Los pueblos originarios de Nueva Zelanda –que pronto representarán apenas un 20 por ciento de la población– son los más afectados por la pobreza y la violencia. Pese a esto, la coalición conservadora que gobierna el país está eliminando casi todas las políticas de apoyo a los maoríes en nombre de la “libertad”.

Helmut Modlik –aspecto de rugbier, cabeza rapada y tono enérgico en la voz– dice ser “seguramente el único neozelandés llamado Helmut. Mi papá era alemán y mi mamá, maorí –explica–. Y hoy soy uno de los rangatira (jefes) del iwi (tribu) Ngāti Toa”. Como muchos maoríes, Modlik conoce con exactitud su whakapapa (genealogía). “La historia de mi iwi es emblemática de la historia del país y de la colonización. No somos muchos, unos 9.500 miembros, mientras que algunas tribus llegan a tener hasta 200.000, pero somos una de las tribus más influyentes, sobre todo porque vivimos cerca de Wellington”. A diferencia de la mayoría de los maoríes, quienes abandonaron de forma masiva las zonas rurales después de 1945 (en la década de 1950, el 80 por ciento de población maorí era rural, y en la década de 1970, el 80 por ciento ya era urbana),1 “no fuimos nosotros quienes vinimos a la ciudad, sino que fue la ciudad la que vino a nosotros”, resume Modlik. En efecto, el territorio de los Ngāti Toa se encuentra en Porirua, en la periferia de Wellington. “Nuestros ancestros llegaron de la Polinesia a bordo de un waka [canoa] a Tainui y se establecieron en la costa oeste, cerca de Kawhia –agrega–. Pero en 1820 tuvieron que escapar de las guerras tribales, provocadas por la presión demográfica y potenciadas por la compra de mosquetes a los pākehā” (palabra maorí, de etimología incierta, que designa a los neozelandeses de origen europeo). Los Ngāti Toa encontraron entonces un nuevo territorio, ubicado a ambos lados del estrecho de Cook, que separa la isla Norte de la isla Sur. La tribu se instaló allí a fuerza de alianzas y combates. “En nuestra cultura, el pasado está muy presente y el respeto por la palabra es primordial”, explica Modlik. Esto lo lleva a evocar el Tratado de Waitangi, firmado en 1840 entre los británicos y 512 rangatira de distintas tribus y clanes: “Nuestra jefa fue la única que lo firmó dos veces, porque los Ngāti Toa vivían en las dos islas. Pero los ingleses no cumplieron su promesa”.

Un matrimonio turbulento

Waitangi se encuentra en la Bahía de las Islas, a cuatro horas de distancia del norte de Auckland. Allí se firmó el Tratado de Waitangi (Te Tiriti o Waitangi, en maorí), el 6 de febrero de 1840, bajo una amplia carpa instalada frente a la casa del representante de la Corona británica, James Busby. En la actualidad, en el predio funciona un museo, junto a un marae (sala ceremonial maorí, decorada con esculturas en madera que narran la vida de los ancestros). Cerca de la playa, bajo un cobertizo, se exhibe una waka tallada de 35 metros de largo; cada 6 de febrero, durante las celebraciones oficiales que conmemoran el acto fundacional de la nación neozelandesa, la embarcación es lanzada al agua y timoneada por un centenar de remeros, en presencia del primer ministro y de los jefes tribales.

En 1840, si bien los maoríes veían con buenos ojos el intercambio de mercancías con los europeos (clavos, mosquetes, etcétera), también estaban molestos por el comportamiento de algunos de ellos: al otro lado de la Bahía de las Islas, el puerto de Russell era apodado “el infierno del Pacífico” por su violencia y su prostitución. Los jefes maoríes querían que sus pares británicos controlaran a sus compatriotas. El reconocimiento de la independencia por parte de la Corona en 1835 les había infundido confianza. Sin embargo, los colonos mostraban un respeto ambiguo: “Veían a los maoríes como nobles salvajes”, explica la profesora Georgina Tuari Stewart. Esta especialista en cultura maorí, que se encuentra entre las más reconocidas y que lleva el tatuaje tradicional en el mentón (moko), sostiene: “Este país se fundó en 1840 sobre una relación biétnica, supuestamente equilibrada. Pero la jerarquía siempre ha existido. Yo definiría esa unión como un matrimonio turbulento”. Un matrimonio cuyo contrato –el Tratado de Waitangi– sigue siendo objeto de dos interpretaciones.

En el primer artículo del tratado, los jefes otorgaban al monarca británico el kawanatanga, transliteración de la palabra “gobernanza”, que en la versión inglesa se tradujo como “soberanía”. “Es un disparate imaginar que un pueblo instalado aquí desde hacía siglos haya abdicado de su soberanía en favor de la lejana reina de un puñado de extranjeros”, vocifera Modlik. En 1877, el máximo magistrado de la colonia, sir James Prendergast, determinó que el Tratado “carecía de valor” por haber sido firmado “entre una nación civilizada y una banda de salvajes”. “¡No éramos una ‘banda de salvajes!’. Teníamos nuestras leyes e instituciones –corrige Modlik–. Ese día, los jefes sólo le concedieron a la Corona el derecho a poner orden entre los ingleses que vivían en la isla. En otras palabras: cada cual tenía que gobernar a los suyos”. “Lo único que hicimos fue autorizar a los británicos a establecerse como vecinos e invitados”, corrobora Margaret Mutu, profesora de estudios maoríes en la Universidad de Auckland y una de las rangatira de la tribu Ngāti Kahu. “Pero los británicos procedieron entonces a la desposesión colonial...”.

Según relata Modlik, “en 1843, los hermanos Wakefield fundaron una colonia en Nelson. Habían comprado tierras a un jefe Ngāti Toa que no estaba autorizado a venderlas, porque para los maoríes la propiedad es colectiva. Los Wakefield enviaron a 50 hombres armados para apropiárselas, pero mi tribu los masacró, después de que un inglés matara a la esposa de un jefe”, prosigue con vehemencia, como si hubiera estado presente aquel día. En palabras de Tuari Stewart, “para muchos pākehā, eso es historia pasada. Pero nosotros, los maoríes, seguimos estando cerca de aquellos tiempos”. En el siglo XIX, cada una de las tierras cayó bajo el control de los colonos. Los maoríes se sintieron aún más traicionados porque, en su cultura, el principio de reciprocidad (utu) y el respeto por la palabra son la base de las relaciones sociales. En la década de 1860, una coalición de rangatira se rebeló, pero fue derrotada por el Ejército, que confiscó sus tierras. Al mismo tiempo, Nueva Zelanda buscaba proyectarse como una democracia avanzada, la primera en otorgar el derecho al voto femenino, en 1893. La representación política de la comunidad maorí en el Parlamento –a partir de 1867, les fueron reservadas cuatro bancas en la Cámara de Representantes– alimentó el mito de un país que cultivaría las “mejores relaciones raciales del mundo”.

A fines del siglo XIX, al no estar lo suficientemente inmunizada contra los virus propagados por los europeos, la población maorí disminuyó de manera significativa. Las autoridades daban por inevitable su desaparición: en 1901 apenas quedaban 43.000, es decir, el cinco por ciento de los habitantes de la colonia.2 En las escuelas para nativos (native schools), donde hablar maorí era objeto de castigos, los alumnos sólo aprendían a ser peones rurales, nada más. “La deculturación buscaba convertirnos en ‘pākehā de piel oscura’”, recuerda Tuari Stewart. “Mi padre me aconsejaba no pelearme con los pākehā. A los maoríes podían hasta negarles la entrada a los negocios”, relata la profesora Mutu. Según señala Modlik, después de la guerra, “el éxodo rural sería el golpe de gracia de la asimilación colonial”. El boom económico de los años 1950 generó demanda de mano de obra: los maoríes migraron a las ciudades, y con ellos también llegaron los pasifikas (inmigrantes de islas como Cook, Samoa o Niue, entre otras). Si bien los pueblos originarios habían logrado sobrevivir a la destrucción demográfica, lo cierto es que su lengua se iba perdiendo. Hasta la década de 1980, “nuestros padres nos educaban en inglés”, recuerda Te Koringa Capper, 40 años, pelo largo y remera con el nombre de su tribu, Ngāi Tūhoe. “Cuando era chica, en los hui [reuniones] en el marae, los mayores hablaban y rezaban en maorí. Pero fueron muriendo, uno tras otro. Mi generación fue consciente de que nuestra lengua iba a morir con ellos”.

En los años 1970 surgió un movimiento de “renacimiento maorí”, inspirado principalmente en la lucha de los afroamericanos y liderado por estudiantes nativos –con los pocos maoríes que habían llegado a la universidad– en alianza con jóvenes pākehā progresistas. “Éramos sólo dos maoríes en toda la facultad”, recuerda Mutu. En 1975, el gobierno laborista creó el Tribunal de Waitangi, una comisión encargada de investigar las violaciones al tratado firmado en 1840. Si bien sólo pudo formular recomendaciones, “los informes de esta comisión tienen repercusión mediática y logran instalar la cuestión maorí en la agenda política”, resume Carwyn Jones, abogado maorí y profesor de Derecho en la Universidad de Wellington. Gracias al tribunal, a fines de 2024, la iwi Ngāti Toa pudo recuperar un terreno en la zona alta de Porirua que había sido confiscado en 1877. “Nuestra tribu recibió 75 millones de dólares neozelandeses de indemnización. Es relativamente poco”, comenta Modlik. Para Mutu, la creación de ese tribunal también buscaba “desactivar la protesta en las calles”: las manifestaciones maoríes empañaban la imagen internacional del país. Esto ocurrió, por ejemplo, en 1977-1978 con la ocupación de Bastion Point, un controvertido proyecto inmobiliario cerca de Auckland, o en 1981, cuando maoríes y activistas antiapartheid protestaron contra la llegada del seleccionado sudafricano de rugby.

En paralelo, los gobiernos neozelandeses –tanto los conservadores (Partido Nacional) como los progresistas (Partido Laborista)– empezaron a tomar conciencia de la urgencia de salvar la lengua originaria. “El mundo entero conoce a los maoríes gracias al haka de los All Blacks”, explica Tuari Stewart, en referencia al mítico seleccionado de rugby, que se ha convertido en un emblema nacional. “La desaparición de nuestra lengua habría sido un bochorno para la reputación de Nueva Zelanda”. En 1982 se puso en marcha el movimiento Kōhanga Reo, que apuntaba a la revitalización de la lengua maorí a través del dictado de cursos para adultos y la creación de escuelas de inmersión. “Yo aprendí maorí a los 30 años, de noche y los fines de semana”, cuenta Koringa Capper. La lengua alcanzó rango oficial junto con el inglés en 1987, y fue incorporada al sistema de señalética en la vía pública, a la administración, a los billetes, al himno nacional e incluso al propio nombre del país: Aotearoa; el resultado de estas medidas se refleja en las estadísticas: en 2016, el 24 por ciento de la población hablaba maorí, y en 2022, el porcentaje ascendía al 30 por ciento.3

Infografía: Cécile Marin.

Infografía: Cécile Marin.

Acumulación de desigualdades

Estas políticas de reequilibrio no alcanzan a compensar los efectos de un siglo y medio de colonialismo. Un tercio de la población maorí carece de título educativo y apenas el 6 por ciento logra graduarse.4 En 2018, el ingreso promedio de un maorí era equivalente al 82 por ciento del de un pākehā.5 La tasa de desempleo asciende al doble. Problemas como el alcohol, el tabaco, las drogas, el juego y la violencia doméstica afectan a esta población con mucha más fuerza. Su tasa de suicidios es tres veces más alta.6 El 52 por ciento de los detenidos en centros penitenciarios –entre quienes las mujeres representan dos tercios– son maoríes, aunque sólo suponen el 18 por ciento de la población (es decir, 940.000 personas).7 Entre las múltiples causas de esta sobrerrepresentación carcelaria se encuentra el desarraigo cultural de los niños maoríes institucionalizados. Según un informe oficial publicado en julio de 2024, que investigó la situación de los jóvenes en dificultad entre 1950 y 1999, los maoríes constituían dos tercios de los menores asignados a hogares sustitutos o a instituciones especiales –ámbitos donde abundaron los abusos sexuales y la violencia–, y tres cuartos de los menores que tuvieron que responder ante la Justicia.8 Ahora bien, estos trabajos “demuestran la magnitud de los abusos y la negligencia de las autoridades”, señala Tracey McIntosh, profesora de Estudios Indígenas en la Universidad de Auckland. “Estas fallas, de las que el Estado es responsable, terminaron fabricando criminales”. Jacqui Harema, al frente de la organización Hāpai Te Hauora, en Henderson, ubicado en las afueras de Auckland, resume este proceso: “Los miembros de las bandas se conocieron en las familias sustitutas. La banda reemplaza a la familia”.

Debido a la acumulación de desigualdades, la esperanza de vida promedio de los maoríes es siete años inferior a la de los pākehā.9 “Nos diagnostican más tarde, morimos más jóvenes y de enfermedades evitables”, apunta Tureiti Moxon, varias veces candidata en las elecciones legislativas por el Te Pāti Māori, el partido autonomista maorí (que cuenta con seis diputados sobre 120 en el Parlamento). Explica que muchos maoríes se sienten desestimados por el personal médico: “A un maorí se le prescribe Ventolín para frenar un ataque de asma, pero no se le indica un tratamiento preventivo para evitar nuevos episodios, porque creen que los maoríes no van a seguirlo”. Harema remarca que “durante la pandemia de covid, los maoríes no confiaban en las autoridades. Las promesas del tratado, traicionadas desde el momento de su firma, generaron un clima de desconfianza que hoy se refleja, incluso, en la resistencia a vacunarse”.

Conscientes de estas desigualdades en materia de salud, los sucesivos gobiernos intentaron mitigarlas. “En 2005 acudimos al Tribunal de Waitangi para que se corrigiera la forma en que el sistema de salud trataba a los maoríes”, explica Moxon. Su militancia, junto con la de trabajadores sociales maoríes, fue determinante para que, en junio de 2022, se creara la Autoridad de Salud Maorí. “Tardamos 20 años en lograr su creación. Pero ahora la coalición de derecha [electa en octubre de 2023] logró desmantelarla en apenas unos meses”. El cierre de la institución, en junio de 2024, refleja la determinación de la coalición conservadora –o más precisamente, de los dos aliados del Partido Nacional de Nueva Zelanda (NZNP) [todas las siglas están en inglés]: la Asociación de Consumidores y Contribuyentes (ACT) y Nueva Zelanda Primero (NZF)– de eliminar todos los programas de apoyo a los pueblos originarios.

Avance de la derecha y retrocesos

“La Autoridad de Salud Maorí era una agencia basada en la etnicidad –sostiene Todd Stephenson, diputado de la ACT en el Parlamento neozelandés–. Como liberales, defendemos servicios públicos que se centran en las necesidades de todos los neozelandeses, y no en su linaje ancestral”. Por las mismas razones, su partido también cuestiona el programa de apoyo a estudiantes polinesios Mapas (Esquema de Admisión de Población Maorí y del Pacífico). Stephenson remarca que su partido incluye miembros maoríes –entre ellos, su líder, David Seymour, cuya madre pertenece a la influyente iwi Ngāti Puhi–. En los años 1990, el electorado nativo llegó incluso a respaldar el nacionalismo de NZF.10 “Hoy algunos maoríes de izquierda pretenden hablar en nombre de todos los maoríes –se indigna Stephenson–. Yo soy gay, pero no por eso me permito hablar en nombre de todos aquellos que pertenecen a la comunidad LGBT. Nueva Zelanda puede sentirse orgullosa de su cultura maorí. Pero una democracia liberal moderna no puede tener dos categorías de ciudadanos con derechos distintos según su linaje”. La ACT busca terminar con la lectura maorí del Tratado de Waitangi: “En 1975, una ley aprobada por la izquierda le dio a un tribunal el poder de interpretar los principios del tratado de 1840, sin haberlos definido antes. Ese es el rol del Parlamento, y debe ser el pueblo quien se pronuncie por vía de referéndum”. Para Stephenson y la ACT, el tratado no deja lugar a ningún tipo de ambigüedad: “El artículo primero le otorga a la Corona el derecho de gobernar a todos los neozelandeses”.

Aunque provenga de la derecha, el extitular de Comunicación del Partido Nacional, Ben Thomas, se muestra muy crítico con la coalición oficialista: “Es el gobierno más regresivo desde los años 1980 en lo que respecta a las políticas dirigidas a los maoríes. ¡Es incluso el único que se muestra agresivo con ellos! Durante 40 años existió un consenso entre laboristas y conservadores para reparar los agravios históricos cometidos contra los maoríes y para combatir los males que los afectan de manera desproporcionada”. ¿Cómo explicar la reciente evolución de un sector de la derecha neozelandesa? Según Thomas, el hecho de que las iwi locales deban ser consultadas para cualquier nuevo proyecto de desarrollo “molestó a algunos pākehā, que creían que ese capítulo ya estaba cerrado”. Las disculpas presentadas por la reina Isabel II a los pueblos originarios en su visita de 1995 y las compensaciones económicas “alimentaron la sensación de que las cuentas estaban saldadas”. El consenso entre izquierda y derecha también tuvo como consecuencia “la ausencia de un verdadero debate sobre la cuestión maorí”, señala Thomas.

En 2021, la puesta en marcha de una cogestión del agua entre las iwi y los consejos municipales generó cierta inquietud. Según indica Thomas, “los consejeros municipales son personas mayores y blancas. La ACT y el NZF encendieron sus alarmas. También estuvo lo del caso de He PuaPua”, un informe encargado en 2019 por el gobierno laborista para mejorar la aplicación de la declaración de Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos originarios:11 “No era más que un brainstorming [libre intercambio de ideas] de académicos –se lamenta Thomas–. Pero NCF y la ACT quisieron verlo como una especie de plan secreto. La izquierda no supo contrarrestar esos ataques. Todo esto se dio en un contexto de malestar social y mucha susceptibilidad: covid, inflación, vivienda...”. Los laboristas, por ejemplo, no lograron atenuar la grave crisis habitacional, subproducto del shock ultraliberal al que viene siendo sometido el país desde 1984.12 En apenas una generación, las viviendas se volvieron escasas y costosas, y la proporción de propietarios disminuyó del 74 por ciento al 65 por ciento entre 1986 y 2013.13 Entre 2020 y 2025, los alquileres aumentaron otro 25 por ciento, mientras que el Partido Laborista se mostraba reticente a aplicar impuestos a la renta inmobiliaria14. “Los votantes de la ACT y de NZF tienen la sensación de que los maoríes reciben cada vez más. ¡Aunque las estadísticas demuestran todo lo contrario!”, resume Thomas.

El primer ministro Chris Luxon –ex CEO de la aerolínea de bandera Air New Zealand, reconvertido en político– se encuentra en una posición de debilidad frente a David Seymour y Winston Peters (líder de NZF), “dos políticos experimentados que controlan la coalición”, analiza Thomas. De esta manera, NZF y la ACT logran fijar las prioridades del gobierno. “Para esta coalición, toda medida a favor de los maoríes estaría basada en la raza –lamenta la excandidata Moxon–. Un argumento que no toma en cuenta las desigualdades estructurales”. Moxon remarca que el Ministerio de Salud incluso dio marcha atrás con el programa de detección precoz del cáncer de colon en la población maorí, que tiene una tasa de incidencia desproporcionadamente alta de esta patología. Las autoridades también recortaron 30 millones de dólares neozelandeses destinados a la formación de docentes de lengua maorí, y evalúan revocar el bilingüismo en los nombres de las instituciones públicas, al que acusan de generar confusión.

Las organizaciones de pueblos originarios ven que se reducen los subsidios, o que ya no se renuevan sus contratos con el Estado. En Porirua, Jodi Watene es directora de desarrollo de la Te Rūnanga Toa Rangatira, una organización no gubernamental que centraliza las acciones médico-sociales y educativas de la tribu Ngāti Toa, a la que pertenece Modlik. En su sede trabajan unas 100 personas de todas las edades, en un ambiente laboral distendido y a la vez comprometido. Los tatuajes faciales son muy comunes y la mayoría de las conversaciones se dan en maorí. Los trabajadores sociales expresan con orgullo la satisfacción “de sentirse útiles, de trabajar por el bienestar de los maoríes más vulnerables, para que logren salir de la pobreza intergeneracional”.

Watene aclara que ella “no es maorí, sino pasifika, hija de inmigrantes de las islas Cook”, y lleva los tatuajes tradicionales en las manos. “Nuestras acciones van desde la guardería hasta el almacén solidario, pasando por la reinserción de reclusos. La mayor parte de nuestros fondos proviene del Estado”, precisa mientras recorremos en auto las calles de Porirua: casitas de madera, donde “la gran mayoría de los más vulnerables son maoríes y pasifika”. Reconocibles por el color rojo de su vestimenta, los miembros de Mongrel Mob –una de las principales bandas criminales del país– rondan por el barrio y se dedican al narcotráfico, en especial de metanfetaminas. “¡La mayoría de los pobres en Nueva Zelanda son maoríes, está demostrado!”, exclama con indignación Watene. “Nuestras necesidades se incrementan, pero este gobierno nos recorta las asignaciones...”.

Según expresa Dennis Houri, expolicía al frente de otra asociación ubicada en la periferia de Auckland, “estos políticos apuntan a una rentabilidad de inversión. Pero los resultados sociales no se miden así. Alojamos a familias enteras, las sacamos de la pobreza, eso es algo muy concreto”. En abril de 2025, la coalición derogó el apartado 7AA, una ley que limitaba y regulaba la asignación de niños maoríes a familias pākehā, pese a la oposición de las comunidades que reclaman priorizar la crianza dentro de la iwi. En Hamilton, Moxon no oculta su enojo: “¡El escándalo se acentúa! Vemos madres jóvenes maoríes presionadas durante el parto mismo para que entreguen a su bebé. Familias de acogida que a veces piden un hermano o una hermana [es más bien positivo no separar a los hermanos, ¿no?]. Es una verdadera industria que maltrata a nuestros niños y después los manda a la cárcel”. Pero los efectos de las políticas de esta coalición sobre los maoríes también pueden ser más solapados, como el proyecto de desregular el acceso a los juegos de azar. Amoruka Panoho, miembro del Foro Nacional de Jefes de Iwi, denuncia el plan de autorizar las apuestas online, aunque ya proliferan las “pokies” (salas de tragamonedas). “Un tercio de las mujeres que llaman al número de atención por ludopatía son maoríes –alerta Panoho–. En los pokies te pueden ver, y así la condena social puede inhibir al jugador. Pero con los casinos online los jugadores compulsivos van a pasar desapercibidos...”.

Objetivo: los recursos naturales

Sin embargo, lo que más les preocupa a los maoríes es la decisión de la ACT de revisar el Tratado de Waitangi. El 19 de noviembre de 2024, más de 40.000 personas se manifestaron en Wellington, convocadas por organizaciones de pueblos originarios. Cinco días antes una joven diputada del Partido Maorí, Hana-Rawhiti Maipi-Clarke, lideró un haka memorable en plena sesión parlamentaria. El 10 de abril, el controvertido proyecto de ley fue rechazado por 112 votos contra 11. De inmediato David Seymour juró que insistiría. Según el profesor Carwyn Jones, detrás de ese ensañamiento se vislumbra “una lucha contra la idea de bienes comunitarios que defienden las iwi”, una concepción que los ultraliberales ven “como un obstáculo al desarrollo”. “Los derechos de los pueblos originarios en general, y los de los maoríes en particular, frenan la explotación de los recursos naturales”, apunta. En ese marco, la coalición aprobó una ley para invalidar las consideraciones ambientales, en un país donde los ríos y los bosques han adquirido –sobre todo por la presión de los pueblos originarios– el estatuto de personas jurídicas.

En Estados Unidos, los republicanos también apuntan contra los derechos de los pueblos originarios, alegando que estarían basados en la raza, mientras que el objetivo es facilitar el acceso a sus recursos. Justamente, Modlik observa con atención el funcionamiento de las instituciones nativoestadounidenses: “Visité las reservas de los native americans. Allí manejan sus propios asuntos, tienen su propia policía. Incluso hay blancos que viven ahí, porque se sienten mejor que bajo el gobierno estadounidense. Eso es lo que necesitaríamos, una soberanía compartida”, expresa con entusiasmo. Ahora bien, es evidente que una reforma institucional de semejante envergadura no está en agenda. Pero el rangatira se declara “razonablemente optimista” a largo plazo. Y no sin razón: el 40 por ciento de los maoríes son menores de edad, mientras que el 40 por ciento de los pākehā tiene más de 50 años...

Cédric Gouverneur, periodista, enviado especial. Traducción: Magalí del Hoyo.


  1. Michael King, The Pengouin History of Aotearoa New Zealand, Penguin Books, Auckland, 2003. 

  2. Op. cit. 

  3. “Te reo Maori proficiency and support continues to grow”, Stats NZ, 5-7-2022. 

  4. Reremoana, Theodore et al., “Maori university graduates: Indigenous participation in higher education”, Higher Education Research & Development, Abingdon-on-Thames, vol. 35, n° 3, 2016. 

  5. “Statistical Analysis of Ethnic Wage Gaps in New Zealand (AP 18/03)”, treasury.govt.nz, 26-9-2018. 

  6. “Slight fall in suspected suicide figures, Maori still worst-affected”, rnz.co.nz, 30-10-2024. 

  7. “Hapaitia te Oranga Tangata”, Ministerio de Justicia

  8. Lillian Hanly, “Oranga Tamariki report finds stark outcomes for Maori in state care system”, rnz.co.nz, 11-6-2025. 

  9. “Growth in life expectancy slows”, Stats NZ, stats.govt.nz, 20-5-2021. 

  10. Ver Serge Halimi, “La Nouvelle-Zélande, éprouvette du capitalisme d’État”, Le Monde diplomatique, París, abril de 1997. 

  11. “He Puapua”, Report of the working group on a plan to realise the UN Declaration in the rights of indigenous peoples in Aotearoa / New Zealand, Network Waitangi Otautahi (NWO), 2019. 

  12. Ver Serge Halimi, “Un village néo-zélandais à l’heure du marché”, Le Monde diplomatique, París, agosto de 1997. 

  13. Rapport de la New Zealand infrastructure commission (Te Waihanga), marzo de 2022. 

  14. Ver Oliver Neas, “Virage à droite en Nouvelle-Zélande”, Le Monde diplomatique, enero de 2024. Ver también Mina Martin, “Rental prices in New Zealand soar post-COVID”, mpamag.com, 20-3-2025.