Delitos menores. Pablo Silva Olazábal y Marcos Robledo (comp.). Ilustra Pilar Silva Barsamanis. Astromulo; Montevideo, 2025. 248 páginas, 700 pesos.
Entre las muchas virtudes que tiene este libro, sus delitos son menores. Compendia ejemplos actuales e históricos de microficción, un cultivo noble que no siempre ha estado libre de transgénicos. Desde el celebérrimo ejemplo de Augusto Monterroso los narradores han estado intentando desbrozar la maleza para encontrar el hueso. Cuando quien lee se despierta del encanto, sin embargo, la literatura no siempre sigue ahí. Que la mayoría de los textos antologados pasen la prueba habla del acierto de los antólogos y de la calidad del material disponible al momento de elegir.
Quienes logran mayor impacto, quizá por gajes del oficio, son quienes abordan la temática que podríamos llamar “policial”. La Úrsula de Mercedes Rosende salva airosa la prueba. “Soy elegante”, de Eduardo Alvariza, justifica su título con un ritmo vertiginoso que no despeina al personaje en un “polar” bonsái más arrabalero que francés. En otra cuerda, “El duelo”, de Leonardo Rosiello, también brilla como una breve gema. Hablando de piedras preciosas, no debe pasarse por alto la voz poética de Marosa Di Giorgio. En su carácter inclasificable, algunos de los textos marosianos funcionan como formas breves que narran lo inenarrable. Otros autores de prosa poética no tienen la misma suerte: en el caso de Ida Vitale lo elegido resulta irregular.
El libro también incluye nombres de reconocimiento masivo, como Mario Benedetti y Eduardo Galeano. Se puede objetar que se haya traído del amplio corpus benedettiano un par de ejemplos poéticos en lugar de apelar más veces al cuento (una de sus fortalezas), pero, tomados en sí mismos, todos los textos “funcionan”. “Rutinas” es brillante y da cuenta de una de las virtudes de Benedetti menos difundidas: su rara capacidad de incorporar la voz infantil de forma creíble. Aunque al reseñar una antología es mejor analizar lo que está más que lo que falta, al hablar de la presencia de Galeano abunda lo que se echa de menos: hay un solo ejemplo de uno de los narradores uruguayos que mejor pulieron la forma breve, llevándola a ser una marca de estilo. Tampoco está bien representado Carlos Maggi, otro gran cultor de la viñeta. Sí es feliz la opción por “La buena noticia” entre lo mucho que podría elegirse de Leo Maslíah, acá cruzando las fronteras del gótico fantástico. ¿Y qué decir de “Quasimodo”, de Henry Trujillo, salvo que confirma –como si hiciera falta– su pertenencia al podio de los narradores vernáculos del presente? Habría que agregar entre los aciertos un tono de fragilidad asumida desde la fortaleza que hay en varias páginas, desde las enternecedoras “Lejos” (Helvecia Pérez) y “Avaricia” (José Pedro Díaz) hasta el estremecedor “Que no sea” (Carlos Liscano).
También en ese tono está la presencia de Horacio Quiroga (de quien podrían haberse seleccionado muchos otros materiales, pero se privilegió alejarlo de la crueldad y tomar su costado más contemporáneo) y de Juan José Morosoli. Acercarlos a la sensibilidad del presente da sentido a la trascendencia axial que los hace clásicos, y no sólo a su transversalidad cuando se los mide con su tiempo. Con ese mismo criterio de razonamiento podría decirse que Mario Levrero resiste con solvencia la comparación con sus ilustres antecesores (“Historia sin retorno n° 2” podría servir para sostener sin más argumentos dicha afirmación). Si de ilustrísimos se trata, alegra rescatar a Juana de Ibarbourou y a José Enrique Rodó del almidón del aula. Y, sin duda, es un acierto haber dejado a Carlos Vaz Ferreira para el cierre. Ese prócer tan poco leído.