El retorno de Donald Trump a la Casa Blanca parecía anunciar una purga de las agencias de inteligencia. El presidente republicano les reprochaba haber intentado perjudicarlo alimentando las versiones alrededor del “Russiagate”. Sin embargo, el rol creciente de las operaciones secretas y de las nuevas tecnologías no le permite hacer todo lo que desearía.
Desde su creación, inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial, la Agencia Central de Inteligencia (CIA) de Estados Unidos, con sede en Langley, Virginia, se impuso sacándoles terreno a sus vecinos: primero a la policía federal, a la que le quitó la responsabilidad del espionaje en América Latina, y después a la Oficina de Inteligencia del Ministerio de Asuntos Exteriores, debilitada por las purgas macartistas de la década de 1950. Sin embargo, su antagonismo más marcado la enfrentó con el Pentágono, sede del Ministerio de Defensa. En los papeles, la línea divisoria fue clara desde la creación, en 1952, de la Agencia Nacional de Securidad (NSA), dependiente del Pentágono: inteligencia humana para la CIA, inteligencia electromagnética y operaciones convencionales para los militares.
Aunque, en los hechos, la frontera siguió siendo porosa. Con la excusa de la “guerra psicológica”, la CIA adquirió una larga experiencia paramilitar –Cuba, Irán, Congo, Laos, Chile, Afganistán, etcétera–. En plena guerra de Vietnam, en 1961, irritado por las operaciones clandestinas de la CIA en Vietnam del Sur y en Laos, el Pentágono creó su propia agencia de inteligencia humana, la Agencia de Inteligencia de Defensa, a fin de romper el monopolio de la CIA y contradecir sus evaluaciones, consideradas demasiado pesimistas respecto de la eficacia de una escalada militar.
La CIA y las Fuerzas Armadas difieren en su concepción de la inteligencia. Mientras que para la primera es una herramienta diplomática y estratégica, para las fuerzas representa un apoyo operativo. Esta divergencia también refleja sus anclajes sociales. La CIA cultiva una tradición patricia y recluta a sus jefes entre la élite universitaria y los grandes estudios de abogados de Wall Street. Mantiene vínculos de larga data con las multinacionales y las grandes petroleras, de las que a veces fue el brazo armado, como en el caso del derrocamiento del primer ministro iraní Mohammad Mossadegh en 1953. El Ejército, por el contrario, sigue siendo un vector de ascenso para la clase media: frente a una CIA mayoritariamente blanca, más del 30 por ciento de los efectivos en actividad de Defensa surgió de las minorías étnicas.1 Forma a sus oficiales en academias militares gratuitas. Una vez jubilados, suelen incorporarse a la dirección de las grandes empresas que dependen de los contratos públicos, en particular de armamento.
Cada uno dispone de sus propios think tanks [usinas de pensamiento] y zonas de influencia: para la CIA, es la comisión especial sobre inteligencia del Senado y el Consejo de Relaciones Internacionales –foco del internacionalismo liberal que publica la revista Foreign Affairs–; para el Ministerio de Defensa, son las dos comisiones de las Fuerzas Armadas –la del Senado y la de la Cámara de Representantes–, así como la RAND Corporation. Bajo las disputas burocráticas afloran dos visiones de la hegemonía estadounidense: la proyección de la fuerza convencional y la carrera armamentística del Pentágono; las operaciones de desestabilización y las “pequeñas guerras” periféricas de la CIA. Esta oposición dio lugar a conflictos de análisis: bajo la presidencia de Gerald Ford (1974-1977), Henry Kissinger, figura tutelar de la inteligencia y artífice del relajamiento de la tensión con la Unión Soviética, firmó los primeros acuerdos de limitación de arsenales nucleares. Los halcones del Pentágono impusieron entonces, frente a los informes conciliadores de la CIA, contrainformes que eran capaces de amenazar sus logros, y obtuvieron la creación de un grupo independiente –bautizado Team B– en el seno mismo de la sede de la CIA en Langley.
El fin de la Guerra Fría no apaciguó las tensiones. Durante la primera guerra del Golfo (1990-1991), la CIA criticó el belicismo del mando militar y abogó más bien por la diplomacia y las sanciones económicas; por su parte, el Estado Mayor reprochó a la agencia que proporcionara información poco útil sobre el territorio por estar demasiado centrada en el análisis estratégico. El presidente George W Bush (1989-1993), que fue miembro del Team B antes de dirigir la CIA, zanjó el asunto en favor de los ejércitos. El memorándum “Defense Planning Guidance” de 1992, redactado por el subsecretario de Defensa, Paul Wolfowitz –otro veterano del Team B–, convirtió al Pentágono en la punta de lanza de la política exterior. La filtración del documento al New York Times obligó a la Casa Blanca a dar marcha atrás, pero lo esencial fue retomado al año siguiente por la administración de Clinton (1993-2001), que amplió las operaciones clandestinas del Pentágono –desplegando fuerzas especiales en Somalia, Haití, Bosnia– y dejó confinada a la CIA a misiones auxiliares, como la búsqueda de objetivos para la aviación.
Este uso poco convencional de las tropas despertó críticas en Estados Unidos. “Si seguimos dispersando nuestras fuerzas por los cuatro rincones del mundo para misiones de nation-building (construcción de naciones) –declaraba durante la campaña de 2000 el candidato republicano George W Bush– nos encaminamos hacia graves problemas. Me voy a oponer”.2 Los atentados del 11 de setiembre de 2001 acabaron con las dudas: después de un eclipse de varios años, los veteranos del Team B hicieron su regreso triunfal a la cima del Estado: Richard Cheney en la vicepresidencia de Estados Unidos, Donald Rumsfeld en el Ministerio de Defensa y Wolfowitz como segundo de Rumsfeld. Si bien el inicio de la guerra en Afganistán pareció sellar una unión sagrada, con el despliegue conjunto de la CIA y las fuerzas especiales, Irak volvió a abrir la fractura. Rumsfeld, gran rival de Kissinger desde la década de 1970, acusó a la CIA de demorar de forma explícita la búsqueda de elementos capaces de justificar la invasión ya decidida por la Casa Blanca y el Ministerio de Defensa.
El giro tecnológico
Durante la presidencia de Barack Obama (2009-2017), la rivalidad se centró en el uso de drones para asesinatos selectivos. La administración cerró oficialmente las prisiones secretas de la CIA, pero intensificó su programa de ejecuciones a distancia, en particular en Pakistán, donde, al no haber declaración de guerra ni presencia comprobada de Al Qaeda, el ejército no estaba autorizado (en teoría) a intervenir. La CIA dispuso además de una ventaja técnica sobre el Pentágono: pionera en el uso de drones ligeros diseñados para la vigilancia, participó en el desarrollo del modelo Predator, testeado ya en la década de 1990 en Yugoslavia y que siguió siendo una referencia durante las dos décadas siguientes.
El surgimiento de Al Qaeda en la península arábiga (AQAP) en Yemen ofreció al Estado Mayor la oportunidad de decidir por sí mismo los bombardeos, pero reiterados fracasos y errores llevaron a la Casa Blanca a devolver la iniciativa a la CIA. Así, desde una base secreta en Arabia Saudita, la agencia ejecutó, sin juicio previo, al imán Anwar Al-Awlaqi, ciudadano estadounidense de origen yemení. El balance de esta “caza de cabezas” es pesado: cerca de 3.000 disparos con drones durante los dos mandatos de Obama –que apuntaron en lo esencial a combatientes subalternos– y cientos de víctimas civiles que la CIA, a diferencia del Pentágono, no estuvo obligada a declarar. Ambas entidades incluso se enfrentaron de forma indirecta en el teatro de operaciones: a principios de 2016, Los Angeles Times informó sobre combates entre grupos rebeldes sirios, unos apoyados por la CIA y otros por el Pentágono.3
El fin del paréntesis contrainsurreccional que se abrió el 11 de setiembre de 2001 dejó entrever una nueva relación de fuerzas. Entre el ascenso de China y el retorno de la potencia rusa, el paradigma de la Guerra Fría recuperó sus derechos. Estados Unidos dio armas a Ucrania mientras sostenía canales diplomáticos paralelos con Rusia y operaba desde bases clandestinas sin desplegar tropas regulares. La misma posición parecía esbozarse en el mar de China.
Durante mucho tiempo coto cerrado de los estrategas del Pentágono y de los grandes industriales de la Defensa, que le suministraron cerca de 50.000 millones de dólares en armas estadounidenses desde 1950, Taiwán dejó ver los cambios que se están produciendo en los asuntos militares. Los conflictos de Ucrania y Yemen –dominados por drones semiartesanales de menos de 1.000 dólares por unidad, cuando un misil interceptor Coyote cuesta 100.000– quebraron la supremacía de los sistemas de armamento convencionales. Frente a la posibilidad de una invasión china, en Taipéi se selló un consenso respecto de la táctica del “puercoespín”: ya no se trataba de intentar aniquilar a un adversario reconocido como superior, sino de trabar su avance multiplicando los obstáculos costeros y desplegando sistemas autónomos para paliar la falta de tropas terrestres.
Ahora bien, esta orientación hacia la guerra asimétrica pone a prueba la doctrina de adquisición de tanques o de aviones del Ministerio de Defensa, y pone en valor la experticia de la CIA. El auge de las tecnologías rupturistas –sistemas autónomos, láseres, informática cuántica– y el rol cada vez más importante de los programas informáticos en el ámbito militar ofrecen ahora a los directivos de las empresas de tecnología una palanca considerable para influir dentro de las Fuerzas Armadas. Y al igual que con los drones hace 20 años, la CIA sacó una amplia ventaja a los demás: implantada en Silicon Valley desde fines de la década de 1990, la Agencia, a través de su fondo de inversión In-Q-Tel, financia el desarrollo de tecnologías duales –civiles y militares–. Su estructura en forma de organización sin fines de lucro le permite escapar al control parlamentario, lo que limita en gran medida la exposición de sus socios. Hoy en día, In-Q-Tel pretende haber ayudado a 800 empresas, 32 de las cuales figuran entre las 100 principales startups de defensa.
En otras épocas a la vanguardia en investigación aplicada, el Pentágono se vio primero desbordado por el surgimiento de Silicon Valley y su cultura de la innovación rupturista. La relación se degradó todavía más después del caso Snowden (2013). Exempleado de la CIA, luego subcontratista del Pentágono a través de la NSA, Edward Snowden y sus revelaciones sobre el alcance de los programas de vigilancia gubernamentales impactaron de lleno en la sensibilidad “liberal-libertaria” de los ingenieros y desarrolladores informáticos. En 2018, Google se retiró de un proyecto de drones militares por presión de sus empleados. Sin embargo, desde la reelección de Trump el viento cambió de orientación: el uso intensivo de drones y del reconocimiento facial en Ucrania y Gaza –y las perspectivas de ganancias que esto abre a una industria de la “tech” que está perdiendo primacía a gran velocidad por la competencia asiática– disolvieron las reservas. A principios de 2024, la empresa OpenAI, creadora de ChatGPT, eliminó de sus estatutos las cláusulas que prohibían el uso militar de sus tecnologías. Google lo imitó este año, mientras que Meta se alió con el fabricante de drones de combate Anduril para desarrollar sistemas de realidad virtual para uso de las tropas.
Frenesí tecnofílico
El Pentágono, mientras tanto, contrarresta su tardanza contratando a los campeones de Silicon Valley –Meta, Palantir, Anduril–, muchos de los cuales están vinculados con mayor o menor cercanía a In-Q-Tel. El éxito fulgurante de Palantir ilustra la estrategia de conquista de la CIA: fundada en 2003 con una financiación inicial de In-Q-Tel, la empresa arrasó desde entonces con los megacontratos para el procesamiento de datos destinados a multinacionales, pero también a instituciones públicas estadounidenses y extranjeras, como la Dirección General de Seguridad Interior en Francia o el Servicio Nacional de Salud en el Reino Unido. También es socio del ejército israelí, al que suministra, desde su oficina de Tel Aviv, servicios de reconocimiento facial para la identificación de objetivos en los territorios ocupados. Palantir, que este verano se adjudicó un contrato de 10.000 millones de dólares con el Departamento de Defensa estadounidense, acaba de entrar en el top 20 de las empresas estadounidenses, superando en capitalización bursátil a industriales tradicionales como Lockheed Martin, Northrop Grumman o General Dynamics (los primes, en la jerga de Washington).
El aumento de poder de estos nuevos actores está creando tensiones en el seno mismo del Pentágono. Mientras que el secretario del Ejército Daniel Driscoll declaraba recientemente que consideraría la quiebra de un proveedor prime durante su mandato como una victoria, William LaPlante, responsable de compras del ministerio bajo la administración anterior, se burlaba en 2022 del frenesí tecnofílico: “Si alguien te cuenta una linda historia sobre un proyecto [para el Ejército del futuro], hay que preguntarle cuándo empieza la producción, cuánto va a costar y cuál será su valor agregado en un conflicto con China. Me importa un rábano que tenga inteligencia artificial o tecnología cuántica”.4
El alza de los presupuestos militares en Europa y Japón podría constituir un importante consuelo para los proveedores históricos de armas costosas al Pentágono. El material estadounidense ya representa el 80 por ciento de las importaciones militares de la Unión Europea, pero dichas importaciones están destinadas a aumentar de acuerdo con las exigencias de Trump. Lockheed Martin anunció su intención de acrecentar su presencia en el continente, estableciendo contratos de colaboración en materia de armamento convencional como hizo con la alemana Rheinmetall para la producción del F-35 y el lanzacohetes GMARS –mientras reserva para Estados Unidos las tecnologías más avanzadas–.
Detrás de la utopía de un ejército de drones y robots autónomos aflora la obsesión por los recortes presupuestarios. Después de haber prometido reducir el gasto militar en un 25 por ciento, Trump presentó al Congreso un presupuesto para 2026 de un billón de dólares para Defensa, es decir, una cifra en alza, aunque sugiere que las inversiones tecnológicas anunciadas se realizarán en detrimento de los medios humanos y operativos. Si, como aseguran sus promotores, la inteligencia artificial permite reducir la necesidad de soldados, el hecho de recurrir a subcontratistas sigue siendo la vía privilegiada para garantizar la seguridad, en todo el mundo, de las infraestructuras y los recursos vitales para el crecimiento estadounidense. El Wall Street Journal anunciaba de esta manera, el mes pasado, la vuelta a la estima pública de Erik Prince, magnate de la seguridad privada y antiguo aliado político de Trump que había caído en desgracia. En el punto más álgido del actual conflicto con Ruanda, Prince se metió en el bolsillo un contrato con la República Democrática del Congo para proteger los ingresos mineros del país, llegando incluso a proponer al presidente Félix Tshisekedi que custodie su residencia con mercenarios salvadoreños.
¿Será acaso que Trump es no ya el “presidente de la paz”, como él mismo dice ser, sino, como casi todos sus predecesores, un presidente de las guerras secretas? En todo caso, sus decisiones estratégicas sugieren que incorporó una constante del poder estadounidense: sólo triunfa en los conflictos que no declara y en los que encuentra aliados o sustitutos que combaten por él.
Martin Barnay, sociólogo. Traducción: Merlina Massip.
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“2023 Demographics, Profile of the military community”, U.S. Department of Defense, Washington, 2024. ↩
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Mark Thiessen, “Trump Is Not the First Republican to Campaign Against Nation-building “, American Enterprise Institute, 3-5-2016. ↩
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Nabih Bulos, W.J. Hennigan, Brian Bennett, “In Syria, militias armed by the Pentagon fight those armed by the CIA”, Los Angeles Times, 27-3-2016. ↩
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Valerie Insinna, “LaPlante pokes Silicon Valley ìtech brosî calls for increased munitions production for Ukraine”, breakingdefense.com, 8-11-2022. ↩