Indonesia, donde aproximadamente un 87 por ciento de sus 280 millones de habitantes se declara de religión islámica, es uno de los pocos países con mayoría musulmana que puede considerarse una democracia. La prensa internacional no se cansa de anunciar el inminente despertar económico y diplomático de este gigante hasta ahora adormecido. Pero ¿realmente están dadas las condiciones?
“¿Indonesia al fin se está convirtiendo en una superpotencia económica?”, se preguntaba el Financial Times en 2023.1 Definitivamente, respondía un año más tarde la revista francesa Conflits, que consideraba al país, “junto con China e India, un tercer gigante regional o quizá global [...] que está emergiendo de forma silenciosa y pacífica”.2 La perspectiva de que la decimosexta economía del mundo llegue al quinto puesto de aquí a mediados de siglo resulta muy prometedora para los inversionistas.3
Sin embargo, no sería la primera vez que Indonesia es motivo de decepción.4 Es verdad que al expresidente Joko Widodo (2014-2024), que se había enfocado principalmente en la política interna, lo reemplazó en 2024 Prabowo Subianto, mucho más orientado hacia los vínculos con el extranjero. Acusado de violaciones graves a los derechos humanos durante el largo período de autoritarismo que atravesó el país (1966-1998), este exgeneral podría beneficiarse de un contexto internacional favorable a su programa político: el populismo de derecha está en auge y las “democracias liberales” parecen haber renunciado a su compromiso con los derechos humanos. Pero no alcanza con cambiar de estilo para derribar los obstáculos estructurales que traban el crecimiento de Indonesia.
La promesa del milagro inminente tomó forma a partir de 1998, cuando cayó uno de los últimos dictadores capitalistas de la época de la Guerra Fría: Suharto (1967-1998). Décadas de dominio autoritario llegaron a su fin con la crisis financiera asiática (1997-1998), que sacudió el país, dividió a las élites y avivó el descontento social. Entonces Indonesia emprendió un proceso de democratización que el Banco Mundial elogió como un “big bang”.5 De Washington a Canberra, todos aplaudieron a un país que no sólo abría paso a la democracia y mostraba interés en participar en la economía mundial, sino que también detentaba una mayoría musulmana sin mostrarse hostil con Occidente.
¿Gatopardismo?
Sin embargo, el cuento de hadas neoliberal subestima la resistencia de la oligarquía local. Organizada alrededor de coaliciones móviles entre figuras de la burocracia y del sector privado, no se trata meramente de una agrupación de individuos ricos y poderosos: es una estructura de poder cuyos elementos pueden reemplazarse sin socavar el conjunto. Esta oligarquía, robustecida por el Estado durante el gobierno de Suharto, logró sobrevivir al cambio de régimen tomando el control de las instituciones políticas y económicas de este nuevo período, conocido como reformasi (“reforma”).
Después de la crisis asiática, el Fondo Monetario Internacional exigió acelerar la desregulación comercial, bancaria y financiera que había comenzado con la caída del precio del petróleo en los años 1980. Estas políticas, adoptadas de forma selectiva, permitieron que la oligarquía se transformara. Por ejemplo, los organismos internacionales de desarrollo presentaron las privatizaciones como el remedio contra una economía infestada de corrupción y asfixiada por la burocracia. Pero, en realidad, estaban sentando las bases para transferir los monopolios públicos a conglomerados privados en manos de personalidades que solían estar asociadas con el Estado y el Ejército. La descentralización administrativa, que supuestamente debía dar lugar a gobiernos locales sensibles a las demandas de la población (y del mercado), contribuyó a ampliar las redes de clientelismo a escala local. Dicho de otro modo, a descentralizar la corrupción. A través de los partidos políticos (tanto viejos como nuevos), de la reconformación de los parlamentos (el nacional y los regionales) y de un sinnúmero de organizaciones sociales, las élites del Nuevo Orden (el régimen de Suharto) conservaron el control de las instituciones y el acceso a los recursos públicos con fines de acumulación privada. Los actores que entraron en escena como “reformadores” muy pronto terminaron arrastrados por los engranajes de vastas redes clientelares, de las que se volvieron miembros activos.
Los que se imaginaban que la “sociedad civil” iba a ayudar a impulsar las reformas se llevaron una decepción. Mientras los conservadores lograban sofocar las nacientes fuerzas progresistas, las esperanzas recayeron en Nahdlatul Ulama (Renacimiento de los Ulemas) y Muhammadiyah, dos grandes organizaciones islámicas masivas conocidas por ser bastiones de la moderación religiosa. ¿Y si Indonesia se consolidara como modelo de pluralismo en el mundo musulmán?, susurraban las redacciones occidentales. Lamentablemente, además de sostener posturas conservadoras sobre los derechos de las minorías y las libertades individuales, los dirigentes de estos organismos no pudieron resistir la tentación de aliarse con las élites locales.6 Un ejemplo: una política extraña de la reformasi concede a las organizaciones islámicas el derecho de dirigir empresas del sector minero, crucial para la economía del país. Aunque esta medida está justificada por el principio de igualdad de oportunidades (según la creencia generalizada de que el desarrollo económico marginalizó a la umma, es decir, a la comunidad de creyentes), en la práctica contribuye a la fusión entre las élites religiosas y las tradicionales. Una vez más, la reforma consolida la oligarquía.
Asuntos exteriores
La orientación de la política internacional de Indonesia a partir de 1998 se deriva directamente de los intereses de este grupo social. Ahora bien, sus fuentes de renta están principalmente ancladas en la economía nacional. Su riqueza y su poder dependen menos de la competitividad de sus industrias y más de un acceso privilegiado a los recursos del Estado y de las regulaciones que protegen el mercado interno de la competencia extranjera. La oligarquía se asegura el dominio de los sectores más lucrativos a través de monopolios que funcionan a base de clientelismo, mientras que sacan ventaja de las privatizaciones y de los contratos públicos. ¿Y qué idea tienen de “lo internacional”? Cualquier asociación que refuerce su posición dominante dentro del país, dejando de lado cualquier ambición relativa al lugar que ocupa Indonesia en el mundo.
Por eso no conviene dejarse engañar por las promesas de Prabowo, que el 15 de agosto, en su primer discurso sobre el estado de la nación, se comprometía, por ejemplo, a “proteger la riqueza del país y a ponerla al servicio del Estado y de la prosperidad del pueblo”, y también a “acabar con su fuga constante hacia otros países”.7 Sus declaraciones apuntan a motivar a su electorado más que a transmitir un mensaje al resto del mundo. En la práctica, su política no difiere tanto de la de su predecesor: busca mantener relaciones tan buenas con Occidente como con la República Popular China. Así, con una mano, Indonesia firma un acuerdo con Australia de cooperación reforzada en materia de defensa (que entró en vigor a finales de la presidencia de Widodo), mientras que, con la otra mano, sella un memorando de entendimiento con Pekín sobre el desarrollo marítimo conjunto en el mar de China Meridional. ¿Es un ejemplo de la política extranjera “libre y activa” de la que el país se jacta desde Sukarno? No está claro para nada.
Las relaciones económicas con China tienen prioridad desde el punto de vista comercial, pero las relaciones con Occidente prevalecen en el plano de la seguridad. Prabowo desea reforzar las capacidades militares de Indonesia, proyecto que fascina a las Fuerzas Armadas (cuyos oficiales ahora están autorizados para ocupar cargos de responsabilidad en los ámbitos civil y económico). La compra de sistemas de armas a Estados Unidos y sus aliados también contribuyó al enriquecimiento de los intermediarios de Indonesia.
La incorporación de Indonesia a los BRICS+ [llamado así por sus primeros socios: Brasil, Rusia, India, China y, algo más tarde, Sudáfrica, con el signo de “más” señalando los nuevos socios], el 1° de enero de 2025, tuvo mucha repercusión en la prensa. Al mismo tiempo, el país parece haberse alejado de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (Asean, por sus siglas en inglés), una organización regional que Yakarta impulsó durante mucho tiempo. Se ha dicho que este doble movimiento ilustra la voluntad de Yakarta de diversificar su cooperación internacional más allá de sus aliados tradicionales en la región y en Occidente, pero en realidad responde a cuestiones más concretas.
Un ojo en casa
Se trata de complacer a Pekín (primera economía de los BRICS+), cuyas inversiones financian una amplia gama de “proyectos nacionales estratégicos” centrales para la oligarquía indonesia: desarrollo de infraestructura, creación de zonas industriales en las islas menos desarrolladas (Sulawesi y Molucas) o apoyo a una política de industrialización de la minería. Esta última ambición prevé la transformación local de materias primas como el níquel en pos de que Indonesia progrese en la cadena de valor mundial. Sin embargo, teniendo en cuenta los escasos recursos financieros y el desarrollo tecnológico limitado del país, Yakarta necesita atraer capitales extranjeros, importar tecnologías de punta y acceder a mercados exteriores para colocar su producción. Cosa que, además de China, pocos países pueden ofrecer.
Pero la historia de la industrialización en Indonesia demuestra que, aunque los estragos ambientales y humanos están asegurados, no hay ninguna garantía de ascender en la cadena de valor o de que se produzcan transferencias de tecnología. Más allá de las fantasías del desarrollo nacional, la principal ventaja de los acuerdos con Pekín consiste en vincular a los inversionistas chinos con las empresas estatales (hoy controladas de forma directa por la presidencia) y con los empresarios cercanos al poder. Queda de manifiesto cómo en realidad las colaboraciones internacionales de Indonesia sirven lisa y llanamente a los intereses de las élites, sin necesariamente contribuir al desarrollo: todo parece sugerir que los beneficios de estas actividades no se van a reinvertir para subir el nivel de la producción económica, sino que irán a parar a los bolsillos de la clase dominante. Esta lógica –más venal que estratégica– explica por qué Indonesia, el país con mayoría musulmana más grande del mundo, no estuvo en la vanguardia de las condenas internacionales contra la barbarie israelí en Gaza: ¿qué beneficio podría obtener la oligarquía local? Así y todo, el Hospital Indonesio, situado en el norte del enclave, fue de los últimos en seguir funcionando parcialmente.
Adaptarse es la consigna
Por otro lado, parece que las élites de Indonesia consideran que el Asean es un callejón sin salida. Justamente, el bloque regional prioriza la liberalización de los mercados y la convergencia de los marcos regulatorios. Más allá de que esos objetivos no son fáciles de cumplir (debido a la gran diversidad de nivel de desarrollo económico entre los distintos miembros), la perspectiva de competir en ese mercado sin el privilegio de tener las cartas marcadas no resulta nada atractiva para el gobierno de Indonesia.
Finalmente, otra de las razones por las que la estructura de poder de Indonesia parece tan sólida reside en su capacidad de adaptación. Prabowo, por ejemplo, ganó las elecciones con el apoyo de su predecesor y adversario histórico, Widodo, tras una serie de intrigas en el seno de las élites. A cambio de ese respaldo, Prabowo designó como vicepresidente a Gibran Rakabuming Raka, el hijo del expresidente.
En definitiva, la democratización no vio nacer a una oligarquía que pusiera trabas al desarrollo del país; al contrario, las élites del antiguo régimen moldearon la Indonesia moderna para asegurarse de conservar sus privilegios. En tales circunstancias, parece ilusorio anunciar un supuesto “despertar” diplomático y económico del gigante asiático.
Vedi R Hadiz, profesor de Estudios Orientales y profesor emérito de la Universidad de Melbourne. Traducido del inglés (Australia) por Renaud Lambert. Traducido del francés por Agustina Chiappe.
-
Alec Russell y Mercedes Ruehl, “Is Indonesia finally set to become an economic superpower?”, Financial Times, Londres, 15-11-2023. ↩
-
Alex Wang, “Indonésie : un pays à suivre de plus près”, Conflits, París, 7-3-2024. ↩
-
Andy Dwibaskoro, “World’s largest economies 2050: Indonesia projected Top 5”, investindonesia.co.id, 7-1-2025. ↩
-
Ver Richard Robison y Vedi R. Hadiz, “Indonesia: A tale of misplaced expectations”, Pacific Review, Oxford, vol. 30, n° 6, 2017. ↩
-
Banco Mundial, “Indonesia’s decentralization after crisis”, en “PREM Notes”, n° 43, Washington, setiembre de 2000. ↩
-
Ver Marie Beyer y Martine Bulard, “Menaces sur l’islam à l’indonésienne”, Le Monde diplomatique, París, agosto de 2017. ↩
-
Radhiyya Indra y Maretha Uli, “Prabowo vows to protect national wealth in first state address”, The Jakarta Post, 16-8-2025. ↩