De París a Madrid y de Roma a Berlín, un fantasma medieval vestido con un buzo con capucha atormenta a la izquierda europea: el fantasma del “tecnofeudalismo”. Por un lado, Jean-Luc Mélenchon [líder de La Francia Insumisa] reclama un impuesto a las ganancias para nuestros nuevos “señores de la tecnología digital”; por el otro, escribe que la inteligencia artificial (IA) “no es externa a la realidad capitalista: se inscribe en un tecnofeudalismo en el que unos pocos actores captan la renta”. ¿Las ganancias o la renta? ¿Capitalismo o feudalismo? La economía de Mélenchon parece un gato de Schrödinger que deambula por las calles de Palo Alto: existe simultáneamente en dos estados –viva y muerta, capitalista y feudal–.

La vicepresidenta primera española, Yolanda Díaz, también se subleva contra “el tecnofeudalismo del magnate Elon Musk”. Los multimillonarios de la tecnología, advierte, pretenden transformar “las democracias en monarquías sometidas a las grandes empresas”. Un líder ecologista italiano, Angelo Bonelli, acusa al mismo multimillonario de instaurar “un neofeudalismo autocrático” y exige que su país elija: “Musk o la democracia”.

Estas inspiraciones trágico-feudales se prestan aún más a las sonrisas por el hecho de que se producen en medio de la orgía capitalista más obscena desde la Edad Dorada estadounidense a fines del siglo XIX. En mayo, el presidente estadounidense, Donald Trump, volvió de su gira por el golfo Pérsico con la promesa de inversiones pantagruélicas en la economía de su país, en esencia destinadas a la infraestructura de la inteligencia artificial: Arabia Saudita anunció 600.000 millones de dólares; Qatar el doble, 1.200 millardos; Emiratos Árabes Unidos algo más incluso, 1.400 millardos. Se añadirán a los 1.000 millardos invertidos por Japón en febrero. El año pasado, cuando Sam Altman, fundador de OpenAI, declaró que quería recaudar 7.000 millardos de dólares, creímos que era una broma. Actualmente, eso parece una evidente falta de ambición (ver recuadro).

En la guerra de todos contra todos que constituye la competencia capitalista, los mastodontes de la IA construyen alianzas inverosímiles entre ellos. Se firman cheques a los enemigos mortales, y ni bien estos se dan vuelta se afilan los cuchillos. BlackRock, Microsoft y xAI destinaron en conjunto 30 millardos de dólares a la infraestructura de IA (objetivo: 100 millardos). Por su lado, OpenAI, Oracle y SoftBank reunieron 500 millardos para el proyecto Stargate, con la bendición de Trump. ¿Microsoft es uno de los principales inversores de OpenAI? No importa, el ambiente está a punto de estallar entre las dos empresas.

Frente al desafío de tal volumen de capitales –y de ganancias por venir–, nada es sagrado. La tesaurización de datos, las fortalezas algorítmicas, las patentes mismas protegen de la competencia tanto como un paraguas lo hace respecto de las inclemencias del clima durante un monzón: el monopolista de hoy será mañana el típico ejemplo de la impericia. Así, Wall Street reclama la cabeza de Tim Cook, culpable de no haber sabido dirigir la estrategia de Apple en materia de IA.

La guerra de precios, que causa estragos, demuestra las poderosas turbulencias causadas por esta lucha. xAI fue la primera en activar la granada, al fijar tarifas inferiores a las de los pesos pesados del mercado. Luego, la empresa china DeepSeek, al anunciar que había creado una IA superior a la de OpenAI por un costo irrisorio, provocó la mayor caída de la historia de la bolsa estadounidense: en el espacio de algunas horas, Nvidia vio cómo se evaporaban 600 millardos de valorización bursátil –que recuperó unos días más tarde–. Le siguió una masacre: ofreciendo grandes descuentos, tal como un comercio común en liquidación (-26 por ciento para GPT-4.1, previo a una rebaja suicida del 80 por ciento de su modelo estrella, o3), OpenAI arrastró al conjunto del sector en una espiral deflacionista, a la cual podrían sucumbir algunos actores.

Por consiguiente, ¿por qué el personal político europeo recurre a metáforas medievales para describir la culminación del capitalismo en todo su esplendor: la destrucción creadora llevada hasta el paroxismo?

¿Muerte del capitalismo?

La izquierda está fascinada con una idea en la cual se puede reconocer el encanto del charlatanismo: la industria de la tecnología estaría matando al capitalismo. La crítica del tecnofeudalismo constituye su nicho editorial de mayor expansión, y los diagnósticos apocalípticos se multiplican aún más rápido que las startups de Silicon Valley. La ensayista McKenzie Wark encendió las alarmas desde 2019: ¿no terminó el capital por empacharse con la economía de la información? Nuestros nuevos señores, que ella bautiza “vectoralistas”, porque ya no controlan la producción sino los vectores de la información, hacen del mínimo smartphone un “sándwich mineral” repleto de datos1.

A partir de ahí, los pájaros de mal agüero se abalanzaron en estrecha formación sobre las estanterías de las librerías. En 2020, Cédric Durand expuso en Techno-féodalisme el análisis más minucioso de esos síntomas feudales. Los planes de rescate adoptados a raíz de la crisis de 2008 impulsaron el juego del desposeimiento y del parasitismo. ¿Su diagnóstico? Los activos intangibles (datos, algoritmos) concentrados en puntos estratégicos de la cadena de valor causaron la aparición de una nueva forma de renta, que permite a los gigantes de la tecnología acaparar la plusvalía sin tener que producir nada2.

La última contribución al género, Capital’s Grave [la tumba del capital] de Jodi Dean3, publicado este año, explica cómo los propios principios del régimen económico se convirtieron en caníbales. Hoy por hoy, la inversión, la competencia, el progreso se alimentan de la tesaurización, de la depredación y de la destrucción. En este nuevo feudalismo, ya no vendemos solamente nuestra fuerza de trabajo; pagamos para tener el privilegio de hacernos explotar.

La voz más fuerte del folclore tecnofeudal no es otra que la del exministro de Finanzas griego Yanis Varoufakis. Su góspel es frío como el granito: el capitalismo murió en 2008; no nos dimos cuenta porque estábamos cautivados por las pantallas.

Wark busca el pulso; Durand ve cómo se multiplican las metástasis en el sistema; Dean sorprende al capitalismo cavando su propia tumba. Varoufakis, por su parte, nos provee el certificado de defunción4. No, ese sistema no está agonizando, ni tampoco en mutación, dicen: fue asesinado por su propio retoño, el cloud capitalcloud (nube) designa la infraestructura digital donde operan el almacenamiento y el tratamiento de los datos–.

Los “cloudalists”

La teoría de Varoufakis brilla por su claridad. En el capitalismo, explica, las empresas compiten en mercados ágiles, fluidos, descentralizados, para sacar provecho de las mercaderías que ellas fabrican. Mientras más eficaces resulten estas últimas, más treparán las ganancias –y, siempre y cuando las circunstancias no varíen, mayores serán las ventajas que la empresa genera–. Y por eso todos estamos equipados con dispositivos más baratos, pero más sofisticados.

Ahora bien, la economía digital habría quebrado los pilares, que consisten en los mercados y las ganancias. La ganancia (fruto de la competencia y de la producción) habría sido reemplazada allí por la renta (fruto del control). Los capitalistas fabricaban productos; los señores de la tecnología digital se conforman con monetizar en internet los recursos que ellos dominan. Las plataformas, Amazon, eBay, AliBaba, pero también Facebook y Google Marketplace, concentran “el poder de poner en relación a compradores con vendedores –es decir, exactamente lo contrario de lo que se supone que un mercado tiene que ser: descentralizado–”. Son los “feudos de la cloud”, zonas comerciales digitales y centralizadas donde la extorsión feudal reemplazó a la competencia mercantil.

Los “cloudalists”, neologismo que, bajo la pluma de Varoufakis, designa a los señores de la tecnología, redujeron a los buenos viejos capitalistas al estatus de “vasallos” obligados a mendigar el acceso a las plataformas. Adiós violencia bruta del feudalismo; bienvenidos al “terror tecnológico aséptico”. Actualmente, la eliminación de un vínculo del motor de búsqueda Google puede “hacer desaparecer pura y simplemente [cualquier empresa] del mundo de internet”. Los trabajadores digitales a destajo, esos “proles de la cloud”, corren como hámsteres en ruedas optimizadas gracias a algoritmos. El menor de sus movimientos es “guiado y acelerado por el capital digital”. Por último, y sobre todo, mientras que los capitalistas tradicionales sólo podían exprimir a sus empleados, los cloudalists inventaron “la explotación universal”: convertidos en “siervos de la cloud”, todos aramos gratuitamente los campos digitales de Marc Zuckerberg.

Un elemento central de la tesis de Varoufakis es que nuestros nuevos señores no destinan sus productos a la venta. Los resultados de búsqueda son gratuitos, al igual que las respuestas de Alexa (el asistente personal de Amazon), y las redes sociales no exigen que sus usuarios paguen. Esos servicios tienen por misión “captar y alterar nuestra atención”. Incluso cuando las empresas los cobran (la suscripción a ChatGPT, por ejemplo) o comercializan productos (Alexa), “no los venden en tanto mercaderías”, sino en tanto medios de “acceder a nuestro hogar y, así, a mayor atención de nuestra parte”. Ese poder sobre los cerebros humanos les permite extraer una renta sobre los capitalistas tradicionales, que, por su parte, todavía tienen que vender mercaderías.

El exministro de Finanzas griego recuerda así las transformaciones del sistema: anteriormente, el capital tenía dos funciones, construía fábricas y máquinas y, sobre todo, inventaba subterfugios para obtener cada vez más valor de los trabajadores –como se estruja un lampazo–.

Pero, después de la Segunda Guerra Mundial, desarrolló dos medios de extorsión mucho más astutos. En primer lugar, los mánagers: provistos de su cronómetro y de su bloc de notas, esos expertos en rendimiento transformaron todos los lugares de trabajo, desde los talleres usina hasta las salas de reunión de Wall Street, en cadenas de montaje. Durante esa época, los publicistas de Madison Avenue construían su propio imperio, cosechando la atención de los televidentes para venderla al mejor postor. Alquimistas del deseo, no vendían solamente productos; fabricaban necesidades y transformaban las inquietudes de la clase media en listas de compras. Estas industrias gemelas otorgaron un poder inédito a las grandes empresas, el de controlar a los trabajadores en horario de 9.00 a 17.00, y el de explotarlos en tanto consumidores de 17.00 a 9.00.

Los algoritmos de Silicon Valley supervisan la productividad de manera más eficaz y menos costosa que un ejército de capataces. Los motores de recomendación le ganan por paliza a Don Draper5 sin exigir su salario ni su consumo de whisky. Trabajan las 24 horas del día, siete días a la semana, y modifican nuestro comportamiento permanentemente. Además de controlarnos como trabajadores y de manipularnos como consumidores, nos hacen trabajar –gratis– en nuestra propia vigilancia. Cada búsqueda, cada clic, cada descarga fortalece nuestras cadenas.

Así nace la nueva fuerza extractiva –“cloudalist”, como la denomina Varoufakis–, que transforma a cualquiera que toque una pantalla en un siervo digital y reduce a los pequeños empresarios a ser vasallos que deben pagar renta. La máquina se autoalimenta: acumulación de datos, modificación de los comportamientos, concentración de poder, incremento de la renta, perfeccionamiento de los algoritmos. En ese movimiento perpetuo de extracción, somos tanto el combustible como el producto.

Como suprema paradoja, el capitalismo se suicida por su propio éxito. O, como escribe Varoufakis, “se extingue debido al desarrollo de la actividad capitalista”. Su avidez de disrupción dio a luz a su sucesor feudal. Al comienzo del siglo pasado, un intelectual socialista como Rudolf Hilferding veía cómo ese sistema allanaba el camino hacia el paraíso obrero. Varoufakis, por su parte, piensa en un resultado mucho más sombrío.

¿Feudalismo o capitalismo?

¿Qué hacer con esta provocadora teoría? A primera vista, parece a prueba de todo, acorazada con esos intimidantes anexos que usan los universitarios para perseguir a los escépticos. En eso se parece a la teoría expuesta por Shoshana Zuboff en L’Âge du capitalisme de surveillance6. Por lo demás, ambos parecen convencidos de haber escrito El capital de nuestro siglo.

A fuerza de querer imitar a Karl Marx, terminan por copiar a Charles Dickens, con un melodrama victoriano disfrazado de teoría social: la teoría, abstracta pero fundamentada empíricamente, cede el lugar a la descripción elocuente de un sistema inhumano, que tritura a los usuarios, los consumidores, los trabajadores precarios. Podrán ponerse allí tantos conceptos y esquemas como se quiera; 1.000 historias lacrimógenas nunca conformarán una teoría sólida.

Estos dos autores, preocupados por abarcar a un número amplio de lectores, dejan de lado un conjunto de tediosos aspectos técnicos: por ejemplo, las relaciones entre Estado y capital, la producción, las transacciones entre empresas. Les resulta por lo tanto más fácil concluir que los gigantes de la tecnología tienen por vocación aceitar los engranajes del consumo, primero ayudando a las otras empresas a vender sus productos, ya sea directamente (Amazon) o indirectamente (la publicidad en Google y Facebook).

Durante el segundo día del festival de Glastonbury en el pueblo de Pilton, suroeste de Inglaterra, en junio de 2023.

Durante el segundo día del festival de Glastonbury en el pueblo de Pilton, suroeste de Inglaterra, en junio de 2023.

Foto: Oli Scarff

Sin embargo, los números cuentan otra historia. Los gigantes de la tecnología también ayudan a esas empresas a producir. Amazon Web Services, la plataforma cloud de Jeff Bezos, trabaja para dos millones de organizaciones y superó, en 2024, la barrera de los 100 millardos de dólares de ingresos. Cuando Netflix le paga su factura anual –estimada en un millardo de dólares–, no paga un tributo feudal, sino que compra la maquinaria digital indispensable para su funcionamiento.

¿Amazon construyó sus servicios absorbiendo los datos personales transmitidos por su ejército de aparatos equipados con Alexa, como sugiere Varoufakis? Para nada. Lo hizo según las buenas viejas reglas del capitalismo, invirtiendo en infraestructura, donde inyectó cientos de millardos de dólares desde 2014. Hoy, Amazon Web Services genera el 58 por ciento de su resultado de explotación, mientras que esa rama no representa más que el 17 por ciento de sus ingresos totales. En verdad, es gracias a ello que la multinacional gana dinero, no cobrando los gastos de transacción que obsesionan a Varoufakis.

¿Perezosa extracción de renta? Por el contrario, uno de los despliegues de capitales más agresivos de la historia. Solamente en 2025 Amazon prevé invertir 100 millardos de dólares, casi exclusivamente en infraestructura de IA. Por su amplitud, ese proceso se encuentra en las antípodas de la lógica feudal. Nadie le gritaría al feudalismo si una empresa inyectara sumas exageradas en una cosechadora que permite a los agricultores mejorar la cosecha.

Si bien la IA se nutre de forma indiscutible del hipnótico desplazamiento de las imágenes en las redes sociales, no son las fotos de gatos subidas por tu primo las que la propulsan, sino libros escritos por seres humanos bajo contrato con editores. Silicon Valley aparece entonces como lo que es: un montón de ladrones. Meta copió 82 teraoctetos de datos de la biblioteca pirata Library Genesis; en cuanto a OpenAI, entrenó a GPT-3 con la colección de datos “Books2”, constituida muy probablemente a partir del acervo más dudoso de la web.

Un buen día, los abogados de las editoriales fueron a tocarles la puerta. Y entonces los cleptómanos conectados tuvieron que sacar la chequera y pagar compensaciones millonarias. News Corp le sacó 250 millones de dólares a OpenAI, Wiley se embolsó 44 millones, mientras que HarperCollins logró la hazaña de obtener 5.000 dólares por cada título robado. Hordas de editores esperan decisiones de la justicia; los autores no paran de descubrir que su valioso trabajo se ahoga en una sopa de metadatos. Mientras tanto, los gigantes de la tecnología digital se regodean de un “uso equitativo”. Meta todavía no pagó un céntimo como compensación por el considerable botín que acumuló gracias al programa para compartir archivos BitTorrent.

Todo eso era perfectamente previsible. Una IA encuentra sus verdaderos nutrientes no en el infinito parloteo de las redes sociales, sino en contenidos de creación profesional. Esa es la razón por la que las empresas de la tecnología –Google en primer lugar– fueron pirateadas antes, obligadas y forzadas a convertirse en mecenas. Este es el diseño del modelo capitalista: expropiar a diestra y siniestra; negociar cuando alguien más fuerte aparece con un bate de béisbol; innovar en el ámbito de la justificación.

Volvamos al ejemplo de Amazon. Por supuesto, sus algoritmos manipulan a los usuarios; por supuesto, sus empleados son exprimidos como limones. Pero, mal que le pese a Varoufakis, la empresa es ante todo un coloso industrial muy poco virtual: controla más de 600 depósitos logísticos en Estados Unidos y unos 185 más en el mundo. En 2024 alquiló 1,5 millones de metros cuadrados adicionales, prevé crear 170 nuevos centros de distribución e invertir 15 millardos de dólares para agrandar la superficie de sus depósitos. En 2026 habrá invertido cuatro de esos 15 millardos y construido 210 centros de entrega para poder prestar servicio a las zonas más remotas de América. Los señores recaudaban la renta con menos esfuerzos...

En efecto, los vendedores que recurren a sus servicios deben pagar gastos significativos: como regla general, el 15 por ciento, sin contar el almacenamiento y la expedición. Algunos incluso dicen pagar el 40 por ciento de sus ingresos a Amazon. Pero ¿qué compran exactamente? El acceso a una infraestructura que les costaría cientos de millardos si tuvieran que construir la propia: depósitos automatizados donde los robots llevan la mayor parte de las cargas pesadas, una flota de entrega más importante que la mayor parte de los servicios postales, la capacidad de enviar una mercadería en el día; ciencia ficción hace solamente diez años.

¿De dónde saca Amazon su potencia? ¿De las inversiones en capital fijo, de las economías de escala, de los efectos de red? ¿O bien de la tesaurización de datos, de una extorsión de renta sobre el modelo feudal? En el primer caso, se mantendría en el marco del capitalismo, dado que genera ganancias acumulando capital. En el segundo, señor infecundo, se conformaría con recaudar un tributo. Ahora bien, dado que la empresa es capaz de invertir 100 millardos de dólares en un año para proponer un servicio que no tiene mucho que ver con el saqueo de datos de usuarios, la respuesta se impone por sí misma.

Nostalgia de un capitalismo “bueno”

Varoufakis se define como un “marxista errático” con inclinaciones libertarias. Pero tiene una formación de economista neoclásico: para él, los negocios se asemejan más a una serie de ecuaciones que a una partida de caza. Tal vez a eso se deba su emotiva fe en los “mercados descentralizados” y en el capitalismo tradicional, donde reinaba el intercambio equitativo, donde la competencia garantizaba el triunfo del mejor producto. La vieja guardia, la de los “Edison, Ford y Westinghouse”, “no tenía más que una obsesión: generar ganancias logrando un monopolio del mercado y utilizando el capital de las fábricas y de las cadenas de producción”. Los señores de la tecnología digital, por el contrario, “invierten en la investigación y el desarrollo, la política, el marketing, el debilitamiento de los sindicatos y la constitución de cárteles”. Pensaríamos así que los capitalistas de antaño eran personas honestas que llevaban en el corazón los intereses de la humanidad.

Comparte esta nostalgia, que lo deja ciego, con Shoshana Zuboff, aun cuando esta última concibe de modo distinto la edad dorada del capitalismo: antes de la era digital, la economía funcionaba de maravillas gracias a las geniales innovaciones en materia de organización del trabajo. Ella tampoco puede concebir que las multinacionales estadounidenses hayan podido prosperar gracias a los contratos con el Pentágono, las intervenciones de las agencias de inteligencia y la envergadura mundial de Wall Street.

Varoufakis lo recalca: las empresas de tecnología no tienen que “producir mercaderías más baratas y de mejor calidad” y se dejan llevar por prácticas depredadoras porque se liberaron de la disciplina que imponía la competencia. Así, la red social TikTok no está realmente en competencia con Facebook, sino que “constituye un nuevo feudo digital destinado a nuevos siervos que buscan migrar hacia otra experiencia en internet”. De la misma manera, Disney+ “no propuso al público las películas y series de Netflix a un precio inferior o con una mejor resolución, sino películas y series que no están disponibles en Netflix”. En cuanto a Walmart, no “tiene precios inferiores a los de Amazon y no propone tampoco mejores productos –usa su base de datos para atraer más usuarios a su nuevo feudo digital–”.

Varoufakis cree haber descubierto ahí una profunda verdad del capitalismo moderno. Ahora bien, no hace más que describir el eterno funcionamiento de ese sistema. Por supuesto, no existe una verdadera competencia entre las plataformas, pero la competencia nunca se basó exclusivamente en la calidad y el precio de los productos7. Las empresas siempre intentaron tener cautivos a los consumidores, fabricar bienes exclusivos, construir redes propietarias y sacar provecho de todas las ventajas de que disponían. La única diferencia es que hoy esas ventajas –en general temporales, salvo que estén garantizadas por los Estados– revisten una forma digital, más que física.

El libertario Varoufakis no ve que la competencia es en sí misma una forma de poder coercitivo. Como buen marxista, admitirá que los capitalistas ejercen una coerción sobre los trabajadores, pero no irá tan lejos como para conceder que el mercado ejerce una coerción sobre los primeros –y no siempre para incitarlos a producir mejor y más barato–. Marx, por su parte, lo había entendido bien: el capital se dirige allí donde se presentan las mejores perspectivas de ganancia y recurre a veces a la innovación, a veces a la depredación –dialéctica tan vieja como el capitalismo–. Ese movimiento perpetuo arrastra a los capitalistas a una guerra de todos contra todos de la cual ya no pueden salir, así como los peces no pueden sobrevivir fuera del agua.

Por más poderosa que sea, incluso la multinacional Apple responde a un amo: el capital mundial. Por mucho que la empresa recaude, tal como un guardabarrera de la Edad Media, del 15 al 30 por ciento de las aplicaciones propuestas en la App Store, se siente amenazada por su retraso en materia de inteligencia artificial, que le valió la tormenta de Wall Street y mañana, tal vez, la huida de los usuarios en provecho de otros sistemas operativos como Android y HarmonyOS de Huawei (que destronó al suyo, iOS, en China). Al reemplazar a su número dos para apaciguar a los escépticos, Apple reveló la triste verdad: el control autoritario que ejerce sobre los desarrolladores de aplicaciones no es nada frente a los dictados de los mercados de capitales.

Esta enseñanza escapa a Varoufakis: en el drama en desarrollo, si existe un señor feudal, es el capital en sí mismo. No era distinto en la época de Marx. La expresión “capitalismo democrático” tiene algo de oxímoron, porque, en el capitalismo, solamente decide el ejército de analistas de Wall Street. Si estos exigieran la integración de la IA en su smartphone, podemos estar seguros de que Apple se pondrá manos a la obra.

Cómodo en el examen de los micromercados, Varoufakis no puede comprender la guerra sistémica que destroza a los capitalistas –sin embargo, ese era su terreno de juego cuando era ministro de Finanzas de Grecia–. Error fatal, el árbol le tapa el bosque: en lugar de buscar comprender la lógica del régimen económico en su totalidad, se concentra en algunos de sus componentes, tal como si un mecánico fuera incapaz de explicar el funcionamiento de un motor.

El tecnofeudalismo es un cuento de hadas que oculta la verdadera historia: la dominación sin reparto de las Big Tech es el remate de un proceso que comenzó hace 70 años8. En conjunto, Wall Street, Silicon Valley, el Pentágono y la CIA [Agencia Central de Inteligencia, de Estados Unidos] sistemáticamente quebraron a los países no alineados que aspiraban a una auténtica soberanía tecnológica y económica. Por una amarga ironía del destino, los Estados actuales compran lo que algunos investigadores ya están llamando “la soberanía como servicio”: no hay que preocuparse, los Microsoft y los otros Palantir sabrán responder a todas vuestras necesidades, por un precio razonable.

Eso es lo que torna tan seductora –y tan peligrosa– la teoría del tecnofeudalismo: se basa en malvados de dibujos animados (“¡Bezos!”, “¡Musk!”, “¡Zuckerberg!”) y en soluciones del mismo género (“¡formemos cooperativas!”, “¡pidamos a los bancos centrales que emitan divisas digitales!”, “¡autoricemos la portabilidad de los datos!”). Nos permitió creer que luchamos contra señores medievales, pero el adversario es de una magnitud totalmente distinta. Es tiempo de llamar al capitalismo por su verdadero nombre. No lo venceremos poniéndole el ropaje de la Edad Media.

Big Tech

Tsunami de inversiones

Este año, solamente Meta, Microsoft, Alphabet y Amazon inyectaron 320 millardos de dólares en la infraestructura de IA, contra 246 en 2024. La startup Thinking Machines Lab recaudó dos millardos de dólares sin siquiera proveer una versión beta. ¡Qué época bendita para los expertos –o los estafadores– de la IA! Para sobornar a los ingenieros, al firmar, Meta les promete primas de 100 millones de dólares. Al exresponsable de IA Models en Apple le propusieron dos veces más.

El frenesí capitalista alcanzó su punto máximo con xAI, de Musk: la empresa, que cosechó 17 millardos de dólares en solamente dos años de existencia, quema un millardo por mes. En comparación, los comienzos de los primeros gigantes de la tecnología digital parecen muy modestos: Tesla había recaudado 7,5 millones de dólares; Google, un millón; Amazon, ocho millones. Todos 500 veces por debajo de los tres o cuatro millardos de dólares que xAI gastó para construir la supercomputadora Colossus, en solamente 122 días (mientras que los expertos preveían dos años).

Evgeny Morozov, fundador y editor de The Syllabus, una plataforma de selección y puesta en valor de conocimientos. Su último libro publicado en francés es Les Santiago Boys. Des ingénieurs utopistes face aux Big Tech et aux agences d’espionnage (Divergences, Quimperlé, 2024), basado en el podcast homónimo. Traducción del original: Nicolas Vieillescazes. Traducción del francés: Micaela Houston.


  1. McKenzie Wark, Capital Is Dead: Is This Something Worse?, Verso, Londres, 2019 

  2. Cédric Durand, Techno-féodalisme. Critique de l’économie numérique, La Découverte, París, 2020. El autor continúa con una reflexión comenzada en Le Capital fictif. Comment la finance s’approprie notre avenir, Les Prairies ordinaires, París, 2014 

  3. Jodi Dean, Capital’s Grave: Neofeudalism and the New Class Struggle, Verso, Londres, 2025. 

  4. Yanis Varoufakis, Technofeudalism: What killed capitalism, The Bodley Head, Londres, 2023, publicado como Tecnofeudalismo. El sigiloso sucesor del capitalismo, Ariel, 2024. 

  5. Protagonista de la serie televisiva Mad Men, sobre los publicistas estadounidenses de los años 1960. 

  6. Ver Shoshana Zuboff, “Un capitalisme de surveillance”, Le Monde diplomatique (París), enero de 2019. 

  7. Ver Anwar Shaikh, Capitalism: Competition, Conflict, Crises, Oxford University Press, 2016. 

  8. Ver “Guerra Fría 2.0”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, mayo de 2023.