seguridad Alimentaria y Nutricional y las existencias reguladoras de alimentos. El resultado fue el regreso del país al Mapa del Hambre, incluso antes de la pandemia, una realidad particularmente contradictoria si se considera que Brasil se encuentra entre los mayores exportadores de alimentos del mundo.
Así, la trayectoria del país en relación con la seguridad alimentaria a principios de este siglo muestra que el hambre se puede superar, lo cual es una elección política que una sociedad puede hacer o no hacer. Queda como lección que ninguna victoria en este ámbito es definitiva. Garantizar la seguridad alimentaria del pueblo brasileño como un compromiso continuo resulta fundamental para la construcción de una sociedad más justa y verdaderamente humana.
Luciano Alencar Barros, profesor del Instituto de Economía de la Universidad Federal de Río de Janeiro e investigador del Instituto de Estudios Sociales y Políticos de la Universidad Estadual de Río de Janeiro. Artículo publicado en Le Monde diplomatique, edición Brasil.